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Caro Quintero las atraía con joyas si lo trataban bien

Magali Tercero| El Universal
04:00Jueves 15 de agosto de 2013
En las fiestas de Caro Quintero haba pistolas, diamantes y cocana sobre las mesas

FORTUNA. En las fiestas de Caro Quintero había pistolas, diamantes y cocaína sobre las mesas. (Foto: ARCHIVO EL UNIVERSAL )

"Eran fiestas tremebundas, y debía ir", recuerda Bárbara, quien cuenta que los capos de los 80 convocaban a veinteañeras con cuerpos espectaculares. "Las mujeres se exhibían como si estuvieran en aparador para ser elegidas. La ambición las devoraba". Una vez, confiesa la sonorense, Caro Quintero llegó con un anillo de diamantes y se lo ofreció a la chica "que me trate bien"

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CAE EL CAPO DE CAPOS
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Llegó con un anillo de diamantes. “Quien me trate bien se lo queda”. Era gordo, feo, narquísimo, pero a las jóvenes beldades invitadas al cumpleaños les brillaron los ojos. Primero le ofreció el anillo a Bárbara, una sonorense temperamental que había llegado a Mazatlán en 1984. “Traje esto para la que se porte bien”, le dijo el hombre. “Uy, me queda muy grande”, respondió ella, dándose media vuelta. De inmediato Lola —guapísima, con cuerpo espectacular, una niña de buena familia que no necesitaba dinero— le pescó el anillo. No le quedó en el dedo anular sino en el índice. “Y él, fascinado”, recuerda mi entrevistada. Nunca antes se habían visto. “Las mujeres se exhibían como si estuvieran en aparador para ser elegidas. La ambición las devoraba”, dice Bárbara, que en ese periodo conoció a los traficantes Miguel Ángel Félix Gallardo y Rafael Caro Quintero. Enumera detalles de sus fiestas: las pistolas, los diamantes, la cocaína sobre las mesas, el desfile de veinteañeras como maniquíes, las esclavas de oro con diamantes extravagantes, los trajes impecables de los hijos de los traficantes, educados en las mejores escuelas de Culiacán.

Lo extraordinario se recuerda siempre. Bárbara no tocaba el tema desde 1986, cuando se instaló en el puerto gracias a Susana, ex condiscípula del hijo de un capo. Bárbara tenía abundantes cabellos castaños, boca bien dibujada y ojos de larguísimas pestañas capaces de sostener un cigarro Baronet. Cumplía 21 años. “Desgraciadamente éramos empleadas de la ex amante de uno, dueña de una tienda lujosa puesta, obvio, con dinero del narco. Nos caían todos. El capo aquel era propietario de un antro, que era una palapa con piso de madera donde un día me sacó a bailar”. Le impresionaban sus fiestas. Muchas duraban 24 horas, hasta que el trompetista tenía la boca floreada. Una vez Caro Quintero sacó la pistola. “De aquí nadie sale hasta que yo lo diga”. Ella se quedó petrificada. “Eran fiestas tremebundas, y debía ir”. Su refugio fue observar. Los hombres platicaban sobre sandeces. Bromeaban. Sólo mencionaron el “negocio” delante de las mujeres cuando detuvieron a Caro Quintero en Costa Rica, el cuatro de abril de 1985. En la fiesta del sábado siguiente se criticó mucho la aprehensión. Pero más se bromeó sobre una muchacha, presunta sobrina de un aspirante a gobernador de Jalisco, que estaba en la cama con él cuando llegó la policía. “¡Ay, se robó a la plebe!”, exclamaban entre risas. Después de la detención todo se hizo más discreto.

Los narcos llegaban a buscarlas porque no los iban a delatar. Se quedaban una semana y “ni nos tocaban”. A Lola se la llevaron a Estados Unidos. Allá sí los encarcelaban.

No podían ser extravagantes. No salían. Ella iba sola a los centros comerciales. Se aburría. Las fiestas disminuyeron, “pero los Arellano Félix seguían yendo tranquilos a la playa. Lo único: no les gustaba que les pidieras dinero. Eso sí no”.

Bárbara no sabía que Caro Quintero era uno de los narcotraficantes más buscados por la DEA. Una vez fue a tomar un café con una compañera. “Nomás vente bien vestida”. De pronto, Bárbara se vio sentada entre señoras muy enjoyadas. Eran esposas de narcos. Hablaron de cosas de mujeres, como la crianza de los niños: “¿Cómo le pones límites a un adolescente, si está viendo que su papá hace fiestas de 24 horas o se droga?”. Nada de eso podía ocultarse.

Bárbara tuvo un pretendiente, un cliente de cuando vendía tiempos compartidos. Llegó y pagó de contado. En dólares. “Vamos a celebrar”. La venta tenía buena comisión, y ella aceptó. Ya en la cena él quería amor eterno. Se dijo agricultor. “¿Qué siembras?”, preguntó ella. Él volteó, burlón: “Pepinos, zanahorias”. Ella se rió. Él empezó a visitarla, a fijarse en el refrigerador casi vacío. “Una vez me dio mil pesos, unos 10 mil de ahora. Compré lo que necesitaba y mucho más”. Después él le dijo que era hijo del narcotraficante Perengano. Una noche llegó pasado de copas y se quedó dormido. En la mañana ella le hizo un caldo de verduras, unos chilaquiles picosos. Compró cervezas. “Para él fue un súper detalle porque todo mundo les sacaba dinero a los narcos. Después comimos en un restaurante. Había ley seca y convencí al mesero de que nos sirviera cerveza en tazones de sopa. Eso se le hizo otro detallazo. No era algo especial, así soy, pero él se derretía. Tendría unos 35 años. Me propuso matrimonio al día siguiente. Quería un hijo. Le dije que ni lo conocía. Pero para él ya nos habíamos tratado lo suficiente. “´¿Qué quieres de la vida? Yo te lo doy. Donde pongo el ojo pongo la bala´. Vi que hablaba en serio. A los pocos días me regresé a Sonora. Fue el momento”.

Baja la vista. Conserva las pestañas, su seña de identidad entre los traficantes. Problemas de salud la traen de capa caída; tiene sobrepeso y ovarios con alguna disfunción. Ella no se da cuenta, según relata su hija. En la pared hay una foto donde luce joven y radiante. Suspira hondo, se oprime con suavidad el vientre —”aquí siento las emociones”— y, con una risilla bailándole en los labios, me confronta con su acento norteño: “Te la creíste, ¿verdad? ¡Yo no me llamo Bárbara!”. Luego se pone muy seria: “Pero todo lo demás que te conté es cierto”.

 

* Este texto fue publicado en el libro “Cuando llegaron los bárbaros…Vida cotidiana y narcotráfico” (Planeta, 2011).



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