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Aristóteles coleccionista de amantes

El Universal
Domingo 12 de septiembre de 2004
Millonario, culto e interesante, tuvo muchos amoríos, pero sólo tres mujeres marcaron su vida y le ayudaron a pasar a la historia: Tina Livanos, madre de sus hijos; la diva María Callas y Jackie O, viuda de JFK

El padre de Aristóteles Onassis fue Sócrates Onassoglou (el apellido Onassis fue una posterior simplificación americana), era un comerciante rico, y proporcionó al único hijo varón una educación de lujo: idiomas, cálculo y modales. Su madre, Penélope Dologlou, murió en 1912, cuando Aristóteles tenía ocho años. Ese hecho influyó probablemente en su personalidad y en su relación con las mujeres.

En cualquier caso, cuando la historia se abatió sobre la familia, el 9 de septiembre de 1922, Aristóteles disponía ya de los dos talentos que configuraron su vida. Uno, sabía tasar con exactitud a las personas y las cosas. Dos, los vuelcos de la historia no le abrumaban; al contrario, le gustaba nadar sobre esas olas. Ese 9 de septiembre, las tropas turcas entraron en Esmirna para acabar con todo. Las mujeres de la familia lograron huir como refugiadas. El padre, Sócrates, fue detenido y condenado a muerte. Aristóteles, pequeño e imberbe, se hizo pasar por adolescente y en unas pocas jornadas se adueñó de la situación: compraba whisky en los buques de guerra estadounidenses atracados frente al puerto y lo vendía a los diplomáticos y a los oficiales turcos. Liquidó las posesiones paternas y escapó en el Edsall, un barco americano, disfrazado de marinero.

En los años siguientes siguió al pie de la letra el manual del perfecto emprendedor. Emigró a Buenos Aires, importó tabaco griego y turco y compró sus primeros barcos, auténticos ataúdes flotantes, chatarra de desguace que, sin embargo, se movía por rutas poco transitadas y aprovechaba cualquier negocio.



La II Guerra Mundial

Cuando estalló la II Guerra Mundial ya tenía petroleros y la fortuna le sonrió dos veces: una parte de sus barcos pudo seguir navegando libremente, porque enarbolaba una bandera neutral, la argentina; otras naves, retenidas durante todo el conflicto en los puertos neutrales escandinavos, quedaron intactas y a punto para aprovechar el "boom" del comercio posbélico desde el mismo día en que Alemania capituló.

En 1945, Aristóteles Onassis era inmensamente rico. Tenía ya 41 años. Y seguía soltero. Su comportamiento con las mujeres mostraba síntomas de bulimia: las cubría de regalos, las seducía, las poseía y no sabía qué más hacer con ellas. Tuvo entre los brazos a las reinas de Hollywood, a Veronica Lake, a Gloria Swanson, a Greta Garbo (incluso), sin que su sentido de la propia importancia le permitiera considerarlas algo más que entretenimientos. Lo importante era su carrera. Tenía mucho dinero, pero le faltaba prestigio.

En su mundo de entonces, el de los navieros griegos, el monarca se llamaba Stavros Livanos. Lo lógico, por tanto, era casarse con la hija del rey. Aunque sólo tuviera 15 años. Costó convencer al viejo Stavros (sólo un poco mayor que él), pero el 28 de diciembre de 1946, en cuanto Athina, Tina, cumplió los 16, se celebró el matrimonio en la catedral ortodoxa de Nueva York, seguido de cena y fiesta en el hotel Plaza.

Tina le gustaba mucho: joven, menuda, bellísima, educada para reinar en la alta sociedad. Pronto tuvieron dos hijos, al estilo griego: un primogénito varón, Alexander, el heredero, adorado por todos, guapo y simpático, y una niña, Christina, recibida con cierto desinterés.



10 mil dólares por una noche

El matrimonio, la familiay el prestigio de Onassis iban bien, pero había otras cosas, otro tipo de mujeres. En 1947, en Italia, Onassis pasó una noche con su primera "mujer-mito", Eva Perón.

Pagó 10 mil dólares, en concepto de donativo a descamisados y demás menesterosos, por un revolcón y una tortilla de patatas cocinada por las mismísimas manos de Evita. Eva Perón era entonces una diosa en Argentina. Y Aristóteles Onassis viajaba con pasaporte argentino.

