Historias de secuestro en México
Samuel Granat Cosk denunció el secuestro a la policía, con la que
convino pagar el rescate de 20 mil pesos, como parte de un plan para
liberar a la niña y detener a la banda que. al parecer, tenía contactos
militares.
--¡Ahí está!--, señaló uno de los tres hombres que viajaban en el taxi
que tripulaba Eliseo Angulo Vázquez, quien dos meses después, atando
cabos, supo que se trataba de los secuestradores de Norma.
En la calle, Samuel Granat esperaba los contactos que cobrarían el
rescate. Era una acción de canje de vida por dinero, sin alternativa.
Desde un vehículo vigilaba la plana mayor del Servicio Secreto, que lideraba una red de captura excesiva.
Los secuestradores de Norma estaban en problemas, dieron tres vueltas en el taxi y confirmaron que les habían puesto una trampa.
--Total, lo subimos (a Samuel Granat al taxi) y le rajamos la madre--, propuso un criminal.
Guillermo Santaella Pineda, el jefe midió el riesgo, resolvió:
--Nos vamos, ¡hay mucha "chota"!
Antes, una de las vueltas en taxi se prolongó hasta las puertas del
Colegio Militar, en Popotla. Allí uno de los viajeros pidieron hablar
con un oficial ausente esa noche, al cual había ido a buscar, "el
capitán Santaella".
De acuerdo con el expediente 67 del Servicio Secreto del Archivo
Histórico del Distrito Federal (AHDF), la niña fue abandonada por sus
captores sin cobro alguno, a las puertas de un hotel, cuyo
administrador llamó al número telefónico de la residencia de la familia
Granat, que Norma proporcionó, dominada aún por una crisis nerviosa,
pero ilesa.
Dos años después, en 1952, el jefe de la banda, Guillermo Santaella
Pineda, "El Capitán Santaella", burló a la justicia con un amparo,
mientras la policía redondeaba la práctica de impunidad de entonces, al
detener a una persona sin culpa, José Mora Pedraza. Lo dejó libre sin
cargos.
Unos cuantos expedientes del fondo documental del Departamento del
Distrito Federal (DDF), tienen relación con secuestros, entre las
décadas de 1930 y 1960.
Los papeles consultados por este diario arrojan que en dicho
periodo, la alianza entre delincuentes y policías, a veces se altera,
cuando agentes del orden se vuelven cómplices activos, delinquen con
credencial y son protegidos, a su vez, por la corporación.
Esta mecánica la revela el expediente 18 del Servicio Secreto, sobre el
secuestro el 6 de octubre de 1934, del estadounidense Arnold Marburg,
quien tenía su oficina en República de Chile 13, en el Centro de la
ciudad.
La banda de Jorge Gamboa Chaguaceda secuestró a Marburg, lo obligó a
firmar cheques por 53 mil pesos. La madeja la desenredó un agente del
Servicio Secreto, Eusebio Izquierdo Pavón, quien cobró miles de pesos
de sus “gastos” al estadounidense.
El cónsul de Estados Unidos, Alexander Soloan, investigó el asunto y
descubrió que el secuestrador Jorge Gamboa había escapado de la cárcel,
que un año después “murió” en San Luis Potosí, y que paseaba en el
centro de la ciudad de México, en diciembre de 1935, protegido por el
agente Izquierdo con el apoyo, a su vez, de la jefatura del Servicio
Secreto.
La reconstrucción del plagio que denunció Marburg expone que fue
víctima de varias personas, entre ellas una mujer, Dolores Ibarra, que
actuó con el nombre de Laura Peralta, quien le iba a alquilar un
departamento. Ello lo llevó hasta los captores que simularon asaltar a
ambos, ella una “rica petrolera”, que firmó los papeles que le exigían
por su libertad, a fin de dar ánimos a la presa verdadera.
El secuestro ocurrió entre el 6 de octubre y el 3 de noviembre de 1934,
tiempo en el que el rehén fue escondido en una casa de Villa del
Carbón, Estado de México.
Felipe Carvajal, suegro de Gamboa, había sido empleado de Marburg,
durante varios años, y las investigaciones, a partir de él llegaron al
grupo culpable.
La coartada de Jorge Gamboa señalaba que él era un inventor, que había
entregado “fórmulas” y planos de su “electromotor” al extranjero,
quien tenía socios para industrializarlo fuera del país.
Lejos de demostrar sus capacidades tecnológicas, el mexicano se
escapó de la cárcel y se hizo socio del inspector que lo había
atrapado.
Para borrar su pasado recurrió al expediente de “morir”, vía un
rumor según el cual había fracasado en su misión, bajo contrato, de
asesinar al general Saturnino Cedillo.
Sin embargo, el gusto por la vida urbana de la ciudad de México, lo
hizo volver y ser visto por investigadores del consulado estadounidense.
Las décadas pasaron en la Ciudad de México, donde fueron pocos los
casos de secuestros que conoció la autoridad. El presidente Adolfo
López Mateos recibe algunos mensajes de auxilio por secuestro, de los
que no hay seguimiento en sus expedientes.
Después, en 1968, ocurre en la colonia Tacubaya, el secuestro de un
niño de dos años, Ramón Palafox Bonifaz, por parte de un grupo de
malvivientes, que exigieron diez mil pesos.
Ese caso fue boletinado a los estados de la república; fotografías del
niño fueron distribuidas por correo postal, y durante un año su familia
padeció el terror que ocasiona un plagio.
Un ratero, José Hernández Vázquez, que tenía su madriguera en una
pulquería de las avenidas Río Consulado y Ferrocarril Hidalgo, propuso
a un muchacho, Hugo Romero Martínez, “un negocito”.
Desde esa zona del norte de la ciudad de México, en dos autobúses de
pasajeros, ambos se trasladaron al jardín Mártires de Tacubaya, en el
poniente, y tras una distracción de la madre, raptaron al niño.
Regresaron como llegaron, en camión.
Al pequeño lo tuvieron encerrado en un cuartucho de la colonia Valle
Gómez, con tres personas que se conformaron con saber que “me encontré
al niño y me siguió”.
Por su complicidad en el rapto, Hugo, que era un mozalbete, recibió 50
pesos de José Hernández, “El Zurdo”, quien lo utilizó como mensajero y
cobrador del rescate.
En el Cine Variedades, en avenida Juárez, llegó la mamá de Ramón
Palafox Bonifaz, con un sobre con el dinero del rescate, el 14 de
agosto de 1969. El “negocito” estaba por concluir. Lo detuvo la
Policía y se desató la persecución de sus cómplices.
El autor intelectural era Reyes García Ortega, alias “Pablo”, un
malhechor “de los arrabales de Río Consulado”, como se asienta en el
expediente 120 del Servicio Secreto del Archivo Histórico del Distrito
Federal.
No resistió la presión y se lanzó al vacío del edificio donde lo interrogaban. Murió allí.
Entre
fines de agosto y septiembre, de 1969, fueron capturados Lorenza,
Eulalia y Pepino Politrón Cerón, quienes se habían hecho cargo del
niño, bajo engaños, sin tener parte en el “negocito”.
Fueron a la cárcel: No tenían la protección ni de policías ni delincuentes.





