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Al son de la ciencia

Berenice González Durand | El Universal
13:32Jueves 23 de abril de 2015

. (Foto: istockphoto.com )

El vínculo entre la ciencia y el arte es inevitable y sorprendente. La poética de esta relación es un beneficio extra

Einstein afirmaba que su Teoría de la Relatividad jamás hubiera sido posible si no hubiera estudiado violín desde los cinco años, pues su descubrimiento era, en gran parte, resultado de su percepción musical. Más allá de la nostalgia por la infancia y su consabida devoción por las sonatas de Mozart, la afirmación parecía lógica.

El estudio de la música está íntimamente desarrollado con disciplinas como la física y las matemáticas. Leibnitz, el filósofo y matemático alemán, también subrayaba la importancia de este singular amasiato casi tres siglos antes de la reflexión de Einstein: decía que la música era un ejercicio inconsciente de aritmética.

En su definición más elemental, la música es el arte de organizar sonidos y silencios. La ciencia entra sigilosamente en los principios fundamentales en los que se basan estas combinaciones. Hay resonancias, vibraciones, acústica, ondas, frecuencias, espectros e intervalos que salen del plano abstracto y cobran vida y color a través de fórmulas matemáticas y leyes elementales de la física que miden y cuantifican el impacto de los componentes musicales.

Por ejemplo, la tonalidad, uno de los cuatro parámetros fundamentales del sonido, es el resultado de la frecuencia de una onda sonora, es decir, de sus vibraciones por segundo. En sonidos graves, esos que por ejemplo, encontramos hacia la izquierda del teclado de un piano, podemos escuchar 20 vibraciones por segundo; mientras que en agudos, representados en las teclas de lado derecho, las vibraciones se multiplican por 1000.

VIDA Y MÚSICA

Componentes del aire que respiramos, como el oxígeno, son los que ayudan a propagar estos movimientos vibratorios, pero también la superficie del suelo ayuda a transmitirlos, recibiendo mejor el impacto según la tonalidad ejercida.

Cuando un instrumento musical emite un sonido, por ejemplo, cuando la cuerda de un violín es tocada, comienza a vibrar y contagia ese movimiento a las moléculas circundantes. Todas empiezan a emitir la vibración generando un movimiento que se desplaza hasta llegar al tímpano de nuestro aparato auditivo y lo pone a oscilar. El tímpano es una diminuta campana que al moverse, transforma esas oscilaciones en electricidad que va directo al cerebro. La música está a nuestra disposición, tal como la trayectoria de las partículas concebida por Einstein.

Las ondas de sonido que percibimos son invisibles, aunque se han podido representar visualmente con la ayuda de algunos experimentos clásicos, como los efectuados por Ernst Florens Chladni, otro alemán amante de la música y la ciencia y considerado el fundador de la acústica por sus estudios sobre vibración y cálculo de la velocidad del sonido. En la búsqueda por crear nuevos instrumentos musicales realizó un estudio intensivo de las paradojas acústicas con muchos experimentos de por medio donde trataba de hacer visible el movimiento de estas caprichosas y misteriosas ondas.

El resultado fue verdaderamente asombroso. Una serie de placas de metal con arena esparcida sobre ellas lograban “fotografiar” las vibraciones musicales, captando variadas formas de perfección geométrica que ponían en evidencia un mar infinito de vibraciones que cambian según las condiciones físicas del estímulo, como la velocidad o la dirección. La arena se movía desde las zonas de máxima vibración hasta las zonas de mínimo movimiento y todo este efecto quedaba dibujado en las placas de metal.

Cada instrumento musical  tiene una o varias tonalidades por excelencia. En el caso del violín, el más pequeño y agudo de la familia de los instrumentos clásicos, y que tan útil le fue al genial  Einstein para sus famosas disertaciones sobre tiempo y espacio, las tonalidades en Re mayor y en Si menor parecen ser de las que obtiene su mayor partido sonoro.

DANZA PLANETARIA

Desde varios siglos antes que Einstein conectara de manera de manera evidente a la música con la ciencia, este arte había estado de una forma u otra relacionado con los estudios más reveladores sobre el funcionamiento del Universo y el papel del humano frente a él.

En las páginas de Harmonices mundi (La armonía de los mundos, 1619) Johannes Kepler, el astrónomo y matemático alemán, conocido principalmente por sus leyes sobre el movimiento de los planetas en su órbita alrededor del Sol, va más allá en la interpretación musical del mundo que habían hecho otros pensadores como Pitágoras, quien 500 años antes de Cristo, había establecido relaciones numéricas basadas en las dinámicas musicales, aunque con un sentido filosófico.

Kepler no hablaba de proporciones sonoras simbólicas. Hay cálculos reales que le llevan a asignar una escala musical a cada planeta. Para él, la velocidad de los astros determina una melodía para cada uno de los primeros seis planetas descubiertos. En su libro es posible apreciar incluso las partituras que convierten la intensidad del movimiento planetario en música. Kepler dejaba claro que la armonía no es sólo un elemento de la música, sino un elemento vital para comprender las dinámicas sobre la energía con la que funciona el Universo.

Da Vinci, también entró en esta orquesta teórico-práctica de ciencia y música. Existen bocetos del polifacético renacentista donde realiza diferentes estudios comparativos entre las vibraciones del sonido, el magnetismo y la luz. Estos trabajos fueron retomados en estudios posteriores sobre la propagación de las ondas y las fuerzas y leyes que las activan o interfieren en ellas en danzas de átomos infinitas.

ATRACCIÓN FATAL

La atracción es inevitable, y no sólo la de las partículas, sino la de los humanos tratando de desentrañar las claves de los sonidos que se vuelven armoniosos o de las maquinas que los condensan y catapultan hacía nosotros.

Atravesando las barreras del tiempo y del espacio, hay diferentes personajes que siguen los fenómenos como los de la mecánica y el electromagnetismo para crear nuevas máquina que traten de desentrañar, a través de la dinámica del sonido, el impacto de la naturaleza.

Un extraordinario ejemplo de esto es el trabajo del mexicano Ariel Guzik. Con su Laboratorio de Investigación en Resonancia y Expresión de la Naturaleza, ha logrado crear armonías a través de las vibraciones de un cactus o de las ondas del agua. Aunque quizá en este caso, más allá de una aspiración científica hay una aspiración poética, un área no discriminada hasta por los más rigurosos científicos.

En otra parte del plano de la experimentación contemporánea, la artista plástica estadounidense Andrea Polli, transforma datos sobre la contaminación y la transformación de los ecosistemas, en sonidos. Los niveles de dióxido de azufre y monóxido de carbono de una ciudad o los cambios sufridos en el Ártico son convertidos en vibraciones que pueden ser captadas por el oído humano en sonidificaciones no precisamente placenteras, pero que también muestran otra forma en la que responde el universo.

A través de los siglos, la provocativa relación entre la ciencia y la música sigue vigente y en constante evolución, tratando de explicar la vinculación que establecemos con lo que nos rodea, a través de los actos más cotidianos.

Al final, todo vibra a nuestra alrededor y reconocemos esa danza de partículas,  la cual traducimos en nuestro cerebro como un impulso motor preciso que no sólo nos hace suspirar, sino afortunadamente, también pensar, meditar y reflexionar sobre los más diversos tópicos. Con su violín en mano, haciendo vibrar su aguerrida cabellera blanca, Einstein sigue siendo una de las estampas más coloridas de este tratado, pero afortunadamente no la única.

 

 



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