El drama de la separación
Video. Muchas de ellas son obligadas a dormir a la intemperie y a ras del suelo con sus niños bajo un calor sofocante o temperaturas bajo cero, otras más al pedir clemencia reciben respuestas irónicas de los agentes: “Mejor mande una carta a Dios”.
ANGUSTIA. Madres tuvieron que dejar a sus hijos al cuidado de algún familiar o institución, luego que fueron deportadas. (Foto: Laura Sánchez / Corresponsal )
Video. Madres con niños migrantes viven infierno en la frontera
TIJUANA
María, Yesenia, Cecilia y Yolanda son cuatro madres deportadas de Estados Unidos y separadas de sus hijos nacidos en ese país, donde se han quedado a cargo de una abuela, de una hermana o en un “centro especial”. Pese a que numerosas veces han solicitado una visa humanitaria, el gobierno de Washington se las ha negado.
Ellas han buscado refugio en esta ciudad, que tampoco ha sido amigable con ellas, pues si bien no las han “expulsado”, la mayoría ha tenido problemas para encontrar trabajo y dónde vivir, pero no falta quien sobreviva con la venta de latas de refrescos y jugos que recolecta y hasta se ha visto obligada a buscar comida entre la basura; otras, han hallado en organizaciones no gubernamentales una opción para buscar ayuda.
Son las Dreamers moms y estas son sus historias:
María intentó quitarse la vida
Una de las primeras veces que María Robles fue deportada estaba en su pequeño departamento al norte de California. “Alguien” —o al menos así se lo plantearon— hizo una llamada a la Oficina de Aduanas y Migración, denunciando que una mexicana vivía ahí ilegalmente.
Mary se arrastró para suplicar que la dejarán, explicó que no le interesaba vivir del gobierno de Estados Unidos, sólo permanecer con su pequeña Grace.
Su negrita tiene 24 años: nació con retraso mental; no habla, no camina, sufre ataques epilépticos y sus movimientos se reducen a arrastrarse por el piso, debido a una distrofia muscular. “¡Les rogué que me dejaran! No, no, a mi niña no me la quiten”, rememora.
Recuerda que eran dos agentes: uno mexicano y otro estadounidense. Su paisano le pidió al otro que la dejara arreglar su situación migratoria ante un juez. La deportaron inmediatamente. “Pero regresé, siempre lograba regresar a cuidarla. Cinco veces”.
La última vez que vio a su hija fue el 11 de abril de 2012. Ese día suplicó en hospitales de aquel país que la operaran de una hernia, pero tuvo que regresar a Tijuana a realizarse la cirugía: “eso o moría”:
Mary le encomendó a su hija mayor a la pequeña Grace, sin embargo, el gobierno de Estados Unidos se la llevó a una clínica para niños especiales. Pese a que ha solicitado visas humanitarias, no le han permitido regresar por su hija.
Vive en una cuartería en la zona centro de Tijuana. Tiene 53 años y nadie ha querido emplearla. Recoge latas de aluminio para sacar la modesta renta que paga. Busca comida entre botes de basura, y cuando le va bien, saborea un taco.
Este año trató de quitarse la vida dos veces: “traté de aventarme dos veces del puente; la última pensé: ‘no’más voy a sentir que vuelo’; ya sabía que tenía que dejarme caer y cerrar los ojos; morir pensando en mi niña”.
Justo antes de lanzarse volteó hacia atrás; ahí estaba una pequeña niña acompañada de su mamá, “era especial como mi hija, y se sonrió conmigo, morenita como la mía. Era hermosa, le pedí a su mami que me dejara tocarla”.
Mary se desplomó y les contó su plan a corto plazo: suicidarse para no sufrir más. Recuerda que la mujer le dijo que tenía que vivir y regresar a cuidar a Grace.
Pero ahora, Mary siente que ha comenzado a volverse loca; se encontró por las calles una muñeca de piel color chocolate que le recuerda a su hija. Le habla, la cuida, “me siento como una loca, pero está igualita a mi niña, ¡de verdad!”.
