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Historia. ¿Quién fue el asesino?

Jacobo Zabludovsky| El Universal
Viernes 22 de noviembre de 2013
<b>Historia.</b> Quin fue el asesino?

LUTO. Jacqueline Kennedy y su hijo, John Kennedy Jr., durante la ceremonia fúnebre de su esposo. (Foto: REUTERS )


WASHINGTON, lunes 25 de noviembre de 1963.— ¿Quién mató a John Fitzgerald Kennedy?

En el aeropuerto de la ciudad de Dallas, en el salón central, donde se unen las tres larguísimas alas de este aeropuerto ostentoso, grande e incómodo, hay una sola estatua. Tendrá unos seis metros de altura. Bronce sobre mármol. Una sola estatua, un solo homenaje. ¿A quién? A un ranger anónimo. A un policía. La ciudad de Dallas, toda esa región texana, Texas entero, no tuvieron otra cosa qué mostrar a las personas que la visitan, no encontraron otra imagen para fijar en los ojos de los viajeros el espíritu de la ciudad que la de un policía armado con dos pistolas, sombrero de ala ancha, pantalón entallado y botas bordadas. No hubo un héroe, un libertador, un estadista, un escritor, un filósofo, un médico, un ingeniero, un campesino para crear una esfinge distinta. Es la estatua de un policía en el aparador más vistoso de la ciudad.

Si no hubo quien tuviera la migaja de cerebro que se necesita para no poner tal estatua, puede ser que ahora alguien comprenda que ha llegado el momento de quitarla.

Si la policía o algunos policías de Dallas no tuvieron complicidad en el asesinato de Kennedy, cometieron todos los pecados comprendidos en la gama de la imprevisión. Deliberada o inconscientemente participaron y facilitaron el crimen.

¿Quién lo cometió? Para penetrar en esta niebla de acontecimientos absurdos tenemos que remontarnos a la época, 1960, en que Lyndon Johnson participaba en la campaña electoral que culminaría con el triunfo de la planilla demócrata. Fue en Dallas donde Johnson y su esposa fueron agredidos por algunos de sus paisanos que acusaban al político de ser un Judas, un traidor, un “cambia-chaquetas”.

Centenares desfilaron frente a él llevando carteles ofensivos. Al entrar a un hotel los Johnson fueron agredidos de hecho. El ahora presidente dijo a su esposa: “No voltees, pase lo que pase”. Dentro del hotel consideraron que se habían salvado de algo peor. ¿Qué había hecho Johnson? Participar en la campaña electoral de un hombre que prometía establecer medidas de gobierno más liberales; quiere decir: no discriminación racial, búsqueda de una paz permanente y estable, establecimiento de bases para una mayor concordia internacional.

Adlai Stevenson, en la misma ciudad de Dallas, fue escupido, vejado, insultado con los peores epítetos hace apenas unas semanas. ¿Por qué esta violencia contra Stevenson, a quien los cubanos, por otra parte, calificaron de instrumento vil del imperialismo? Porque su matiz era, es, ligeramente más independiente que el tolerable por ciertos ciudadanos de Dallas. Porque apoyaba la política racial de Kennedy; porque se había establecido a través de las Naciones Unidas, donde Stevenson representa a su país, un tratado de prescripción parcial de pruebas nucleares que hace disminuir el peligro de una guerra, porque a pesar de todo Castro sigue en Cuba.

A esta ciudad llega Kennedy en una campaña “no política”, pero evidentemente para preparar el terreno a su reelección. Llega a una cueva profunda, en tinieblas, donde se han registrado hechos tan notorios y alarmantes que harían ponerse en guardia a un niño. Kennedy, en campaña, no puede exigir —sería una demostración de desconfianza que no le sumaría votos— que se tomen medidas especiales para proteger su vida, ni siquiera para impedir que, con un poco de buena suerte, sólo le ocurra lo que a Johnson y a Stevenson. De todo esto es prueba plena la frase que Jacqueline dijo a su esposo pocos segundos antes de los balazos, cuando la llegada a Dallas parecía una jornada venturosa: “No dirás que te han tratado mal en Dallas”.

