Vivir y comer de la basura
MARGINACIÓN. En este semidesierto sudcaliforniano, donde el calor a veces supera los 40 grados centígrados, el panorama es turbio: la basura se observa en pequeños montones, la arena negra por la quema de desechos predomina a donde se mire y bolsas de plástico de todos colores, arrastradas por los fuertes vientos, se aferran a cactus y arbustos. (Foto: RAMÓN ROMERO / EL UNIVERSAL )
MULEGÉ
Las manos negras de Eminia no paran. Cuenta su historia sin pausas, así, con la misma prisa con la que sus dedos separan el plástico quemado del cobre que va juntando en rollos de hilo del metal que luego coloca en una olla también ennegrecida. Hace poco cumplió 30 años de edad. Vive en Vizcaíno desde hace 18 años y tiene un hijo de casi 19, quien está en su natal San Diego Amoltepec, en Oaxaca.
Él es la razón que la llevó a los campos agrícolas al otro extremo de su pueblo. Fue violada por alguien cercano cuando aún no cumplía los 12 años, acto del que nació Miguel; decidió huir y, por unos conocidos, llegó hasta el municipio de Mulegé, en Baja California Sur. ¿Quién fue? "Prefiero no pensar en ello... no quiero ni recordar... no pienso regresar", reflexiona con la voz quebrada, casi en un susurro; aprieta los labios y jala con más fuerza un pedazo de plástico del cable como parte de su faena para juntar el cobre, el mejor pagado de la pepena, a 50 pesos el kilo, aunque para reunirlo se puede tardar más de una semana.
Eminia representa la triple marginación, la triple pobreza, al igual que otros jornaleros que han hecho de un basurero a cielo abierto --atrás de los campos agrícolas--, su hogar. Han sido discriminados por su origen indígena, por casi no hablar español y por ser pobres, según la investigadora María Luisa Cabral Bowling.
Los habitantes de este vertedero, salvo contadas excepciones, suman además la pérdida de identidad, pues la única forma de acceder a uno de los más de 80 campos en Vizcaíno es con el acta de nacimiento, documento que garantiza que son quienes dicen ser, ya que credenciales o cualquier otro documento no son válidos para conseguir trabajo.
Algunos la extraviaron en el ir y venir cotidiano; otros, como Asunción, al recibir su pago semanal, se fue a un botanero --como son conocidas las cantinas en la zona-- y tras tomar alcohol hasta perder la conciencia se quedó dormido y le robaron su cartera con el acta adentro, y unos más, como Alma, el paso del tiempo ha hecho estragos en la única copia certificada del documento y ya no se la reciben. "Está a punto de romperse y la tengo escondida por allí", comenta la mujer mientras señala con su dedo índice hacia el horizonte, pero ni siquiera tiene idea de cómo obtener una copia fotostática.
Su vida entre la basura y la pepena marcó la pobreza de estos hombres y mujeres por tercera vez: primero, salieron de sus pueblos --sin trabajo ni comida-- con la esperanza de tener una vida mejor; después, llegaron con la ilusión de ganar bien en la pisca, donde les prometieron casa, alimentos y salario; sus enganchadores les pintaron un futuro mejor, pero no, en su lugar se encontraron con una vertiente de la esclavitud contemporánea, con horarios extenuantes por una paga menor a la ofrecida, de a 3 pesos por cubeta de fresa, de calabaza, de uva, lo que deban cosechar, y que en el mejor de los casos, tras jornadas de sol a sol, superan los 100 pesos al día.
Y en su tercera caída, llegaron al basurero para sobrevivir de los desechos, ya sea porque no tienen documentos o porque, como Eminia, alguna enfermedad les impide cumplir las estrictas disciplinas de los campos.
En este semidesierto sudcaliforniano, entre el calor que en ocasiones supera los 40 grados centígrados, el panorama es turbio: la basura se observa en pequeños montones, la arena negra por la quema de desechos predomina a donde se mire y bolsas de plástico de todos colores, arrastradas por los fuertes vientos, se aferran a cactus y arbustos. Aquí, la pobreza viene acompañada de incertidumbre, del desaliento de no tener un salario seguro ni la posibilidad de ahorrar para volver a su lugar de origen, aunque algunos prefieren no regresar.
Ese es el caso de Eminia, de Miguel, de Alma, de Asunción, de Julián y de otros tantos que no tienen interés, o la oportunidad, de volver a sus raíces.
