De la Unión Soviética a la reorganización europea
Miles de alemanes celebran la reunificación alemana frente a la Puerta de Brandeburgo, en Berlín, el 3 de octubre de 1990.. (Foto: ARCHIVO. REUTERS )
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, el conflicto entre Estados Unidos y la Unión Soviética (URSS) sobre el futuro de Alemania y Polonia, después de las cumbres de Yalta y Potsdam, creció en 1946 conforme los soviéticos comunizaron la tierra en su zona de ocupación. De 1947 a 1950 las reacciones de Washington y Moscú a lo que percibían como amenazas recíprocas solidificaron la división de Europa en dos bloques y la llamada “Guerra Fría” se universalizó, institucionalizó y militarizó. En 1946 Churchill pronunció el discurso donde representó a Europa dividida por la “cortina de hierro” que la URSS había extendido en la frontera de sus zonas de ocupación, y poco después, en marzo de 1947, el presidente Truman proclamaba la doctrina de su nombre para “detener el avance del comunismo en el mundo”.
En concordancia con ello, el secretario de Estado George C. Marshall convocó en junio de 1947 a un programa masivo de ayuda externa para apoyar a los Estados europeos a reconstruirse dentro de los cánones del mundo libre y capitalista. Así nació el Plan Mar-shall como respuesta a la lenta recuperación de Europa que favorecía a las fuerzas y partidos políticos de izquierda.
Una agotada Gran Bretaña intentaba realizar los programas laboristas de bienestar social; en Francia el gobierno de posguerra de De Gaulle había cedido rápidamente el poder a una IV República caracterizada por inestabilidad y bloqueos parlamentarios, donde predominaba un fuerte y prestigiado partido comunista; en Italia los comunistas amenazaban con ganar el poder por la vía electoral. Y todo esto se veía en Washington como resultado de las dificultades económicas de Europa para reconstruirse. En este contexto, Marshall lanzó su plan de otorgar créditos en dinero fresco “sin el cual, decía, no hay garantías para la estabilidad política ni la paz puede estar asegurada”.
El Plan Marshall pronto consiguió sus objetivos pues en las elecciones de 1948 el Partido Comunista Italiano sufrió una tremenda derrota electoral conforme llegó el dinero fresco del Plan, el cual representó también la principal fuente de financiamiento para la reconstrucción económica alemana. Sin embargo, el conflicto soviético-estadounidense que tomó a Europa como una arena para sus rivalidades, favoreció gradualmente las tendencias integracionistas. Y esto por seis razones: 1) el temor a la URSS proporcionó a los países de Europa Occidental un incentivo para unirse en términos económicos y militares; 2) las mismas dimensiones que tenían las dos superpotencias ponía en claro que si los europeos querían volver a tener un papel importante en decisiones internacionales, debían conjuntar sus recursos para ello; 3) las dos guerras mundiales desacreditaron el nacionalismo extremo y elevaron a las fuerzas moderadas de la social democracia y la democracia cristiana a un lugar prominente en la política de la posguerra; 4) a todos convenía que si Alemania iba a recuperar su poderío económico lo hiciera en el contexto de una integración europea; 5) la planificación centralizada de las economías de guerra sirvió para dar los primeros pasos hacia una integración económica supranacional; y 6) el Plan Marshall fomentó la cooperación multinacional sobre todo económica y comercial.
El proyecto integracionista
La base para esta integración debieron proporcionarla Francia y Alemania, los dos grandes rivales europeos. Así se gestó un proyecto integracionista mediante la estrecha colaboración entre un tecnócrata francés, Jean Monnet y un diplomático alemán, Robert Schumann. El Plan Schumann de mayo de 1950 convocó a una fusión de las industrias del carbón y del acero de Europa Occidental, para acelerar la recuperación industrial, fomentar la competitividad internacional, y hacer imposible una futura guerra entre Francia y Alemania. Ratificada en 1952, la Comunidad Económica del Carbón y del Acero se adelantó a la integración política y económica de Europa y fue la organización precursora de la Comunidad Económica Europea (CEE) al erigirse en núcleo central del primer mercado común europeo. Un lustro después se firmó el Tratado de Roma de 1957.
