CIUDAD DEL VATICANO.— Ante la sorpresa del mundo entero, el pasado 11 de febrero, dirigiéndose a los asistentes a un consistorio, Benedicto XVI anunció su decisión de renunciar al Trono de San Pedro, acto con el cual se convirtió en el primer Papa de la historia moderna en abandonar su pontificado. El último que había abdicado (1294) fue Celestino V.

“Consciente de la gravedad de este acto y con plena libertad declaro que renuncio al ministerio petrino”, dijo el hoy Papa emérito luego de achacar a su avanzada edad y a su decaimiento físico el origen de su decisión que, agregó, entraría en vigor a las 20:00 del 28 de febrero de 2013, fecha en la cual la Sede Pontificia quedó vacante para así dar paso al cónclave que elegiría su sucesor.

Muchas fueron las especulaciones que siguieron a su renuncia. Pero no sólo por el recuerdo aún vivo del calvario vivido por Juan Pablo II, quien a pesar de su precario estado de salud nunca dejó las riendas de la Iglesia, sino porque ni a católicos ni a laicos parecieron convencer los motivos con los que el Papa alemán justificó su decisión.

“Lo que pasa es que Benedicto XVI ya no soportaba los problemas, en ocasiones humillantes, ligados a la difícil administración de la Iglesia”, confesó a un diario alemán monseñor Georg Ratzinger, hermano mayor del Pontífice, aclarando en parte los motivos reales de la inesperada renuncia.

Georg, como señalaron no pocos vaticanistas, seguramente se refería a los vergonzosos episodios de pederastia sacerdotal y al Vatileaks (el robo y difusión de documentos secretos de la Santa Sede), casos en los que quedaron involucrados Benedicto XVI —por haber sido el titular del órgano que conoce los casos de pederastia eclesial, la Congregación para la doctrina de la fe—, y su secretario de Estado, el cardenal Tarcisio Bertone, protagonista de diversos actos de prepotencia y corrupción salidos a la luz con los Vatileaks.

“Habemus papam”

A poco más de un mes de la renuncia del hoy Papa emérito, el cardenal argentino Jorge Mario Bergoglio (76 años), se convirtió en el Pontífice número 266 de la iglesia católica, en el primer Papa latinoamericano y en el primer jesuita en ocupar este puesto. Eligió llamarse Francisco.

La fumata blanca que anunció su elección tuvo lugar a las 19:00 del 13 de marzo de 2013. Pero fue una hora más tarde cuando el cardenal Jean Louis Tauran pronunció el tradicional Habemus papam y el nombre del nuevo jefe de la Iglesia católica.

“El deber del cónclave era dar un obispo a Roma y parece que mis hermanos cardenales fueron a buscarlo casi al fin del mundo”, dijo el papa Francisco al saludar a la multitud que lo aclamaba en la plaza de San Pedro, de la cual se despidió diciendo simplemente: “nos vemos pronto, buenas noches”.

La manera modesta en que vestía aquel día —además de la tradicional sotana blanca llevaba una cruz de metal (no de oro), y unos desgastados zapatos negros (no rojos) bien boleados, ha terminado por convertirse en el símbolo de un Pontificado que busca hacer volver a la Iglesia católica a sus orígenes.

No es por ello extraño que Francisco subraye que la misión de la Iglesia es estar cerca de los pobres, los enfermos y los marginados, y rechazar el lujo y el dispendio que caracterizó a los anteriores pontificados.

Siguiendo esta línea, el Papa argentino promueve una gran reforma de la curia romana y de la Iglesia cuyos objetivos son no sólo erradicar la pederastia sacerdotal y la corrupción, sino abrir las puertas a los fieles que se ha marginado —divorciados que se han vuelto a casar, mujeres y homosexuales— y dar vida a una Iglesia en la que las decisiones se tomen colegialmente y no de manera vertical.