Onassis poseía un inmenso atractivo. Habría sido un gran seductor incluso sin dinero, aunque, obviamente, los diamantes ayudaban. Era culto y políglota, divertido, de trato sencillo, sabía escuchar y carecía de mezquindad. Por encima de todo, cuando estaba con una mujer, sólo existía esa mujer.

El sexo, para él, formaba parte del rito, nada más. Le gustaba pregonar supuestas proezas amatorias, muy exageradas. Tina, su esposa, contaba una historia distinta. En cuanto pudo se buscó un amante joven, el playboy Reinaldo Herrera (más tarde, marido de la diseñadora Carolina Herrera), y no dejó pasar la oportunidad de algún lance con el semental más célebre de la época, el dominicano Porfirio Rubirosa. Onassis toleraba con deportividad esas infidelidades, mientras él seguía con las suyas. A Tina sólo le exigía la mayor discreción.



El crucero del amor

Ese equilibrio se mantuvo hasta 1959. Hasta el crucero de placer más célebre de todos los tiempos. Hay que hacer un esfuerzo para concebir el impacto de ese viaje en la imaginación popular. Todo fue desmesurado, asombroso. Por primera vez, la prensa rosa y los periódicos más sesudos se arrojaron sobre la misma historia. El punto de partida, Montecarlo.

Onassis era el rey de Mónaco, para mal del pobre Raniero. Poseía la mayoría de las acciones de la Société des Bains de Mer, el holding que aglutinaba el casino, los principales hoteles y la actividad inmobiliaria, y había ubicado en Montecarlo su propio holding de navieras, líneas aéreas, petróleo (transportaba 10 por ciento de la producción de Arabia Saudí), importación, exportación y un poco de piratería.

Grace Kelly y Raniero se habían casado dos años antes y Mónaco vivía días de gloria. Era un paraíso, falso pero rentable. La nave, el Christina, el mayor yate del planeta. Más de 100 metros, 42 tripulantes, piscina convertible en pista de baile gracias a una plataforma hidráulica (a Onassis le gustaba subir y bajar sobre ella), un greco (quizá no del todo auténtico), grifos de oro, hidroavión. "El colmo de la opulencia", en palabras del rey Faruk de Egipto, un tipo entendido en derroches y en gustos extremados.

Se trataba de una vieja fragata canadiense reconvertida en palacio por César Pinnau, el mismo arquitecto que diseñó la mansiónrefugio de Adolfo Hitler en Berchtesgaden. La adición de una tercera cubierta había hecho inestable el barco, una coctelera en cuanto el mar se agitaba un poco, y lento. Cuestiones secundarias.

Los taburetes del bar estaban tapizados con piel de prepucio de ballena. Onassis repetía una y otra vez la misma broma a sus invitadas: "Señora, se sienta usted sobre el pene más grande del mundo".

Los invitados de honor: Lady Churchill y sir Winston Churchill, el estadista más respetado, el dios del pasado, el gigante del siglo XX, convertido, a los 85 años, en estatua de sí mismo. Para lo bueno y para lo malo: sufría incontinencia, y en el Christina había dos personas, pagadas a precio de director general, que se ocupaban de lavarle la ropa interior cinco veces al día. Y María Callas y esposo, Giovanni Battista Meneghini.

Quienes nacieron a partir de los 60 difícilmente pueden hacerse una idea de lo que significaba María Callas, nacida Maria Anna Kalogeropoulos el 2 de diciembre de 1923, en Nueva York. Llevaba dentro de sí todas las historias y todas las fábulas: el amor al padre ausente y el odio a la madre cruel y manipuladora (Electra), los celos hacia la hermosa hermana mayor (Cenicienta), el don de una voz divina y el matrimonio con un hombre mayor que la introdujo en los altos niveles operísticos (Pigmalión); la transformación, en 1954, de soprano gorda en prima donna esbelta y magnética (el patito feo). Había perdido 50 kilos y se había convertido en cisne gracias a una tenia, un parásito intestinal quizá ingerido voluntariamente. Pequeñas miserias íntimas. Quien la veía sobre un escenario, y eso es lo importante, no la olvidaba. Había voces más regulares, más trabajadas, en ocasiones fallaba. ¿Y qué? No existía una pasión como la suya. Su fama era portentosa. Era la diosa del presente.