Yesenia recuerda con tatuaje
Atardece en el parque de la zona centro en la frontera. Yesenia Marín, una mujer de piel restirada y mejillas redondas, en unos momentos llorará mientras cuenta su historia, pero primero mostrará dos tarjetas: una licencia de conducir expedida en el estado de California y un permiso de trabajo.
“Yo crucé a México por una emergencia. Según yo, podía regresar a Estados Unidos con mis papeles. Pero no, me dijeron ‘no puedes entrar porque tenías una cita de migración y la perdiste’”.
Fue en abril de 2011; “ahí me enteré que no podía cruzar”. Se paró frente a las puertas giratorias de la garita de San Ysidro, acompañada de sus hijos: Emanuel, de 8 años; Raymond, de 6, e Hilda, de 4. Todos ciudadanos estadounidenses.
Todos menos Andrés, el bebé de ocho meses que llevaba en su vientre y que antes de nacer perdió el derecho a ser ciudadano de EU porque su madre había cruzado a México. “Me mandaron a la oficina de casos especiales, me dijeron que alguien tenía que recoger a los niños o me los iban a quitar. Mi mamá los recogió. Allá están con ella”.
En Anaheim, California, Mirtha, su madre, aprendió a subir videos y fotografías a internet: “Listos para la escuela. Mi Ray comiendo en Panda Express. Acontecimientos que parecerían tan cotidianos, pero que sólo un monitor y los tatuajes que Yesenia con los nombres de sus hijos en su cuerpo, es lo más cercana que ha podido estar de ellos.
Así se enteró que Emanuel quiere ser arquitecto; que Raymond, bombero, y la pequeña Hilda, bailarina profesional de ballet. Así se enteró que Emanuel aprendió a peinar a su hermanita y tenerla lista para cuando llegue el bus de la escuela.
“Mis niños siempre preguntan, ‘mami ¿cuánto falta para que te den el papel?’, no sabes lo que es decirles ‘ya mero y voy a poder regresar’. No sabes lo que es mentirles y contestar que ya mero”.
En Estados Unidos, le digo a Raymond que soy amiga de su mami. Y en efecto, pregunta que cuándo va a cruzar. A pesar de ser tan pequeños saben que su mamá está en México y ellos cerca de Disney, en espera de un papelito que les permitirá reunirse. Mirtha, su abuela de 60 años, platica que volvió a trabajar todo el día para mantener a sus nietos.
Cecilia no duerme tranquila
Es una mujer muy bella, de cabello chino y ojos oscuros grandes. También llorará, y parecerá que la piel debajo de sus ojos sangrará, por limpiarse con la mano las lágrimas. Llegó muy joven a Estados Unidos, siguiendo a su marido que desde 1999 abandonó Michoacán en busca de una vida mejor.
“Pero en 2004 mi mamá se enfermó. Entonces regresamos a México con nuestros tres hijos. Mi esposo puso una carnicería en Morelia y ahí empezó la pesadilla: las extorsiones por parte de Los Caballeros Templarios”.
En 2013 decidieron regresar a Jacksonville, en Florida, donde ella trabajaba en la limpieza de un hotel y él en la construcción. Mandó a sus dos hijos a San Diego con su cuñada y prometió que los alcanzaría.
“Primero caminamos dos noches por el desierto. Llevaba al mayor de mis hijos porque él es mexicano. Tuvimos que cruzar en una llanta, por Nuevo Laredo, y fue horrible el peligro que estaba corriendo mi hijo, pues yo me sentía culpable por que decidí que regresáramos”.
En septiembre pasado, él cruzo acompañado de un grupo de dreamers con su otro hijo, Javier, de 15 años. Lograron que el gobierno de EU los sometiera a juicio. Cecy intentó lo mismo con sus niños menores; Alexa, de 7, y Jonathan, de 3.
