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La muerte de Lazcano

Leonardo Curzio| El Universal
Miércoles 10 de octubre de 2012

La muerte de Heriberto Lazcano tiene un significado múltiple. Es, en primera instancia, un éxito postrero del gobierno de Calderón. Es probable que haya ocurrido por serendipia, pero en estos casos lo que cuenta es el resultado. Al gobierno de Coahuila le da una pausa en las tormentas recientes. Es un éxito más para la Armada de México, que sube a su expediente de servicio otro señor del narco abatido y en los hechos logra cobrarse varias facturas pendientes de agravios en Veracruz. Es, finalmente, un balón de oxígeno para la moral de las fuerzas de seguridad. Lazcano era la encarnación del traidor. Un hombre que ingresó al Ejército Mexicano y, sin importar el más elemental código del honor, traicionó su uniforme y a su país convirtiéndose en uno de los criminales más sanguinarios de toda la historia. Su muerte puede interpretarse como una reivindicación tardía del honor de las Fuerzas Armadas que, seguramente, será usada para fortalecer la moral de la tropa y como elemento icónico del fin que les espera a los traidores que recibieron adiestramiento y después lo usaron en contra de sus antiguos mandos.

Lazcano, además, es responsable, junto con otros desertores, de haber desarrollado un nuevo modelo criminal basado en el control territorial. A diferencia de los narcos tradicionales asentados en Sinaloa, que se “contentaban” con desarrollar sus negocios criminales aceitando al poder para que viese al otro lado, Los Zetas profundizaron una lógica de control territorial que de manera natural llevaba a disputarle al Estado su control sobre el territorio y por tanto, modificaron la lógica tradicional de corromper a los funcionarios por una de sometimiento a través de la intimidación.

Con la muerte de Lazcano, es probable que se debilite la estructura de Los Zetas, ya que la legendaria audacia y proverbial crueldad del personaje le habían dado un liderazgo en la organización criminal. Ahora toca al Estado cubrir el espacio que Lazcano deja para evitar que ramifiquen nuevos liderazgos capaces de reclutar a más sicarios y desertores de las Fuerzas Armadas y policías del país. Ya hemos comprobado en el pasado (y en otras regiones) que el descabezamiento de un líder no implica la desaparición de la cultura organizacional de las bandas criminales. En otras palabras, muerto el perro no se va con él la rabia. Hay que erradicarla.

Otro aspecto interesante del personaje es su religiosidad. No deja de ser profundamente paradójico que un matón a sangre fría destinara parte de sus ganancias a la iglesia e incluso pidiera que su nombre figurara en una placa como benefactor. El asesino desalmado había mandado edificar (en su estado natal) una tumba más propia de un santo varón temeroso de Dios y respetuoso de la cruz que un asesino serial y un traidor a su patria. En fin, queda eso para el anecdotario nacional. Sigue El Chapo.



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