Kennedy no podía pedir precauciones extremas que hubieran sido demasiado visibles y, por lo tanto, lesivas para un político en busca de adeptos. Ni siquiera sugirió se pusiera a su automóvil descubierto la burbuja de plástico blindado transparente. ¿Cómo supo el asesino oculto que el auto iría sin esa protección? Pero no adelantemos hechos. La policía sí sabía a lo que el presidente se estaba exponiendo. No obstante todos los antecedentes y el motivo mismo de la visita de Kennedy, capaz de irritar a los intransigentes racistas y antipacifistas de Dallas, los policías dejaron que fuera el auto abierto no examinaron algunos de los edificios de la ruta, ni aquellos desde los que se tenía mejor punto de vista para cometer un atentado.

En el término de 10 o 15 segundos son disparados tres balazos. Se usa para ello un fusil que costó 12 dólares. Las tres balas disparadas a esa distancia, unos sesenta metros, a un auto que avanza a 60 kilómetros por hora, dan en el blanco. Las tres. Un hombre recién empleado había sido visto entrar al edificio frente al cual pasaría Kennedy llevando en la mano un largo envoltorio. Nadie se preocupó por saber qué llevaba. El mismo hombre, una vez herido de muerte el presidente, sale del edificio que ya estaba siendo vigilado por la policía. Nadie lo detiene. Dos millas más allá este mismo personaje misterioso mata de dos balazos a un policía.

Porque resulta que también llevaba una pistola y con ella salió del edificio frente al policía que vigilaba la puerta. ¿Qué hace después de este segundo asesinato? Huye. ¿Cómo? Violando la entrada de un cine. Por ese solo hecho, por entrar a un cine sin pagar, se haría suficientemente sospechoso. ¿No es incongruente que un hombre que huye después de haber cometido un magnicidio acumule sobre él todos los indicios matando a un guardián y entrando a un cine a la fuerza?

Pero hay más. El cine está casi vacío a esa hora. Hay unos cuantos espectadores. Los testigos afirman que el hombre cambia frecuentemente de asiento. ¿Para qué? Sólo que quisiera llamar la atención, pero no es ese el caso, no ha tratado de llamar la atención, sino de escapar, de ocultarse. Si hubiera considerado que su magnicidio era un motivo de orgullo, como ocurre con muchos de los que han cometido este tipo de delitos, se habría entregado voluntariamente en el mismo edificio, o al policía que lo detuvo cerca de la puerta del cinematógrafo “porque había oído la descripción del sospechoso”. Pero él no se entregó, lo detuvieron. Entonces, ¿por qué mató al policía? ¿Por qué se hizo más sospechoso entrando sin pagar a ese salón?

Un vez detenido resulta ser un joven de 24 años. Sus antecedentes son extraños. Se sabe que quiso adquirir la ciudadanía rusa y luego cambió de parecer. Estuvo en la Unión Soviética. Casó con una rusa. Regresó a Estados Unidos con ella y una hija. Hay fotografías de él repartiendo propaganda en favor de Castro. Se encuentra en su casa cartas del Partido Comunista de Estados Unidos y “literatura comunista”. Sometido a interrogatorios durante día y medio, a interrogatorios que dada la magnitud del crimen debemos suponer no fueron precisamente frívolos, el individuo niega. “Yo no cometí ningún acto de violencia”, dice ante el micrófono de un reportero, al pasar de una oficina a otra de la policía.

El hombre sigue negando el crimen, hasta el momento mismo en que un “amigo de policías y reporteros”, un espécimen del bajo mundo, amigo de los “grandes muchachos” de Chicago, cuyo negocio es un lugar donde las mujeres se desnudan mientras los hombres se emborrachan, se siente tan conmovido moralmente por la pena de la señora Kennedy que decide matar al sospechoso. “No podía yo tolerar que se hiciera sufrir más a la señora Kennedy, citándola a comparecer como testigo en el juicio de Oswald”, dice Jake Rube.

Y por esa causa, perfectamente comprensible en un hombre de tan humanitarios antecedentes y forma de vida, llega hasta el sótano de la policía. Nadie le impide el paso. Se acerca al presunto doble homicida, saca una pistola y la dispara. Los policías, detectives y demás guardianes, no tienen oportunidad de impedir el asesinato. Afuera, poco más tarde, grupos nutridos expresan su satisfacción por esta muerte, como antes, otros o quizá los mismos, la expresaron por la muerte de Kennedy.