Al inicio de la década de los 60, poco después de regresar al poder en 1958, De Gaulle promovió su propio proyecto europeo, el cual no coincidía ni con una visión atlantista de la OTAN, ni con el de una Francia europea en el seno de la CEE, sino con el del liderazgo francés en Europa, si acaso compartido con Alemania, y en franca oposición a los intereses soviéticos y norteamericanos. Con gran recelo hacia la dirección que tomaba el proceso de la integración europea, De Gaulle prefería usar sus propias fórmulas, como cuando se refirió a la Europa de las patrias que se extendía “desde el Atlántico hasta los Urales” en una clara provocación para recuperar el legado europeo de Rusia para Europa, si bien cuidándose de dejar afuera la enorme porción no europea de la Unión Soviética. En cuanto a la CEE, De Gaulle la toleraba, pero sólo en términos de la afirmación del liderazgo francés en asociación con el de Alemania Federal. La política gaullista se caracterizó a corto plazo por su rebeldía frente a Washington, pero a largo plazo favoreció, sin embargo, la alianza atlántica gracias al impulso y dinamismo tecnológico que le imprimió a Francia como potencia militar.
En 1969 cayó De Gaulle en Francia y la socialdemocracia llegó con Willy Brandt por primera vez al poder en Alemania Federal. Brandt promovió una nueva Östpolitik (“política hacia el Este”) que culminó con los tratados con la URSS en agosto de 1970, mediante los cuales la RFA renunciaba al uso de la fuerza en sus relaciones exteriores, y con Polonia en diciembre de 1970 mediante el cual la RFA reconocía las pérdidas de Alemania en la línea Oder-Neisse. En diciembre de 1972, Brandt reconoció también al gobierno de la RDA con lo cual parecía despedirse de cualquier posibilidad de reunificación al aceptar la existencia de dos Estados alemanes absolutamente diferentes entre sí. En 1973 ambos Estados fueron admitidos en la ONU.
Cambios fundamentales en el desarrollo de la tendencia integracionista europea no se volverían a dar sino hasta la década de los 80 como resultado del agotamiento de la URSS en su carrera armamentista frente a EU y la necesidad de hacer radicales reformas estructurales en su economía después de una serie de gobiernos incapaces de afrontar necesidades básicas como la autosuficiencia alimentaria. Así, en la reunión plenaria del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) en abril de 1985, Mikhail Gorbachov diagnosticaba que, en términos económicos y tecnológicos, la URSS estaba al “borde de la catástrofe” después de décadas de rígida economía planificada bajo inflexibles gobiernos gerontocráticos.
En esa histórica reunión, Gorbachov definió los objetivos básicos de su proyecto de Perestroika o “reestructuración”: 1) acabar con la absurda carrera armamentista, pues si la economía de EU todavía podía sostener una nueva espiral de armamentos, la frágil economía soviética ya no podía resistir otra vuelta a esa espiral; 2) en un mundo crecientemente interdependiente y perfilándose la formación de grandes bloques económicos en el Pacífico, Europa occidental y América del Norte, la URSS debía lanzar una audaz ofensiva para reclamar su herencia europea, asociada ya no exclusivamente con las deficientes economías de Europa del Este, sino a la larga con todo el ámbito que Gorbachov, siguiendo a De Gaulle, denominó “la gran casa europea”. De esta manera, al buscar una integración europea mucho más amplia (aunque también más laxa) que la diseñada por los estrategas de “la Europa del 1992”, Gorbachov se proponía rebasar a los europeos occidentales para alcanzar una gran Europa unificada que, tomándole la palabra a De Gaulle, debería extenderse “desde el Atlántico hasta los Urales”.
Aunque Gobarchov fracasó en su intento y fue derrocado en 1991, lo cierto es que su ambicioso proyecto marcó la agenda de la integración europea en la década de los 90, aunque sólo fuera porque detrás del proyecto de la reunificación alemana se encontraban los intereses todavía soviéticos del malogrado proyecto de Gorbachov.
El “factor humano” de Gorvachov
Resulta evidente que Gorbachov fue incapaz de prever todas las consecuencias que generaría en Europa la sustitución del “factor tanque” de las intervenciones militares del estalinismo por el “factor humano”, movilizador y democrático. Sin embargo, Gorbachov señalaba estratégicamente que la verdadera vocación e identidad de Rusia es la europea; que la política de la URSS hacia Europa del Este se caracterizaría en el futuro por otorgarle mayor autonomía a los países de la región; y que la activación del “factor humano” no se restringiría a la URSS, sino que se extendería a toda la “gran casa europea”.