Habitantes de la zona, como Eminia, queman cables para obtener cobre, que es pagado a 50 pesos el kilo, que tardan hasta en una semana en conseguir
A botepronto, Eminia declina la entrevista, pero suaviza su actitud y accede cuando ve que no será interrumpida en su actividad matutina. La nube de moscas no la perturba ni el grupo de perros, propiedad de todos y de nadie, que también llegaron ahí para subsistir de los desechos. La mujer apenas voltea a ver a la gente, sigue inmersa en su tarea; ahora, con un cuchillo, intenta abrir un eliminador de batería que no se deshizo con el fuego. En la cabeza trae una mascada negra que usaba en la pisca para protegerse del sol. Padece reúmas, narra, y eso le impide cumplir el horario de los campos; el dolor no la deja cortar tomate, fresa o calabaza, según el campo o la temporada, y eso le provoca problemas con los mayordomos, que su trabajo es fustigar a los jornaleros, apresurarlos para lograr las cuotas diarias de la cosecha.
Su rostro está manchado por el paño pero conserva la lozanía de la juventud y sonríe al hablar de su segundo hijo, de 13 años; se para y a la mujer, que no alcanza el metro y medio de estatura, le brillan los ojos al comentar que un día de estos tendrá el dinero suficiente para "mandarlos traer de Oaxaca", a donde juró no volver. Pedirá que les envíen a los dos, "también al de 19" y que se queden ahí, como una familia, con Miguel, el hombre con quien vive, originario de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, de 25 años.
Él es cauteloso, más bien desconfiado, intenta eludir las preguntas y pide que se le deje trabajar, que no hay tiempo para entrevistas, pero ante la insistencia, a cuenta gotas, comienza a hablar: perdió su acta de nacimiento, no revela cómo, pero sin ella no puede entrar a los campos y si logra que lo acepten sin papeles, la paga es menor. "Aquí junto más que en un campo. Los mejores campos son El Piloto, El Ocho, pero es mejor aquí. Junto un guato (una gran bolsa) de botellas y lo llevo abajo (al centro de Vizcaíno) a venderlo", defiende y justifica que no se va del lugar porque ahí está su vida. ¿Es feliz?, "teniendo comida se es feliz en cualquier lugar", dice y ahora intenta cambiar el rol: "¿de dónde vienen? ¿qué quieren? tenemos que trabajar, ¿ya terminaron?".
Son las nueve de la mañana. Eminia y Miguel hablan poco, muy poco; el día anterior, al caer la noche, en el mismo lugar, niegan que viven ahí. "No, vivimos allá abajo, en la Y (una zona urbana en los límites de Vizcaíno), sólo venimos por botellas", dice, pero atrás hay una carpa que pone en duda sus palabras: los plásticos hacen las veces de paredes y adentro se ve ropa, ollas, un sillón, una cama... las herramientas necesarias para la vida diaria.
El trabajo es arduo, pero aseguran que ganan, en ocasiones, mejor que en los campos: Les pagan a 3 tres pesos el kilo de botellas de plástico, a 5 pesos el de aluminio, el de bolsas grandes y resistentes -las pequeñas no las reciben-también a 5 pesos, el cartón a 2, 3 o 4 pesos, varía según la calidad.
Aquí nada se desperdicia. Los camiones recolectores de Vizcaíno descargan tres veces al día los desechos. Las montañas de basura superan los tres metros de altura y en un par de horas los residuos se quedan a ras de suelo. También rescatan la ropa para ellos y para venderla, la comida, todo es utilizado, reutilizado, separado, comercializado. Todo sirve.
Al llegar, un par de niños --de entre 10 y 12 años-- que están en plena pepena, se sienten descubiertos y corren a esconderse. No se les vuelve a ver. Todos los adultos interrogados reconocen que están ahí, pero nadie sabe nada. "Son hijos de una señora que vive adelante..."; "no, no son mis hijos..."; "yo no he visto a ningún niño por aquí", responden; es un tema tabú. Oficialmente no hay ninguno.
Como si fueran parcelas, cada familia, pareja o personas solas delimitan su territorio. Ahí son los dueños y señores, no permiten que nadie sobrepase los límites.