El crucero por el Mediterráneo contaba, adicionalmente, con la amenidad de los visitantes ocasionales. En cada escala acudían al Christina primeros ministros, embajadores, sátrapas, generales. Del elenco de figurantes formaron parte don Juan de Borbón y su hijo Juan Carlos, invitados a una de las cenas griegas. Onassis y la Callas tenían que enamorarse, casi por imperativo histórico. Eran los dos griegos más célebres del siglo. Eran culturalmente afines. Y se sentían dioses. Los cabeceos del Christina les ayudaron a estar solos, porque, a diferencia del resto del pasaje, disfrutaban de inmunidad al mareo.

A Tina le importaban poco los flirteos de su marido, y el pobre señor Meneghini, al que sí le importaban los flirteos de su esposa, se pasaba la vida vomitando en el camarote. La presencia mayestática de sir Winston Churchill impedía que María y su Aristo (el público le llamaba Ari) expresaran de forma física sus sentimientos, aunque, antes de que concluyera el viaje, lograron hacer el amor por primera vez, ocultos en una lancha. Al regresar a Montecarlo, la suerte estaba echada.



La pasión de la Callas

Finalmente, Tina se fue con los niños y María Callas envió a Meneghini a Milán y se marchó a París para reencontrarse con Aristóteles. ¿Qué encontró Onassis en la Callas? En sus propias palabras, "una mujer a mi altura". Había más que eso. María Callas le colmaba de atenciones, se portaba con él como una esposa griega, devota y sumisa; comía su misma comida. Y le amaba con todo su corazón. La ópera no formaba parte de la ecuación. Según la definición de Onassis, al que sólo le gustaba la música tradicional de su país y se escapaba en cuanto podía a una taberna para romper platos, la ópera venía a ser "un grupo de cocineros italianos que cantan a gritos sus recetas". Pero la Callas era la Callas, la gran diva, La Tigresa. Eso sí entraba en la ecuación. ¿Qué ganaba la Callas? "El primer hombre que no quiere sacar nada de mí y, en cambio, me lo da todo", dijo.

Algunas amistades hablan también de los primeros orgasmos, tras una monótona, monógama y, al parecer, muy insatisfactoria vida conyugal con Meneghini. Toda la fantástica energía de la diva, hasta entonces concentrada en el canto, se volcó sobre Onassis. Debió de ser una descarga fortísima. La Callas decidió que no quería más escenarios ni más grabaciones: sólo deseaba casarse con Aristo, tener con él un hijo, cocinar para él, ser bella para él. María Callas, nacida para la tragedia, fracasó en el intento. Concibió un hijo en 1960, que murió al poco de nacer. No llegó a casarse, pese a que Onassis se había divorciado y volvía a ser libre: ella seguía legalmente atada a Meneghini, porque en Italia no existía el divorcio y Meneghini no se soltaba ni a tiros. Además, el hijo de Onassis, Alexander, la odiaba porque la consideraba responsable de la separación de sus padres, y la hermana mayor del magnate, la influyente Artemis, desaconsejó el matrimonio.



Jackie O entra a escena

Onassis, seguía obsesionado con dar bocados a la historia. Y en 1963 mordió otro pedacito: tuvo un romance con la princesa Lee Bouvier-Radziwill, hermana de Jacqueline Kennedy, cuñada del presidente de Estados Unidos.

Ése fue otro crucero sonado. Después de que Jackie Kennedy sufriera un aborto, Onassis la invitó, junto a su marido, a uno de sus famosos viajes a bordo del Christina.

John Kennedy conocía la relación de su cuñada con Onassis y, sobre todo, conocía la reputación del magnate. Se negó a aceptar. Su comentario al recibir la invitación: "Por Dios, Jackie, Onassis es un pirata internacional". Pero ella acudió, acompañada por el subsecretario de Comercio, Franklin Roosevelt, hijo, rebajado para la ocasión al papel de chaperón. Era el 4 de octubre de 1963. El testimonio de la Callas: "Yo estaba en París. Aristo me había echado. Me dijo que no podía tener a bordo a su concubina en presencia del presidente y la primera dama de Estados Unidos. Fue un insulto añadido a la bronca que habíamos tenido un mes atrás, cuando descubrí un estuche de Cartier vacío con una nota de amor de Aristo a Lee. Un par de noches después vi el brazalete Cartier en la muñeca de ella. ¡Cómo se atrevieron, delante de mis narices! Tengo las pruebas, he guardado la nota y el estuche".

