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La nueva élite que goza en México; su séquito, sus joyas, su presencia...

El Universal
Miércoles 03 de diciembre de 2014

Con permiso del autor, ofrecemos un extracto del capítulo “Ostentación” de su más reciente libro.

«Mi hija mayor me pidió un bolso Louis Vuitton, que vale catorce mil pesos, y no tengo cómo pagarlo», le confiesa Carlota a una amiga. Quedó a cargo de sus hijas cuando descubrió que su marido, un tarambana, llevó durante varios años una doble vida. Su personalidad descosida lo condujo a procrear descendencia con dos mujeres distintas al mismo tiempo; por eso Carlota lo corrió de la casa y al hacerlo tuvo que improvisarse como jefa de familia. A partir de ese momento sus dos hijas la tuvieron sólo a ella para responder por su alimentación, la escuela y un tren de vida elevado que antes del desgraciado descubrimiento financiaba el bígamo proveedor. Carlota tuvo que salir a trabajar por primera vez, se improvisó en varios oficios hasta que logró estabilizar un ingreso mensual de veinte mil pesos. ¿Cómo pagar un bolso Louis Vuitton, cuyo valor representaba dos tercios de lo que ganaba al mes?

Pero la niña insistió. Consciente de que el valor de los objetos va más allá de lo evidente. Sin haber tomado lecciones de semiótica intuyó que los artículos de lujo tienen más de un significado. Si quería continuar perteneciendo al mismo círculo social en el que sus padres la inscribieron durante la infancia, ese bolso le ayudaría a aparentar ante sus amigas que nada había cambiado.

Una o dos generaciones atrás, para la hija de Carlota la separación de sus padres habría implicado una tragedia; por fortuna, la sociedad mexicana ha evolucionado y ser hija de personas divorciadas ya no impone un estigma grave.

Pero entre la clase alta aquel prejuicio evolucionó para dar nacimiento a otro igual de injusto: si el divorcio trae aparejada una pérdida en el ingreso, y por tanto un cambio en el nivel de gasto, la comunidad a la que pertenecen los afectados comienza a rechazarlos o, en el mejor de los casos, a tratarlos con condescendencia.

Aquel bolso podía por tanto significar una muralla para protegerse frente al eventual maltrato de sus amigas. Una fachada falsa si se quiere, como los decorados utilizados para filmar películas del oeste, con el objeto de simular «normalidad».

La tarjeta de crédito de Carlota terminó resolviendo el problema gracias a un plan de pagos a doce mensualidades sin intereses: así fue como ese accesorio de catorce mil pesos pasó a formar parte del activo familiar. Justo por esas fechas la chica fue invitada a una fiesta en la residencia de Los Pinos, donde vive el Presidente de la República y su familia; la hija de la primera dama organizó una celebración donde ese afortunado artículo de lujo fue estrenado como pasaporte para cruzar fronteras.

Es cosa común que, para cuidar el prestigio, los aventajados de una sociedad necesiten ratificar con su consumo la pertenencia al grupo. El gasto ostentoso sirve para este propósito: su utilidad es confirmar el lugar que se ocupa en la parte más elevada de la pirámide. Le entrega énfasis a la vida propia ante quienes son considerados como iguales o superiores en la escalera social, pero sobre todo frente a los que se hallan colocados escalones más abajo.

La ley del despilfarro ostentoso, como en 1899 la llamó el economista escandinavo Thorstein Veblen, sirve para explicar por qué ciertos personajes enloquecen en su carrera por pertenecer a las altas esferas. Vale aquí decir que en la búsqueda angustiosa por ser considerados, son incapaces de ponerle un alto a su consumo, tanto más si el dinero que poseen no representa un problema en esa agotadora competencia.

El despilfarro ostentoso predomina entre aquellos que suben a prisa la escalera y también entre quienes la descienden de manera precipitada. A esos dos grupos podría añadirse un tercero, el de quienes tienen fobia de ser confundidos con el resto de la sociedad en la que nacieron, y un cuarto: el de los imitadores de los grupos anteriores. El despilfarro ostentoso de los mirreyes mexicanos suele responder a una de estas cuatro causas.

Cuando irrumpen en el espacio público, su presencia no sabe pasar desapercibida. Son síntomas de su ostentación los automóviles grandes afuera del restaurante, los choferes y guardias de seguridad, las cantidades extraordinarias de alcohol, los cuerpos esculturales de las mujeres, las charlas gritonas con que se comunican y el desprecio con que tratan al resto de los mortales.

En el lenguaje de los mirreyes el desafío es ser cool y no zombi, adecuado y no extraño, libre y no esclavo, estar in y no out. Si los zombis son todos idénticos, las personas cool no deben serlo, aunque paradójicamente en su intento por diferenciarse terminan todos vistiendo ropa de la misma marca, viajando a los mismos destinos, frecuentando los mismos antros, siendo fotografiados en las mismas revistas de sociales.

¿Quién dijo que la carrera era sencilla? El dilema de los mirreyes radica en que deben parecer cool, y al mismo tiempo no es infinito el universo de objetos —joyas, vehículos, vestimenta, gadgets— por medio de los cuales son reconocidos por su círculo social.

Al mirrey siempre le faltará cuerpo para ostentar su despilfarro. So pena de hacer el ridículo, no puede usar más de un reloj (bueno, dos) ni portar más de una cartera, ni hacerse seguir por un séquito que sume más de dos o tres carros de guaruras, así que requiere agregar a su existencia otros sujetos sobre los cuales exhibir su riqueza. Entonces gasta por procuración: la esposa, los hijos y la servidumbre son útiles para satisfacer este ánimo. En efecto, la necesidad del mirrey de mostrar su poder económico beneficia a su séquito: las joyas para la mujer, el Maserati para el hijo, los trajes de tela fina para los guardias personales o el uniforme para la trabajadora del hogar son expresiones del gasto por procuración.

El gasto que se hace por cuenta propia o por procuración es un potente marcador social; por tanto, su exhibición es clave si se quiere tomar distancia contra el resto de la humanidad. Este capítulo está dedicado a explorar algunas formas de la ostentación; o parafraseando a la socióloga mexicana Gina Zabludovsky, los modos que caracterizan y reproducen la dinámica de las relaciones del poder económico en el Mirreynato mexicano.



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