De la Torre Latino a estrella de cine
EN CINE. Recientemente fue interpretada por Ximena González Rubio en la película Cantinflas. (Foto: ARCHIVO EL UNIVERSAL )
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Era 1940. María Félix caminaba por la entonces avenida Niño Perdido, cerca de la Torre Latinoamericana, cuando un hombre se le acercó y la invitó a actuar en una película.
María, de 26 años, desconfió al principio pero cuando Fernando A. Palacios, que había sido cautivado por su belleza, le ofreció ser su representante, las cosas cambiaron.
Con ese cineasta sólo trabajaría una vez en 1944, cuando protagonizó La china poblana.
Pero para esa fecha Félix ya era una estrella.
Había tenido el rol protagónico de El peñón de las ánimas, al lado de Jorge Negrete, quien se convertiría en su esposo, y Doña Bárbara, de la que obtendría su sobrenombre.
“Había gente a la que ella no le caía bien; una vez alguien me dijo que cuando los personajes (en el filme) se caían al vacío, parecían muñecos y contesté: querían que la aventara a ella ¿verdad?”, contó en su momento Miguel Zacarías, director de El peñón de las ánimas.
María, que cumpliría mañana 100 años de vida (serán 12 de muerta) se distinguió por su carácter duro. Pero no siempre fue así.
De niña no podía dirigirle la palabra a su padre mientras estaban en la mesa; fue esposa de quien pudo sacarla de su casa y era un poco tartamuda, defecto que superó al decir sus parlamentos con énfasis en cada una de las sílabas, al tiempo que hacía grave la voz.
De incesto
En 1994 escribió en su autobiografía un pasaje dedicado a su hermano Pablo, enviado al Colegio Militar.
“Estaba tan guapo que me temblaron las piernas. Pensé en buscarme un muchacho como él, que tuviera su piel y sus ojos, pero que no fuera mi hermano. Era una tontería, porque el perfume del incesto no lo tiene otro amor”, señaló.
Y era alguien que podía decirle ateo al pintor mexicano Diego Rivera, para recibir como respuesta que éste había dejado de serlo por tener frente a sí a una diosa.
Si veía a un actor leyendo el guión en pleno set, le decía que ahí debía llegar ya preparado y luego le aventaba las hojas.
Pero no podía con todos. O al menos sabía con quiénes no.
En 1956, mientras filmaba La escondida, el director Roberto Gavaldón se enojó porque el vestuario de la actriz estaba demasiado limpio y casi nuevo, cuando su personaje era de campesina.
“Y ahí nos tienen a María y a mí, en las vías de tren, pegándole con una piedra sobre los rieles, ella sin decir nada”, recordó el vestuarista Adolfo Ramírez.
María llegó, en 1954, a participar en tres filmes para distintos países: México (El rapto y Camelia), Francia (French Can Can) e Italia (La bella Otero).
Y siempre por su belleza y fuerza ante la cámara. María sabía manejar perfectamente lo que se conoce como mejor ángulo.
Así lo narraba Armando Herrera, fotógrafo de la llamada Época de Oro del Cine Mexicano, en un libro confeccionado con diversas imágenes de actores.
“Esa luz no me va. Ese ángulo no es el mío”, repetía cada vez que Armando sugería una postura.
Así era “La Doña”.