La racionalización de ese ejercicio
No es gratuito que precisamente en el momento en que ambas cámaras del Congreso de la Unión resienten la influencia de los grandes grupos empresariales, la Cámara de Diputados apruebe una reforma de su reglamento para dar un nuevo paso hacia adelante en la redefinición de las relaciones entre la representación política y los poderes privados a través de la regulación del cabildeo profesional.
Transparentar el cabildeo profesional es una exigencia de primer orden en cualquier régimen democrático asentado en la transparencia y la rendición de cuentas. Más, si se advierte la creciente influencia que los intereses privados tienen dentro de la esfera de lo público. Es igual, una derivación de todo Estado de derecho que impone que cualquier interacción entre el Estado y la sociedad se ajuste a un conducto de reglas preestablecidas que determinen con certidumbre lo que cada uno de los polos de la relación puede realizar.
El primer ejercicio serio de racionalización del ejercicio del cabildeo se produjo con la entrada en vigor del nuevo reglamento de la Cámara de Diputados en 2011. En un apartado del mismo se definió al cabildeo, se identificó a quienes llevan a cabo esta actividad, se sujetó su ejercicio a una inscripción previa, se estipuló un régimen de transparencia de la labor, se impusieron prohibiciones específicas a los legisladores y se determinó la posibilidad de cancelación del registro respectivo. En total, en seis preceptos se intentó encarrilar el modo en que los poderes fácticos pueden ejercer lícitamente su influencia sobre la representación institucional.
Evidentemente esta cobertura jurídica no fue suficiente. Los intereses de las grandes corporaciones nacionales e internacionales son de tal magnitud que se miden en miles de millones de dólares; por ello, no es de extrañar que su capacidad de influencia discurra por los exiguos cauces institucionales, pero que manifieste la totalidad de su influjo en las formas y modalidades en las que siempre se ha materializado: en libertad.
La reforma aprobada ayer por unanimidad, dato que no es menor, representa un paso más frente a la ardua, sinuosa e inacabada exigencia de someter lo privado a la esfera de lo público. El ajuste intenta acotar el tráfico de influencias, circunstancia frecuente en la política mexicana, impidiendo que quienes ejercen la función pública puedan realizar cabildeo; ahonda también en las prohibiciones para que los legisladores reciban cualquier tipo de “dádiva” como consecuencia del cabildeo, y prohíbe que sus familiares, dentro del cuarto grado, puedan realizar esta actividad al interior de la Cámara.
Asimismo, se equipara a la figura del cabildero a toda aquella persona que se presente en la Cámara como representante de una institución privada o social y estatuye una limitación al número de cabilderos acreditados en cada Comisión y aquellos que cada agencia de cabildeo puede acreditar en ellas, para no convulsionar el adecuado funcionamiento de las mismas.
El problema de esta importante reforma reside en que la eficacia de sus nuevos contenidos se somete al régimen de responsabilidades administrativas y penales existentes, y que desde el ángulo que se vea se muestra arcaico y sin posibilidades efectivas de exigir cuentas a la representación nacional y de imponer sanciones a los infractores.
Hay que decirlo, en México resulta tan difícil racionalizar el ejercicio de los poderes fácticos, como exigir responsabilidades efectivas a los poderes institucionalizados. De ahí que la reforma sea un paso hacia adelante, o para ser más puntuales, un pequeño paso en el sentido correcto.
@AstudilloCesar
Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM