"El cine y yo somos como un mal matrimonio", García Márquez
Sueño. El cine fue su pasión y quería ser guionista. (Foto: Reuters )
Tal vez la experiencia más frustrada que Gabriel García Márquez tuvo dentro del mundo del cine fue a sus 27 años, en Roma, como tercer asistente de dirección en una película titulada Lástima que sea un canalla, en la que actuaba Sofía Loren, una de sus actrices más admiradas.
Lo que nunca imaginó García Márquez es que en esa oportunidad no conocería a la actriz porque su trabajo consistió, durante todo un mes, en sostener una cuerda para que no pasaran los curiosos. Había llegado a Europa como corresponsal de El Espectador y quiso aprovechar su estancia en Roma para aproximarse a una de sus más sólidas pasiones: el cine. Quería conocer Cinecittá, a sus afamados directores. Al periódico tenía que enviar corresponsalías sobre la XVI Exposición de Arte Cinematográfico de Venecia, que a duras penas pudo escribir porque estuvo dos semanas viendo cine, día y noche. Aparte de buen crítico, su ejercicio en este arte se limitaba a su participación en la película La langosta azul, que había realizado con el Grupo de Barranquilla un año antes de su viaje a Europa.
En Roma, se matriculó en el Centro Experimental de Cinematografía con el apoyo de Fernando Birri, director argentino que más tarde dirigió una adaptación de Un señor muy viejo con unas alas enormes, y quien también fue su cómplice para realizar, 30 años después, el gran sueño de ambos: crear una escuela para enseñar, producir y promover el cine latinoamericano. Birri y García Márquez son los fundadores de la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños (en La Habana, Cuba).
Sin embargo, en el Centro Experimental en Roma, García Márquez sufrió una tremenda decepción al topetarse con un academicismo que lo alejaba de lo que pretendía conseguir a través del cine, convencido de que lo más importante era saber cómo se contaba una historia. Allí solo permaneció algunos meses, pero como había ido a Europa a buscar más cine que literatura, las últimas semanas se las pasó aprendiendo con la profesora de montaje todo sobre la edición, que venía a ser, según ella, la gramática del cine.
Cuando después se trasladó a París, e hizo El coronel no tiene quien le escriba, Gabo insistió en que esta novela no era literatura sino cine, porque en realidad él quería ser guionista. Y añadió: "La novela tiene una estructura completamente cinematográfica y su estilo narrativo es similar al del montaje cinematográfico; la novela se desarrolla con la descripción de los movimientos de los personajes como si los estuviera siguiendo con una cámara".
La idea de hacer cine le siguió dando vueltas obsesivas en su cabeza y con ese firme propósito se fue a México, en 1961. Durante los primeros años tuvo que dedicarse a trabajar en publicidad, de la mano de Álvaro Mutis, sin desistir de su idea de entrar al mundo de la creación cinematográfica. Finalmente, apareció Manuel Barbachano, productor de Luis Buñuel, con la propuesta para que trabajara el guion de El gallo de oro, basado en un cuento de Juan Rulfo, uno de los escritores más venerados por el nobel colombiano.
Aunque la película fue un fracaso (todos culparon al director), el guion tuvo muy buena acogida por su fidelidad a la obra de Rulfo; lo único que se le recriminó, inicialmente, fue que los diálogos estuvieran escritos en colombiano y no en mexicano, pero este atolladero sirvió para que iniciara una amistad indeleble con el escritor Carlos Fuentes, a quien se le había pedido su colaboración para mexicanizar el relato.
Por la misma época cedió los derechos cinematográficos de su cuento En este pueblo no hay ladrones, y el propio García Márquez participó como actor en la película, interpretando, muy brevemente, al taquillero de un cine. Esta producción contó además con un lujoso elenco de espontáneos: Luis Buñuel hizo de cura, Juan Rulfo y Carlos Monsivais hicieron de jugadores de dominó, y José Luis Cuevas interpretó a un joven en un billar.
Su siguiente trabajo fue un guion basado en una historia original suya que nació de un encuentro que tuvo con un matón que tejía un suéter. De esa imagen salió Tiempo de morir, que dirigió Arturo Ripstein cuando sólo tenía 21 años y ya se perfilaba como un gran realizador. La película, sin embargo, tuvo que disfrazarse de western para asegurarse un buen resultado comercial.
La buena recepción de este filme le permitió entrar de lleno en el negocio cinematográfico, con un sueldo fijo para escribir guiones. Así lo hizo durante algún tiempo, pero después de varios argumentos y muchos escritos empezó a hastiarse de la industria, a sentirse abatido por la presión comercial y a intuir que tal vez el cine no era el mejor medio para contar el universo que se gestaba en su imaginación de escritor.
Cansado de los caprichos y de las extravagancias de directores y productores quiso abandonar lo que tanto había buscado, a pesar de las advertencias de Carlos Fuentes: "Gabo, no se te olvide que esto que estamos haciendo en el cine es para financiar las novelas que queremos escribir. Recuerda que tienes que escribir tu gran novela".
Un día, mientras manejaba el Opel blanco con su familia, de paseo a Acapulco, vislumbró la historia que quería contar, su gran novela, la que le cambió la vida y conmocionó a los lectores del mundo: Cien años de soledad.
A partir de entonces, no solo entró por la puerta grande a la literatura universal, sino que se concilió nuevamente con el cine, esta vez, con la autoridad que le daban su genio y su prestigio, y a través de muchas historias suyas llevadas a la pantalla, de sus talleres en la escuela de Cuba, de historias bosquejadas para que otros las contaran en películas ajenas.
Una reconciliación que mantiene su buena dosis de resistencia, porque como el mismo García Márquez lo dice: "El cine y yo somos como un matrimonio mal llevado, no puedo vivir con él ni si él" .
*El escritor Jorge Franco es el autor de las novelas ‘Rosario Tijeras' y ‘Paraíso Travel'. Artículo publicado en ELTIEMPO el 19 de octubre de 2002
cvtp