Alma y Asunción admiten sin pena alguna que viven ahí. "Llevamos cuatro meses juntos", dice él mientras junta PET, botellas de plástico. La docena de perros callejeros se arremolinan cerca de la pareja; son los mismos animales que acompañan a todos los que viven en el basurero, los únicos que comparten y no ven diferencias entre unos y otros; los jornaleros sí: "Tengo que esconder todo; el otro día me robaron mi anafre. La gente es mala... No se puede tener amigos aquí", confiesa Alma, quien se ruboriza al admitir que es pareja de Asunción, originario de San Luis Potosí. "Yo tengo 43, él 25", comenta y toma su celular para oír su música y evadir a los extraños; en el fondo se escucha una canción a Alex Lora, seguida de otras más que después cambiarán a temas norteños, entre ellos de Los Tigres del Norte; guarda el aparato en la bolsa trasera de su bermuda con el volumen lo más alto posible, como para ignorar a la gente. Los perros le hacen segunda. Gruñen al más mínimo movimiento, pero ella los calma.
Alma viene de Sinaloa, allá dejó a un hijo, "ya está grande, debe tener unos 20 (años)"; de su otro hijo no tiene idea dónde está. En el rancho Kamadú conoció a Raymundo, un veracruzano; se hicieron novios, comenzaron a vivir juntos y después nació Ulises.
Un día, cuando el bebé tenía más de un año de edad, recuerda, Raymundo "llegó borracho, me pegó y me dijo que me quitaría al niño; por miedo me fui y no me dejó agarrar a Ulises... No sé dónde está, me he acercado a Kamadú, pero no lo he visto... Ya tienen varios años". ¿Cuántos?, "no lo sé, ya debe estar grande", dice la mujer sin asomo de tristeza.
Mientras narra su historia muestra su "casa": cuatro paredes de plástico, bolsas negras y madera para soportar la estructura; adentro, luce un sillón, ropa, cajas y recipientes de varios tamaños; afuera, un tambo funciona como "estufa", pues fue acondicionado para colocarle una parrilla y abajo ponen ramas y basura que sirven como combustible.
En el recorrido por su hogar --un espacio de unos cinco o seis metros cuadrados--señala sobre la arena una pila de cobijas: "Con este calor, preferimos dormir afuera"; luego va hacia los cactus: hay pantalones secándose; los últimos días "las lluvias echaron a perder la ropa y varias cosas", se queja mientras los acomoda.
Cerca de ahí hay un bote, del mismo tipo que usan para la pisca, lleno de sobras de comida putrefactas; la nube de moscas ahí no da tregua, su aleteo ensordecedor compite con el olor. "Son para un señor que viene a veces y nos los cambia por agua" y señala un recipiente con la mugre enquistada. "El desperdicio es para animales", dice.
Sigue con una mesa improvisada, en la que se ve una olla con restos de frijoles, trastes sucios y una bolsa de harina de maíz: "Aquí hago las tortillas, pero el comal también lo tengo escondido; ese sí no le digo dónde".
- ¿Y qué desayunaron hoy?
- Nada, estamos esperando el camión de la basura, a ver si trae algo bueno.
Menos de 10 minutos después llega la carga; una decena de personas se acerca a revisar la basura "nueva". Nada se desperdicia. Incluso, confiesa Asunción, quien espera algún día reunir lo suficiente para llegar a su pueblo potosino, que a veces encuentran pequeños "tesoros": relojes, pulseras, bolsas, que con un pequeño arreglo los venden y tienen mejor ganancia. "La basura de los ricos nos sirve a los pobres".
El chofer comenta que van tres veces al día, con los residuos de Vizcaíno y cinco comunidades de la zona, pero ese basurero que tiene 14 años cerrará pronto. "Los desechos serán enterrados", presume y señala detrás de unos arbustos, donde se ve a trabajadores con retroexcavadoras.
Ahí también llegan otros vehículos de los campos que -de forma clandestina-dejan sus desechos de verduras y frutas.
Es una mañana de septiembre y, paso a paso, se comprueba casi todo lo que dijo Julián por la noche, que en ese momento sonó a fantasía, pues el hombre --quien más que hablar arrastra las palabras-- confunde las fechas, los nombres, los hechos. "Llevo siete años aquí... No, son seis... Vivimos muchos... A veces pocos... Un señor nos ayuda... No nos juntamos nunca los que vivimos aquí, somos como enemigos... Toda la basura nos sirve, la que no vendemos la usamos para comer y prender fogatas para iluminar la noche, por el frío y para sacar el cobre".
Es el crepúsculo y en el horizonte se ven las primeras fogatas. El día se agota. Los habitantes del basurero esperan el amanecer con la ilusión de tener grandes hallazgos.
jram