La pobre María ignoraba que lo peor estaba por llegar. Para Onassis, Lee representaba solamente un escalón hacia la hermana, que regresó intacta a Washington y, para hacerse perdonar por el marido, le acompañó en un viaje electoral a Dallas, Texas. En ese viaje, el 22 de noviembre de 1963, John Fitzgerald Kennedy fue asesinado. Si Jackie Kennedy era atractiva antes, la condición de "viuda de América" la hizo, a ojos de Onassis, irresistible. El magnate empezó a cortejarla en cuanto terminó el luto oficial. Y ella correspondía: "Si algún día vuelvo a casarme, será con Aristóteles Onassis", comentó más de una ocasión.

María Callas, mientras, declinaba lentamente. Su voz, forzada en exceso durante años, se escapaba a borbotones. Tuvo aún algunas noches memorables, pero se multiplicaban las críticas atroces. Vivía la vida de una concubina, encerrada a la espera de Aristo, en su apartamento parisiense o en el Christina. Apenas pisaba la isla de Skorpios, el paraíso privado que Onassis había construido para sus hijos y para los hijos de Jackie, Caroline y John John, que podían permitirse allí todos los caprichos.



Una relación inequitativa

Aristóteles Onassis había encontrado, por primera vez, en Jackie Kennedy una mujer que le trataba con distancia, si no con cierto desprecio. Las cláusulas de su precontrato nupcial son reveladoras: Jackie podía seguir viviendo sola, Jackie organizaba sus propias vacaciones, Jackie tenía derecho a todos los lujos, Jackie no se comprometía a nada. Odiaba la cocina griega (se alimentaba de filetes y leche), se aburría en Skorpios, detestaba los gustos de Onassis (impuso fundas sobre los taburetes de piel de prepucio) y consideraba que el apartamento de París era un cuchitril infecto.

Jacqueline sentía terror a un posible atentado, cosa en parte comprensible, y en una ocasión se presentó en el apartamento parisiense con 20 policías y guardaespaldas, a los que instaló por todas partes. A Onassis le enfurecían esas cosas y le enloquecían de pasión. Había encontrado al fin a la diosa absoluta, la historia hecha mujer.

"Con Jackie seré feliz", prometió a su hermana.Se casaron en Skorpios el 20 de octubre de 1968, poco después del asesinato de Robert Kennedy. A la mañana siguiente, Aristóteles, de 64 años, proclamó que esa noche habían hecho el amor seis veces. La mayor parte de las joyas de María Callas, depositadas en la caja fuerte del Christina, pasaron a ser propiedad de Jackie. Onassis tenía pocos escrúpulos para esas cosas: eran sólo joyas, las compraba casi al peso. Y a María le daba lo mismo. Sólo le interesaba Aristo, que volvía a París de vez en cuando para estar con ella. En realidad, el matrimonio de Aristóteles y Jackie funcionó razonablemente bien. Él disponía de su símbolo de carne y hueso, ella poseía la seguridad de una fortuna inmensa. Y eran dos personas interesantes, capaces de mantener una conversación amena. No aspiraban a más. Alexander, el hijo y heredero, definió de forma escueta el arreglo: "A mi padre le encantan los apellidos, y a Jackie le encanta el dinero".



Aristóteles inicia su declive

Aristóteles Onassis empezó a morir en 1973, cuando Alexander falleció en un accidente aéreo. Dejó de tomar medicamentos, dejó de interesarse por los negocios, dejó de leer historia. Una enfermedad neuromuscular degenerativa, complicada por una infección de vesícula, le postró en cama a finales de 1974.

Jackie decidió que los médicos atenienses no podían hacer nada por él y ordenó su traslado a un hospital de París. Onassis se despidió de sus empleados domésticos a su manera, regalando 300 dólares a cada uno, y consiguió llegar al coche por su propio pie. Se llevó un solo objeto en su último viaje: una manta roja que unas semanas antes, el 20 de enero, por su cumpleaños, le había regalado María Callas. Al llegar a París, logró entrar andando en el hospital Americano de Neully: "De momento me basto solo", comentó a sus acompañantes, "a la salida tendréis que cargarme entre cuatro". Su última frase, ya entubado, la garabateó en una hoja destinada a su hija Christina: "Por favor, dejadme morir". Falleció el 15 de marzo y fue enterrado en Skorpios. María Callas murió, tras una larga reclusión en su piso parisiense, el 16 de septiembre de 1977. Las causas no quedaron claras. Estaba infinitamente triste.



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