Besó la tierra y México se le entregó
Era alto, fuerte. Estaba erguido. Y cuando apareció por la puerta del avión, sonreía. Abajo, en las tribunas instaladas en el Hangar de la SAHOP, la gente quedó silenciosa. Como que lo veían y no lo creían. Juan Pablo II levantó entonces los brazos, agitó la mano derecha y con ese gesto desató los aplausos, los gritos, las porras, las lágrimas. Era el 26 de enero de 1979. A las 13:03, el Papa estaba en lo alto de la escalerilla. Comenzaba a descender. Se iniciaba su peregrinar por el mundo. Tres mese s antes, había llegado a Roma como cardenal. Karol Wojtyla participó en el inesperado cónclave para elegir al sucesor del sorprevisamente fallecido Juan Pablo I. Y él, polaco, jefe de la Iglesia católica en un país de la órbita comunista, él fue el ungido. Juan Pablo II. El de la intensa devoción mariana. El fervoroso guadalupano. El que apenas bajaba del último escalón se inclinó, se arrodilló con movimientos tan rápidos que parecía haber caído. El que de manera insólita besaba el suelo mexicano y con ello conquistaba a millones de personas. Era alto, fuerte, erguido. Su mano recia estrechó la de José López Portillo, quien lo recibía sin protocolo, extraoficialmente, guardando las formas marcadas por el entonces vigente no-reconocimiento del Estado a las iglesias. Un encuentro en público. Ellos dos se encontrarían posteriormente en Los Pinos adonde el Pontífice acudió para oficiar privadísima misma en la que estuvo la mamá del entonces presidente de la República. Aquel 26 de enero. Se iniciaba el peregrinar del Papa por el mundo. Se producía ese impresionante fenómeno, la entrega manifestada en la porra: "El Papa, ¡ra, ra, ra!" que a él se le quedó grabada, o en el "¡Juan Pablo II te quiere todo el mundo!", y las multitudes, millones de personas a lo largo de calles, de la carretera a Puebla, en Oaxaca, en Guadalajara, en Monterrey. Era un hombre fuerte. De pie, al frente del camión descubierto, hacía los recorridos. Cargaba con facilidad a los niños que le acercaban. La voz era firme. Dormía poco. No dudó en salir al balcón en la nunciatura cuando le llevaron serenata. Juan Pablo II. El que se volvió a arrodillar para besar el piso a su entrada a la Catedral Metropolitana. El que no evitó la humedad en la mirada, el temblor en las palabras, al estar por fin ante la imagen de la Virgen de Guadalupe. Juan Pablo II. "¡México, siempre fiel!", proclamó en esa su primera visita. "¡Gracias México!", exclamó al despedirse. Era un hombre fuerte, erguido...





