Piedra sobre piedra
TELEVICENTRO. Av. Chapultepec, Doctores. Las instalaciones del medio informativo se derrumbaron, se volvió a levantar lo que ahora se llama Televisa Chapultepec. (Foto: CARLOS VILLASANA Y EL UNIVERSAL )
Trato de reconstruir ese día con la ayuda de algunas fotografías que tengo en el escritorio. Como en una película en donde es posible detener la acción, ordeno congelar la imagen: un terremoto de 8 grados en la escala de Richter modificó la fisonomía de importantes zonas de la Ciudad de México, su arquitectura y su memoria cambiaron para siempre.
Con el corazón en la boca, quienes evadimos por azares de la vida la tragedia, prendimos un radio de pilas, la energía eléctrica se suspendió a la misma hora del sismo. Dos minutos. Oigo la voz de Jacobo Zabludovsky con un nudo en la garganta ante las ruinas de Televisa. Unas horas más tarde vería el derrumbe, quedó sólo en pie la marquesina delante de una montaña de escombros. Mi padre me dijo muy temprano: esto es el acabose, nunca he visto algo tan destructivo en estas calles.
Monsiváis me encargó una crónica para el suplemento La Cultura en México de la revista Siempre! Caminé por la colonia Condesa rumbo a Reforma. En las calles había un azoro múltiple, ¿Qué hacemos aquí, en este momento? Frente a la estatua de Cuauhtémoc, vi sin querer la estampa inenarrable de los pisos superiores del Hotel Continental, en la esquina de Insurgentes, colapsados, había personas atrapadas en lo alto. Olga Breeskin tocaba el violín en ese hotel, recuerdo que algún tiempo después quiso suicidarse Olga, que dicho sea de paso había torneado su cuerpo con los sueños voluptuosos de la televisión y la fama, pero esto no viene al caso, o sí, pues se trata de la vida y de la muerte.
No olvidaré avenida Juárez. Al dar la vuelta en Reforma todo fue polvo y derribo. La memoria hace con nosotros lo que le da la gana. Me acuerdo del olor picante, no sé a qué olía, pero estoy seguro que entró y no salió nunca más de mi cuerpo. Una columna de humo salía de los escombros del cine Regis. El Ejército y la policía impedían el paso. Como si estuviera ante una ficción, una mentira, recordé que en el cine Regis, Juárez 77, había visto Saco y Vanzetti, la historia de los dos inmigrantes italianos y anarquistas condenados a muerte en 1927, la canción de Joan Baez al final de la película te trituraba el alma.
Desapareció el Hotel Regis. Mi padre siempre dijo que en los baños de vapor del hotel se decidía la vida política de México. Algo emblemático se venía abajo, un México desaparecía para siempre. Para abonar mi intuición de cambio irrefrenable recuerdo esto: en 1988, después de las elecciones, un grupo de campesinos se instaló durante días en la Plaza de la Solidaridad, que tomó el lugar del Regis, con una manta que decía: ordene usted, señor presidente Cuauhtémoc Cárdenas.
San Juan de Letrán, como todavía le decíamos quienes caminamos por la avenida donde los fotógrafos callejeros nos dieron una gota de eternidad, se convirtió en una humareda irreconocible. Aturdido por la tragedia, me desubiqué como nunca. ¿Qué había aquí?, me pregunté una y otra vez. Quise avanzar, pero el Ejército había acordonado la zona. En perspectiva, visto el Eje Central de la Torre Latino hacia Fray Servando, todo lo cubría una nube de humo y la muerte caminaba entre nosotros. Entendí: piedra sobre piedra.
Regresé a casa de mis padres que vivían en la colonia Condesa. Les conté de la destrucción. Traté de explicarle a mi padre, capaz de poner el centro de la ciudad en la palma de su mano, el tamaño de la tragedia, los edificios desaparecidos, las calles, la muerte.
Ellos habían escuchado en la radio que el enorme edificio Nuevo León se vino abajo en Tlatelolco, que el hotel De Carlo, frente al Monumento a la Revolución, caía en enormes pedazos como piezas de legos, que en la Roma decenas, quizás cientos de edificios se habían venido abajo, que la costureras atrapadas de San Antonio Abad pedían a gritos salvación dentro del derrumbe. Recuerdo una noche larga, oscura, nos iluminábamos con pedazos de ansiedad y desazón.
Volví en taxi al edificio de avenida Churubusco esquina con Holanda que aguantó como los buenos el terremoto. En ese departamento empecé el aprendizaje de la vida en pareja y conocí el óxido de la rutina. No dormí. Desde luego no entregué la crónica que me había encargado Monsiváis. Veintiocho años después escribo un trozo de ese día, así pasa con las crónicas, van y vienen a través del tiempo.