Gorbachov señalaba también que muchos países de Europa Occidental vieron raptada su política exterior hacia el otro lado del Atlántico, y que lo que la URSS estaba obligada a buscar era regresar esas políticas a su lugar de origen para que retomaran su auténtica raigambre europea y se alejaran de su perversión atlantista. Desde Moscú se proponía así que Europa volviera a ser plena y auténticamente europea y de que todos los miembros de la familia de la gran casa europea tomaran sus puestos para afrontar la competencia económica internacional del futuro siglo XXI. Pero el proyecto de una Europa unificada resultaba inconcebible al margen del problema alemán. Después de todo, la cooperación entre las dos Europas tendría que iniciarse ahí donde se contara con las mejores condiciones de recursos, capital y sobre todo cultura compartida y memoria histórica común, para llegar, más tarde, a formas más amplias y creativas de integración en todo el continente.
Había pues que diseñar una nueva unificación alemana que eliminara la amenaza militarista. Sin embargo, las alternativas para ello se discutieron en un periodo muy breve, y para cuando se firmó el tratado de unificación, que entró en vigor el 3 de octubre de 1990, Alemania estaba unida pero mediante un Anschluss (Anexión). Gorbachov perdió la batalla de unificar a Alemania al margen de la OTAN, pero en cambio la convirtió en el gran laboratorio de procesos de unificación. Alemania aparecía, en efecto, como el mejor laboratorio para poner a prueba la cooperación y complementariedad entre las dos Europas. En Alemania, Gorbachov cifró sus esperanzas para experimentar nuevas formas de cooperación e integración entre economías socialistas en bancarrota, con pujantes economías capitalistas, donde las últimas aportarían capital y tecnología, en tanto las primeras cooperarían con trabajo, recursos humanos y quizá hasta una nueva ética de trabajo.
Alemania también desempeñaría el papel de pulmón económico y tecnológico de todo el continente. Y después, la URSS se reintegraría a su legado europeo, pero como gran potencia y con la autoridad moral de su pasado socialista. Así en el siglo XXI, la gran potencia económica ya no sería EU, sino que sería “la gran casa europea”, donde la URSS disfrutaría de todos los beneficios de su membresía, con una Alemania agradecida y una Francia gustosa de reconocer el impulso de Gorbachov a un proyecto originalmente gaullista. ¿Y cuando despertó de este sueño dónde se encontraba Gorbachov? Pues en medio de un golpe de Estado, de la disolución de la URSS a manos del nacionalismo ruso separatista de Boris Yeltsin, de un proceso de unificación alemana que sepultó cualquier prestigio posible que le quedara al proyecto socialista, de una creciente dependencia de Rusia hacia el financiamiento occidental, de una catástrofe como jamás se hubiera creído posible en 1985.
Las cosas no salieron como se planearon, pero la actual Unión Europea (UE) sería inconcebible sin el papel que desempeñaron en ella Gorbachov y la URSS entre 1985 y 1991.
Resistencias nacionales y separatismos
De cualquier modo, pese a los éxitos de la integración europea, también ha encontrado sus límites en resistencias nacionales y en la intensificación creciente de separatismos regionalistas. Hoy se ha visto el gran error que fue subvalorar la fuerza centrífuga de las identidades nacionalistas y regionalistas.
El modelo de la integración europea sigue siendo, sin embargo, todavía el más avanzado del planeta y representa la meta para otros proyectos de integración en el mundo, a pesar de las actuales crisis económicas, del euroescepticismo, de las protestas de los indignados, y de los votos que cosechan candidatos demagógicos cuando prometen salirse de la UE.
La UE enfrenta hoy diversos retos: desempleo, problemas de migración, enriquecimiento de una región sobre otra, regresiones políticas chovinistas, separatismos regionales y euroescepticismo. La desintegración de la URSS fragmentó también Estados como Yugoslavia y Checoslovaquia para la proliferación de nuevos pequeños Estados. Pero de nuevo, el innegable peso militar y diplomático de la República Federativa Rusa, en cuanto heredera política de la antigua URSS, sigue representando un reto formidable para la UE, especialmente cuando ésta afecta decisiones políticas internas de Estados que antiguamente formaban parte de la URSS y que en términos realistas no han dejado de pertenecer a la “esfera de influencia” de Rusia: Georgia, Crimea y Ucrania son ejemplos punzantes de lo peligroso que resulta dejar hoy a Rusia aislada o al margen de los planes y decisiones del gran proyecto europeo.