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Vestir cicatrices: tendencia perpetua

BERNARDO HERNANDEZ| El Universal
14:00Jueves 07 de mayo de 2015

. (Foto: Especial )


En realidad no somos tan diferentes. Las personas y las prendas de vestir tenemos algunos rasgos en común. Uno de ellos son las marcas que se producen como resultado de la vida. En la piel o en la tela, las cicatrices testifican historias.

Siempre las he considerado una suerte de recordatorio, un souvenir agridulce que se alía con la memoria para declararle la guerra a la amnesia, al olvido, a la falta de compromiso. Las cicatrices que llevamos en el cuerpo delatan no sólo los accidentes, los cortes, las quemaduras, las operaciones y las enfermedades que nos construyen y destruyen de forma intermitente, también denotan aquello que llevamos dentro y genera otro tipo de huellas, las que tatúan la mirada, pigmentan la personalidad, edifican el espíritu o transforman en un catálogo de fulgores nuestra manera de ser.

Hay cicatrices que podemos ver y tocar, y otras que sólo nos es posible percibir, intuir, quizá adivinar. Ambas tienen un peso similar, ambas resultan determinantes, ambas nos acompañarán aun cuando pretendamos ignorarlas. Para algunos, una cicatriz es un trofeo, un símbolo de victoria pues, a fin de cuentas, representa la curación de una herida. Sin embargo, para otros no constituyen motivo alguno de orgullo; al contrario, simbolizan un episodio desafortunado que, si les fuera posible, borrarían de manera definitiva.

Todo cuerpo tiene cicatrices –ya sean visibles o invisibles– y sabe de su evolución, sabe que en un principio suelen ser encarnadas y, poco a poco, alcanzan la coloración de la piel. Pero la mimetización no es total: la superficie de la cicatriz no es tan elástica ni posee las secreciones humectantes del tejido normal, por lo que parecen más secas al tacto y, ocasionalmente, provocan cierta sensación de dolor. Insisto: son las mejores cómplices de la memoria.

¿Puedes imaginar un cuerpo adulto completamente libre de cicatrices? Yo no, y me parecería, hasta cierto punto, una geografía corporal engañosa, impostada, poco confiable, incluso carente de atractivo. De hecho, una investigación recientemente efectuada en Estados Unidos, dio a conocer que un significativo número de mujeres norteamericanas considera que una pequeña cicatriz en el rostro de un hombre puede resultarles atractiva, siempre y cuando no interfiera con la armonía y proporción generales.

Cirugía, rayo láser, abrasión dérmica, peelings, inyecciones de colágeno, maquillaje de amplia cobertura… Hay varias técnicas que permiten minimizar el aspecto de las cicatrices, pues hay personas a quienes no les resultan en lo absoluto atractivas. A mí sí, me parece que forman parte de la orografía existencial de cada individuo y, al igual que otros rasgos físicos, hay que saber llevarlas. Y es justamente la imagen y el peso vivencial de estas marcas lo que viene a mi mente cuando desempolvo la que por muchos años ha sido mi chaqueta favorita, una prenda vintage comprada en el tianguis de La Lagunilla, en el D.F.

Se trata de una chamarra de cuero negro de los años 70, con el ajuste, el largo y las proporciones perfectas para mi silueta; es decir, me sienta de maravilla. Con el paso de los años se fue poblando de botones, tachuelas, estoperoles y prendedores que le otorgaron una pátina glam rock que, hasta el día de hoy, me enamora y hace sonreír. Compañera de mil batallas foráneas y locales, protagonista de escenarios públicos y privados de alta frivolidad o ínfima categoría, empapada por lágrimas de felicidad o disecada por el filo de alguna falsa risa fácil, esta prenda, como yo, es toda cicatrices.

Su negra superficie está surcada por varios rasguños, un par de desgarraduras remendadas con puntos de sutura que aún no se reabsorben y ciertas áreas craqueladas, desteñidas y vencidas por el paso de los años y el uso rudo. Esta chaqueta ha vivido mucho, salta a la vista con sólo mirarla, y lo más sorprendente es que parece siempre estar dispuesta a vivir un poco más, a ir a otra fiesta, a pisar un escenario distinto, a conocer una nueva ciudad, a desafiar –quizá por última vez– la noche chilanga o perturbar, como sólo ella sabe hacerlo, la quietud burguesa de una soleada mañana dominical.

Y no, no la llevaré a un taller de reparación para que –mediante una extenuante microcirugía de tinte, lustre y confección– la dejen como “nueva”. No, no pienso hacerlo. Respetaré sus cicatrices como ella ha respetado las mías, en el entendido mutuo que nos ha hermanado: el defecto también es bello. La moda y la piel lo certifican. 

balenciaga72@yahoo.com.mx



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