“En el centro de detención de ICE me los quitaron inmediatamente, me pidieron que alguien los tenía que recoger o se los iba a llevar una trabajadora social. Pero lo peor es que cuando me los quitaron, yo les dije que sólo iba a ser por poco tiempo, entonces ahora siempre me preguntan que cuántos papeles faltan, que si ya sólo falta un papel”.
Ella responde que está terminando; que son muchos, que la esperen. Entonces cuelga y es cuando viene el dolor. Sobre todo al irse a dormir: recuerda que desde que nació Jonathan dormían abrazados. Ahora sus niños están al cuidado de sus cuñados, y no sabe si duermen abrazados... “¡y no sabes el sufrimiento que es no poder constatar que están bien!”.
Yolanda lucha con ONG
Dice Yolanda Varona que parece que se ha acostumbrado a estar triste. Pero después se levanta y piensa que no se volverá loca. Dos palabras la definen: aguerrida y guerrera, que contrastan con su figura menuda y sonrisa amigable.
“A mí no me importa, ya me fijé una meta: para final de año estoy en mi casa. Sino es por la manera legal, voy a caminar por el desierto o voy a brincar una barda, porque yo no los puedo abandonar”.
Yoli, madre de dos hijos, emigró a ese país en 1994, cuando le aprobaron una visa de turista. Egresada de la licenciatura en Administración de Empresas en México, cuenta que siempre alcanzó las metas que se proponía. “Yo trabajaba en una tienda donde se vendían 35 mil dólares y me puse la meta y vendimos más de 65 mil”.
En 2010, salió por la garita de Tecate con su prometido. “Pero a él se olvidaron sus documentos y me acusaron que yo quería ayudarlo a ingresar ilegalmente”.
Su hijo Alberto cumplió 30 años y ha comenzado a caérsele el cabello; cuenta que ambos pagaban mil 200 dólares mensuales por una casa, que con su partida han perdido.
Yolanda vive en una casa que pagan varios padres deportados en la colonia Libertad de Tijuana, que colinda con la garita internacional. Alberto vive a unos minutos de ahí, pero no pueden verse.
El centro comercial es enorme. Escogemos un lugar en San Diego, a donde Alberto llega acompañado de su hija, Frida. Es nieta de Yolanda y la dejó de ver a los dos años.
Alberto recuerda que recibió la noticia en año nuevo. “Que recogiera la camioneta o se iba a perder”. Al tiempo lo que sí perdió fue la casa familiar. Desde la partida de Yolanda comenzó a vivir en una camioneta Yukon que estacionaba en calles poco transitadas y afuera de una tienda WalMart.
Sofía, al escuchar el nombre de la abuelita comienza a llorar. Hace unos meses pidió que ya no se la comunicaran, pues su grandma siempre promete que la visitará, pero no lo hace. “Ha sido una situación muy difícil, que la gente podría pensar ya están grandes, pero nosotros necesitamos mucho a mi mamá todos nos apoyábamos para salir adelante”, dice Alberto.
Ahora Yolanda preside la agrupación Dreamers moms Tijuana, que brinda apoyo a mujeres deportadas y separadas de sus hijos. Dice que aprendió a alzar la voz, a no tener miedo. Y también llora, pero rápidamente recobra el aliento. “Legalmente nunca podré volver, porque mi hijo que se hizo ciudadano solicitó mi regulación migratoria. No sólo me fue negado, sino que me castigaron de por vida”.
A la alza con Obama
Alejandra Castañeda, coordinadora del observatorio de legislación y política migratorias del Colegio de la Frontera Norte (Colef), explica que este fenómeno se comenzó a recrudecer en 2008, con la implementación del programa comunidades seguras.
Entonces comenzaron a registrarse “casos aberrantes” de padres de familia —e indocumentados— que les quitaron la patria potestad de sus hijos, nacidos en EU.
En 2013 el Instituto para las Mujeres en la Migración ofreció un panorama: se registraron 152 mil 426 casos de papás deportados.