Al día siguiente tres viudas acompañan al cementerio a tres ataúdes. Una de ellas en Arlington da una lección al mundo. En medio de tanta podredumbre Jacqueline Kennedy muestra que todavía queda en la humanidad algo de dignidad, de entereza, de capacidad de soportar el dolor mientras todo se derrumba. De la mano lleva a sus dos hijos a ver el cadáver de su padre. El día del tercer cumpleaños de su hijo sepulta a su marido. Y luego, a medianoche, oculta a las miradas de millones de curiosos, deja unas violetas en la tumba fresca. En Dallas la esposa de un policía muerto en el cumplimiento del deber acompaña el cadáver de Oswald. Y se instala un guardia permanente para evitar profanaciones.

Todo esto ha ocurrido en menos de noventa horas. Todos los hombres del planeta han pasado en tan corto lapso por diversas emociones. Duda ante la posibilidad de un crimen de tal magnitud. Asombro. Tristeza. Confusión. Y finalmente duda frente a la convicción de que Oswald fue el asesino.

Tal vez efectivamente Lee Harvey Oswald fue el asesino. Pero ese tal vez es terrible. Ese tal vez, el quizás, atormenta incluso a millones de norteamericanos, tan respetuosos de sus instituciones y de sus autoridades que el solo declarar oficialmente asesinado a Oswald habría bastado, si las circunstancias fueran distintas, para borrar cualquier duda.

He encontrado en Washington las más diversas opiniones. Frente a la del chofer que me dijo: “Ese Oswald recibió su merecido”, recuerdo la del botones del hotel, que me dijo: “Tenía que ser en Texas”. En ese siglo XX el hombre ha aprendido a dudar. Desde Saceo y Vanzetti hasta el incendio del Reichstag. Los nazis cometieron una acción —incendiar un edificio público— para provocar una reacción —con objeto de reprimir a los izquierdistas y acabar con los restos de la república de Weimar— mediante el recurso de culpar a un confuso anarquista o izquierdista. ¿Es ese el caso en Texas? La conjura sería tan asquerosa como el mismo asesinato de Kennedy. Me resisto, porque me da miedo, a creerla.

¿Quién mató, pues, a Kennedy? Es muy probable que, a pesar de las incongruencias, haya sido Oswald. Pero sus antecedentes y el dato de las cartas del Partido Comunista y la literatura recogida en su habitación, ¿no lo harían el tipo ideal de una conspiración para vigorizar la extrema derecha contra los crímenes de la izquierda? El increíble disparo de Jake Rube abre la puerta a todas las especulaciones. Oswald está ahora mudo. ¿Quiso matar a Kennedy? ¿Quiso vengarse del gobernador Conally que no lo ayudó en cierto problema durante su estancia en Rusia? ¿Fue efectivamente él? Si este último es el caso, ¿por qué? Las dudas sobre los motivos que causaron el asesinato de Lincoln son más intensos ahora.

Pocas naciones en el mundo tienen un “récord” de cuatro presidentes asesinados, ni aún las tropicales tan caricaturizadas en algunos medios de información. En Estados Unidos surge periódicamente el signo de la violencia. Por encima de esa violencia se ha impuesto siempre la cordura y el respeto a leyes e instituciones. En esta ocasión ocurrirá lo mismo. Es una nación demasiado grande e importante y sus habitantes, muchos de ellos impulsados a viajar a América para huir de violencias peores, saben el valor de la paz y del entendimiento. Pero su prestigio, que no su fuerza material, sufre daños incalculables con este tipo de delitos, especialmente hoy, cuando la figura de Kennedy era universalmente respetada y el poderío de la Unión Americana llega a niveles nunca antes alcanzados. Y si el homicidio del presidente causa daño, mayor lo causa la duda.

Es posible que ni la historia, a la que se atribuyen dotes de adivinación, pueda ya decir la última palabra. De todos modos, en el aeropuerto de Dallas un monumento en bronce recordará a los viajeros a qué grado la policía de esa ciudad causó daño irreparable a una potencia mundial.



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