Se dividen el paraíso de la langosta
alejandro.suverza@eluniversal.com.mx PUNTA ALLEN, QR. Las aguas del río y el mar se meten. A lo lejos se miran cientos de nubes que se aprietan en un horizonte gris. Los veleros están cerca. Son las señales que sólo ellos pueden identificar cuando se aproxima el mal tiempo sin necesidad de ver las noticias, pero aun así, reconocen su territorio dentro del Caribe porque se dividieron el manto marino como si se tratara de un pedazo de tierra. Lo parcelaron. Cientos de kilómetros de mar quedaron divididos en 170 terrenos, que trabajan 80 pescadores. La Esperanza Caribeña, la lancha de Carmelo Sánchez, prosigue mar adentro porque aquí, como en las ciudades, hay puntos de referencia que indican dónde hay que trabajar. Un manchón de piedras, tramos de agua azul profundo, una reventazón de olas, y ahí donde está flotando un pedazo de nieve seca como aquí le llaman al unicel está la trampa langostera. Allí es donde él tiene que bajar más de 12 metros de profundidad por más de minuto y medio, ayudado sólo por un par de aletas, un visor y un snorkel. Carmelo es integrante de la Cooperativa de Pescadores de Vigía Chico que cada temporada extrae por lo menos 180 toneladas de la que llaman cucaracha de mar, que este año cumple 40 años de existencia. Y los antiguos como Don Antonio y Don Jesús Flores recuerdan que fueron los cubanos quienes les enseñaron a pescar; antes fueron chicleros y copreros. Hoy, Punta Allen que está en una punta donde acaba México, a cuatro horas al sur de Cancún se ha convertido en el paraíso de la langosta y su cooperativa, que presume una concesión hasta 2014, es un ejemplo a seguir. Se trata de un grupo organizado que tuvo que poner reglas para poder subsistir. Se dividieron el mar, para que cada uno de los socios invirtiera y cuidara su lugar. Pusieron un límite de cupo de los cooperativistas y una cuota por temporada de 25 mil pesos. Y sólo pueden entrar los hijos y sus hijos, que apenas comienzan a crecer. Lo que quisimos hacer es que sirviera a la gente de la comunidad, dice el pescador Juan Manuel Kaamal, quien afirma que antes cualquiera venía, pescaba y no pagaba. Tenemos que cuidar el límite porque nuestros hijos cuando crezcan no van a poder entrar, dice Juan Ramírez, otro pescador. Cada socio tiene entre 200 y 500 trampas y a cada una de éstas le caben por lo menos 50 o 60 animales. Es quizás el campo pesquero de langosta más grande del país. Antes vendieron a chinos y taiwaneses. Se sacudieron a la pesquera transnacional Ocean Garden, que les daba anticipos y al final de la pesca les hacía las cuentas. Además de que les pagaba según la medida de la langosta. Hoy le venden a estadounidenses y a la Ocean Líder, dice María de Lourdes Cruz, secretaría de la sociedad cooperativa. Pero en los negocios supieron colocar sus condiciones. Le venden al mejor postor y por kilo, sin importar el tamaño. En julio, cuando inicia la temporada, trabajan desde la cinco de la mañana. Por las tardes hacen fila para entregar el producto en la cooperativa, vivo o muerto. Llaman vivo a la langosta completa y muerto cuando sólo entregan la cola. Un kilo de langosta entera y viva cuesta 170 pesos. Un kilo de colas, 470 pesos. Cuando la pesca es buena un solo pescador puede ganar hasta 5 mil pesos por día. Pero es difícil cuidar el producto cuando se encuentran en una zona de huracanes y Punta Allen es un pueblo que se rige por el tiempo. En 1988, Gilberto, el huracán, endeudó a la cooperativa. Por eso hoy los pescadores cuidan su tesoro, y regresan al mar la langosta que tiene hueva o semen y también las que no tienen la medida reglamentaria, según autoridades de pesca es 13.5 centímetros de largo. Punta Allen está dentro de la reserva de Sian Kaan y tiene 560 habitantes, entre cooperativistas, sus esposas e hijos. La cooperativa actualmente contó 16 mil trampas, una estructura de concreto de no más de 10 centímetros de alto y dos metros por lado que colocan en el fondo del mar. No son trampas, son sombras y las langostas buscan la sombra, dice la secretaría de la cooperativa. Lo agarran de refugio para el mal tiempo, o para cubrirse del sol, dice su hijo Alejandro. Son tres generaciones, los abuelos que llegaron en los años 70 cuando la langosta asomaba sus antenas en las rocas. Había miles, las podías agarrar, dice el tabasqueño Simón Pedro Alberto Sánchez. Todo se iba por avioneta, dos viajes con 300 kilos cada día. Hasta que se cayó una avioneta porque se le salió el motor, desde entonces todo se hace por tierra, dice Jesús Torres Rebolledo, un anciano de 78 años que desenvuelve un periódico y luego muestra un reconocimiento como fundador entregado por un ex gobernador. Hombres que reciben como herencia ser cooperativistas, que pueden aguantar casi dos minutos debajo del agua a seis y más de 15 metros de profundidad. Jóvenes langosteros que ya utilizan la tecnología para trabajar con más eficacia. Trajes squalo de buzo. Aparatos GPS para localizar las trampas. Lanchas que llevan un vivero incluido un espacio de cámara por donde se mete el agua del mar y las mantienen con vida. Antes las dejabas en la lancha hasta una hora y cuando las ibas a limpiar ya estaban muertas, la carne ya estaba negra. En cambio, aquí las puedes meter vivas, dice Jorge Alejandro Velázquez, hijo de pescador que tiene 34 años de edad y 20 de sacar langostas. La historia de otros hombres sobre una lancha es la de niños sacando langosta del Caribe. De jóvenes que estudiaron la prepa o parte de una carrera universitaria en Mérida y luego regresaron. No me gustó la escuela, acabé la prepa en Mérida y me vine para acá, dijo Juan Ramírez, quien apenas lleva tres años de cooperativista. No más era gasto, trunqué la carrera y me vine para acá porque se gana bien, dijo Gamaliel Mendoza, quien regresó desde hace ocho años. En la Esperanza del Caribe, Carmelo toma aire, se encoge, luego se desdobla hacia el fondo marino. Saca una, dos, tres langostas, mientras su nieto, al que llaman El Grillo, le da ánimos: Muy bien, abuelo.





