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Café y educación, la prioridad de peruanos

Milza Hinostroza Enviada| El Universal
Sábado 27 de diciembre de 2008
Asumen pequeños productores gastos de maestros e infraestructura

JUNÍN, Perú.— “Sin café, no hay futuro”, dicen productores cafetaleros de la Selva Alta, en la central región peruana de Junín, que promueven y gestionan escuelas cerca de sus fincas, para que sus hijos no dejen de estudiar.

La producción de café ganó gran impacto social en Perú en los últimos años: es el principal producto agrícola de exportación, el sustento de más de 160 mil familias de las zonas cafetaleras de la Selva Alta, y fuente de empleo para otros 2 millones de personas que participan en la cadena productiva.

 

El 95% del café peruano se vende al exterior. En 2007, las ventas sumaron unos 415 millones de dólares y, según proyecciones de la Junta Nacional del Café, principal gremio de pequeños productores, este año llegarían a 600 millones de dólares, 10 veces más que los montos de 1993.

Los principales gestores son pequeños caficultores de predios de unas cinco hectáreas cultivadas con mano de obra familiar. Su gran esfuerzo llevó a este país al primer lugar mundial en la producción de café orgánico, sin fertilizantes ni plaguicidas químicos.

Pero no todo lo que brilla es oro en el sector cafetalero. El boom atrae a más familias y complica el ya difícil acceso de niños y jóvenes a la educación en las zonas cafeteras de 10 departamentos peruanos, por falta de medios de transporte y carreteras o simplemente porque no hay escuelas ni materiales.

 

“Mi finca está en el anexo de San Pablo de Quimotari, en el distrito de Pangoa”, dice a Tierramérica la joven Norma Huaringa, hija de productores cafetaleros de la provincia de Satipo, en Junín. “Ahí estudié la primaria, pero todos los días tenía que caminar media hora desde mi casa hasta mi escuelita”

La historia es solo una pincelada del cuadro en las provincias de Chanchamayo y Satipo. A veces las caminatas duran más de una hora, en trochas (veredas) abiertas en la espesura de la selva, donde los menores exponen a peligros tan diversos como la mordedura de serpientes, el abuso sexual o, simplemente, un traspié a orillas de un río.

“Los niños viven en la chacra y asisten a escuelas que se encuentran a veces a más de un kilómetro, pero cuando llega la edad del colegio los traen al pueblo y ahí hay otros problemas”, comenta la gerenta de la Cooperativa Cafetalera Pangoa, Esperanza Dionisio.

En la Selva Central están 33% de las instituciones educativas de Junín: casi mil 300, entre públicas y privadas, que abarcan enseñanza inicial, primaria, secundaria y superior, según la Dirección Regional de Educación; 95% de las escuelas están en zonas rurales, afirma el profesor Jaime Soriano.

“En 2006 se crearon más de 74 instituciones educativas en los diferentes niveles. A pesar de esto, hay necesidad porque los problemas sociales de los 80 hicieron que la gente se fuera de esta zona, y ahora retornan con sus familias”.

El ministro de Educación, José Antonio Chang, anunció en octubre un aumento para el año próximo de 4.3% del presupuesto educativo de 2008. Pero éste apenas supera 3% del producto interno bruto y no cumple con el aumento progresivo establecido en la Ley General de Educación.

 

En la comunidad nativa yánesha de Alto Yurinaki, parte de la provincia de Chanchamayo, la escuela cuenta con 28 alumnos, agrupados en dos salones de clase, cada uno con una maestra.

“Este año el Estado nos ha dado pocos libros y no los he recogido porque los trámites son muy costosos”, cuenta la profesora Nancy Medina.

Hay otro motivo para la mala educación en zonas cafetaleras. La canasta familiar de los comuneros nativos, y de casi toda la población rural, está basada en productos de subsistencia, como plátanos, yuca, pituca y maíz. Pocos pueden acceder a una dieta de carne y leche todos los días.

Como respuesta, los cafetaleros emprendieron la tarea de promover la educación de sus hijos. En los Centros Educativos de Gestión Comunal, son los padres los que pagan los salarios de los maestros y ciertos gastos de infraestructura, a veces con apoyo de autoridades locales, mientras el Estado se ocupa de designar al personal, validar la escuela y entregar algunos materiales.

 

“El rol de los padres es abnegado”, porque “se preocupan por el mobiliario y estructura de las escuelas y asumen el gasto pese a sus pocos recursos”, dice Soriano.

 

La Cooperativa Agraria Ecológica Alto Palomar, en San Luis de Shuaro, Chanchamayo, instaló hace casi cuatro años un centro diurno de educación infantil gestionado por los pequeños caficultores y con apoyo de la cooperación internacional.

 

Aquí, niñas y niños de entre tres y cinco años reciben formación, recreación y alimentación de lunes a viernes, mientras las madres pueden trabajar en sus fincas, sean o no socias de la cooperativa. Las aulas están muy cerca de la entidad, enclavada en la zona de cultivo del grano aromático.

 

“La cooperativa busca optimizar la calidad y producción de café, pero también calidad humana de sus socios”, dice la presidenta de la cooperativa, Marta Janampa. Se busca que “las demás organizaciones cafetaleras repliquen la experiencia”, apunta el asesor de la cooperativa, Félix Marín.

Pero hay que comprometer a las autoridades, “porque muchas cooperativas cafetaleras y productores están cumpliendo el papel que debería tener el gobierno”, advierte.

En Satipo funcionan 66 escuelas de gestión comunal, 46, en territorios indígenas.

 

 

 



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