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"Cuando muera me llevan una botella"

Justino Miranda | El Universal
Lunes 20 de enero de 2014

EN LUCHA. Los padres y hermano del sentenciado, en una conferencia de prensa que dieron a principios de este mes . (Foto: ARCHIVO EL UNIVERSAL )

En su pueblo recuerdan como "muy inquieto" al sentenciado a muerte en Texas

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CUERNAVACA

Casi al amanecer los tres amigos de infancia seguían sentados en un rincón de la plaza municipal Emilio Carranza de Miacatlán, situado al sur de Morelos. Durante la noche y parte de la madrugada aún continuaban la parranda.

El avanzado estado etílico de Jesús Martínez, La Churra, concitó la sugerencia de un pacto, más que de de amigos, de hermanos. Cada uno expuso un deseo para cuando llegara el momento de su muerte. Los muchachos no superaban los 18 años de edad.

La Churra pidió que en su funeral llevaran una banda de viento. Francisco Javier, El Chato, exigió que estuvieran presentes en el cortejo fúnebre y su sepultura.

El tercero de ellos, un joven moreno, de complexión delgada y siempre inquieto, rompió con el protocolo y exigió una botella de alcohol y una cajetilla de cigarros marca Alas.

“Miren, culeros, cuando yo me muera me llevan una botella y cigarros para seguir la fiesta”, exclamó Édgar Tamayo Arias, La Yegua, apodado así por su carácter inquieto detectado desde su instrucción primaria, cuya directora Delia Beltrán lo llegó a catalogar como “hiperactivo”.

El mote de La Yegua volvió a ser escuchado en Miacatlán después que las autoridades penitenciarias de Texas, Estados Unidos, lo colocaron en el pabellón de la muerte acusado de victimar a un policía de aquella entidad cuando lo llevaban detenido en el interior de un vehículo oficial.

Francisco Javier Cervantes, El Chato, acaso el mejor amigo de Edgar, recuerda esa madrugada cuando los tres “alegres compadres” pactaron su último deseo llegado el momento de la muerte.

Eran jóvenes, nada los detenía para visitar municipios aledaños en busca de bailes, jaripeos, novias y de paso compartir noches de parranda en la plaza pública. El Chato recuerda el gusto de su amigo La Yegua por los toros: le gustaba torear.

Sus recuerdos con La Yegua lo llevan hasta el kínder “Eva Sámano de López Mateos”, luego en la primaria “Vicente Guerrero” y después en la secundaria “Benemérito de las Américas”.

Su memoria atrapa su afición compartida por el baile que los llevó a ser conocidos como los mejores exponentes de danza en la primaria y secundaria. En su evocación considera su paso por el futbol llanero, aunque la popularidad se la ganaron por el baile. “Éramos novieros, casi, casi (Leonardo) Di Caprio. Teníamos muchas amigas. Una novia por aquí otra por allá. A Édgar le gustaba bailar cumbia”.

De pronto, el rostro de El Chato adquiere un matiz de angustia y suelta el llanto por el recuerdo de su amigo y la funesta desgracia que pende sobre él por la condena a muerte por inyección letal el proximo miércoles, 22 de enero.

Su dolor se debe, dice, a que no pudo despedirse de su amigo cuando aquel partió a Estados Unidos en calidad de indocumentado. Un accidente automovilístico lo postró en cama durante tres meses y lo dejó en estado de coma.

“Le mandé dos o tres cartas cuando estaba en prisión. Me contestó y me dijo que yo era su mejor amigo porque nadie de aquí se tomó la molestia de mandar una carta”, evoca.

Antes, mucho antes de su partida, El Chato y La Yegua hablaron de viajar a Estados Unidos, pero en ninguno había el proyecto de iniciar la aventura. La decisión de Édgar, recuerda El Chato, fue así nada mas, espontánea, de repente.

“Un día Édgar dijo algo así como que ‘me quiero ir a Estado Unidos’. Un amigo de la esquina de la calle le comenzó a meter la espinita y meses después se fue con mi hermano”, dice El Chato.

“Yegüita”

Era la hora del recreo, en el turno matutino, cuando el niño fue llevado a la dirección y ante la rectora Alma Delia Beltrán, enfrentó la acusación de sus compañeros. Una travesura durante el juego lo señalaba como el responsable y como sanción fue conducido con otro grupo de niños para colaborar en el periódico mural.

“Lo teníamos que hacer para mantenerlo ocupado porque era muy inquieto. Antes no había sicólogos en las escuelas, pero seguramente lo habrían diagnosticado como alumno hiperactivo”, asegura la maestra jubilada, cuya dirección en la escuela primaria “Vicente Guerrero” la tuvo desde 1970 hasta el 2008.

A Édgar también lo recuerda como elocuente declamador en grupo. El recuerdo conduce al llanto de la profesora, cuyo domicilio se ubica justo atrás de la calle Cuauhtémoc, donde Édgar jugó y corrió cuando niño.

“Aquí en el pueblo estamos muy tristes porque lo que esperamos es muy lamentable para la familia Tamayo Arias, y por supuesto para Édgar, que más de la mitad de su vida se la pasó encerrado y está a punto de irse y abandonar para siempre a su familia”, afirma la maestra.

Su paso por la secundaria también esta marcado por su afición al baile y sus bajas calificaciones en la materia de Español y Ciencias Naturales.

El viacrucis

La suerte de Édgar es seguida a todas horas por sus vecinos del centro de Miacatlán, un municipio cuya población se acerca a los 25 mil habitantes, según el censo de 2010. De esa cifra, 48%, aproximadamente, son hombres y el resto mujeres, aunque la demarcación registra la ausencia de varones porque la mayoría abandona su tierra para ir en busca del sueño americano.

Francisco, El Chato, juega su última carta. “A las autoridades de Estados Unidos les pido que revisen bien ese problema porque aquí tiene dos días que llegó un amigo de Coatlán del Río (municipio de Morelos) que concurrió en el incidente y dice que (a Édgar) lo llevaban esposado y el policía se detuvo en una caseta telefónica y dice que cuando iba subiendo le dispararon de afuera. El asegura que Édgar no fue. Les pido a las autoridades que revisen el caso”, dice.

Édgar cruzó la frontera hacia Estados Unidos cuando era adolescente luego de ver frustrada su aspiración por ingresar al Heroico Colegio Militar. Su familia es de origen humilde. Su madre Isabel y su padre Héctor Tamayo, profesor de carrera, son personas apreciadas en la comunidad.

El 31 de enero de 1994, cuando Édgar tenía 26 años, fue arrestado en estado de ebriedad, luego subido a una patrulla y cuando lo llevaban con otros detenidos a la cárcel de San Jacinto el policía Guy Gaddis se detuvo a hacer una llamada telefónica, pero al subir nuevamente a su unidad presuntamente fue ejecutado por Tamayo y luego la patrulla chocó.

El juicio contra Édgar fue considerado injusto porque al momento de su detención estaba ebrio, con las manos esposadas hacia la espalda y la parte trasera de la patrulla tenía una reja especial para evitar la fuga del detenido, pero, a pesar de las inconsistencias del caso y de que se violaron sus derechos como ciudadano extranjero, fue sentenciado a muerte.

Desde entonces fue asistido por una defensora de oficio y comenzó la lucha por demostrar su inocencia y por revocar la pena de muerte.



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