Snowden, ¿héroe de la libertad?
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La victoria de la democracia liberal sobre el comunismo fue proclamada en 1989 como “el fin de la historia” por Francis Fukuyama, interpretando la tesis Hegel-Kojeve de que se había llegado a la gran culminación: no hay un orden político mejor o superable. Con la caída del Muro de Berlín, los pueblos de la “otra Europa” (Czeslaw Milosz) avanzaban nuevamente en la hazaña de la libertad, tras la larga noche que representó un sistema totalitario que perdió la competencia global por ganar mentes y corazones, con la promesa de igualdad y justicia. El mundo rebozaba de felicidad con fanfarrias y fuegos artificiales por la construcción de un nuevo orden que quitaba sus cadenas a las naciones del “pensamiento cautivo”.
El entusiasmo duró poco, si se piensa en la larga duración de los procesos históricos. Los pueblos liberados del yugo soviético iniciaron una penosa transición hacia el libre mercado, con privatizaciones y nuevas leyes que derribaron un Estado opresivo pero relativamente protector en términos sociales (salud, vivienda, educación) y les hicieron conocer, de acuerdo con Pascal Bruckner, “las miserias de la prosperidad” (desempleo, desalojo, desamparo total), aunque con el disfrute de las libertades civiles y políticas de las sociedades abiertas.
Pero la Historia se negó a terminar. Apenas iniciado el siglo XXI, el 11 de septiembre de 2001, los atentados terroristas de un grupo de jóvenes islámicos contra el Centro de Comercio Mundial de Nueva York (símbolo inequívoco de la primacía del libre mercado) y el Pentágono (emblema del poderío de la superpotencia triunfante), derribaron junto con las torres gemelas la confianza generada por la victoria de la libertad sobre el Estado totalitario. La tragedia de los más de 3 mil muertos ensombreció a Estados Unidos, capitán del nuevo orden mundial. El manto de oscuridad se extendió por el mundo porque éste enfrentaba ahora a un enemigo más peligroso, no localizable como los misiles nucleares de la época de la guerra fría, un enemigo elusivo y a veces hasta solitario.
El terrorismo se transformó en una gran amenaza a las libertades, sobre todo en EU, porque combatirlo implicaría en la práctica convertir a cada ciudadano en un posible sospechoso. Con la promulgación del Acta Patriota, un mes y medio después del 11-S, la administración de George W. Bush facultó legalmente al FBI para interceptar las comunicaciones electrónicas de los sospechosos de terrorismo. En 2011, el presidente Barack Obama renovó por cuatro años esas provisiones.
El Acta Patriota fue una actualización de la Ley de Vigilancia de Inteligencia Extranjera (FISA, por sus siglas en inglés), establecida en 1978 para vigilar a las potencias extranjeras y sus agentes en EU. FISA creó una oscura corte especial integrada por 11 magistrados que autoriza las órdenes de espionaje a los ciudadanos. Desde el primer momento, el Acta Patriota causó preocupación a los grupos defensores de las libertades civiles en EU, tales como la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) que desafió muchas de las medidas por ser violatorias del debido proceso legal y advirtió que la libertad y la seguridad no pueden ser un juego de suma cero en que el que lo que pierde una lo gana la otra. Su tesis era clara: aumentar la seguridad a costa de la libertad amenaza los fundamentos de una sociedad democrática.
Una atmósfera de miedo
Otras preocupaciones señalaban que la atmósfera de miedo creada por el 11-S permitía avanzar agendas conservadoras (“quien no está con nosotros está con los terroristas”) que hacían ver a la tierra de la democracia como el Estado descrito por George Orwell en su novela 1984 y permitía justificar guerras como la de Afganistán e Irak. A final de cuentas, los terroristas parecían ganar otra batalla: la de minar el orden democrático liberal.
El Centro de Información para la Privacidad Electrónica (EPIC, por sus siglas en inglés), advirtió recientemente que pocas veces en la historia de EU ha habido tanta preocupación sobre la privacidad como en la actualidad. Hacía referencia a la conmoción causada por las revelaciones del ex contratista de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA, por sus siglas en inglés), el perseguido Edward Snowden, sobre el espionaje a registros telefónicos e internet dentro y fuera de EU.
EPIC confirmaba, de algún modo, que en el marco de la lucha contra el terrorismo se había emprendido la “guerra a las libertades” denunciada desde 2003 en EU (The war our freedoms), ya que no sólo se combate “en Afganistán o Irak, sino en los salones de clase, las redacciones y las cortes estadounidenses”. Y nadie se libra (AP, Yahoo, Google, Microsoft, Facebook, AT&T, Verizon, etc.).
Un punto clave es que el espionaje masivo viola la Cuarta Enmienda de la Constitución estadounidense, que garantiza que “el derecho del pueblo a la seguridad en sus personas, hogares, documentos y pertenencias, contra allanamientos e incautaciones fuera de lo razonable”. La razón —el balance entre seguridad y libertad— es lo que parece haberse perdido.
Con ironía, un artista alemán proyectó sobre las paredes de la embajada de EU en Berlín la leyenda “Stasi Unidos de América”, comparando el espionaje denunciado por Snowden con el que hacía la policía política de la desaparecida Alemania comunista, bien retratado en la película “La vida de los otros” (2006). Es claro que EU no es como la RDA, la comparación es absurda, pero el gobierno estadounidense se está comportando como la Stasi, como un Estado vigilante de los ciudadanos. Snowden quitó la secrecía al espionaje cibernético de la NSA. Al hacerlo dañó las operaciones de inteligencia en su país y violó sus leyes, pero ayudó a defender los derechos consagrados en su Constitución.
Y es que “la libertad solo puede existir donde la autoridad está restringida”, como pensaba el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer.