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Cenando con Dolmancé

BERNARDO HERNÁNDEZ| El Universal
00:47Sábado 28 de marzo de 2015

. (Foto: Especial )


“Everything I've ever done Everything I ever do Every place I've ever been Everywhere I'm going to It's a sin” Pet Shop Boys.

Pecado. Tres vocales y tres consonantes: equilibro perfecto urdido con veneno, microcosmos oscuro enclaustrado en un vocablo. Fugadas del saber enciclopédico, las definiciones se antojan suspicaces y lo suficientemente elásticas para encorsetarnos a todos. “Pecado. (Del lat. Peccatum). Transgresión voluntaria de los preceptos religiosos. // Cosa que aparta de lo recto y justo, o que falta a lo que es debido. // Exceso o defecto en cualquier línea”, se puede leer en el Diccionario de la Lengua Española.

Los pecados de la moda, por supuesto, suelen ser otros, no necesariamente vinculados con la vanidad, la lujuria o el orgullo, sino con aquello que los habitantes de esa aldea global perpetuamente interconectada consideran banal, ofensivo o de mal gusto, desde el despilfarro de nuestra execrable clase política hasta los límites del peróxido en las cabelleras de Jared Leto y Kim Kardashian en París.  

Y pecar es el verbo predilecto de una comunidad abocada al goce como estratagema de supervivencia o, en su defecto, ruta de escape y juego. Un lúdico Lucifer, envuelto en llamas de lentejuelas y canutillos, se pasea por el Distrito Federal. Parecería que el príncipe de las tinieblas anda suelto en la ciudad de México, y lo más interesante es que insiste en salir de fiesta todas las noches. Sin ir más lejos, hace unos días, en una cena que celebró la llegada de la primavera, me topé con uno de sus discípulos, una versión juvenil y contemporánea del mítico Dolmancé, personaje central de la obra La philosophie dans le boudoir, escrita en 1795 por Donatien Alphonse François de Sade, mejor conocido como “el divino marqués”, es decir, el marqués de Sade. Nombre del chico: Sebastián.

Ataviado con una camiseta sin mangas, confeccionada en micro mesh color nude, la ceñida prenda ostentaba en la espalda un estampado por demás inquietante: latigazos. Pintados a mano por él mismo, la precisión impresa en los detalles de cada flagelo le otorgaba al gráfico un aspecto casi tridimensional que engañaba al ojo y confundía la razón. El efecto era tan realista y convincente que no tuve más remedio que alabar su osadía, pues a un print tan desgarrador (literalmente) se añadía, a manera de contrapunto, un purismo angelical en el resto de su apariencia: peinado engominado con raya de lado, palidez letal, ni un solo tatuaje o perforación, pantalón negro y recto de un excelente casimir y mocasines de piel negra con estoperoles dorados. Al preguntarle a Sebastián por qué había elegido el látigo como instrumento para detonar su expresividad, se limitó a decirme: “Porque premia y castiga”, justo el binomio que la moda ha explotado durante cientos de años.

En su libro Nuestro lado oscuro. Una historia de los perversos (Anagrama), Élisabeth Roudinseco escribe: “Ya sea con un látigo, nervio de buey, una fusta, un palo, ortigas, cardos, raquetas o diversos instrumentos de tortura, la flagelación ha sido, en todas las épocas y en todas las culturas, uno de los componentes principales de una práctica propiamente humana que perseguía tanto procurar satisfacción sexual como influir en la procreación”. De hecho, la autoflagelación tuvo el objetivo de reforzar un vínculo casi ontológico entre el universo de los hombres y el de los dioses. Popularizada por Pierre Damien, prior del monasterio de Fonte Avellana, la flagelación en cuanto  a práctica de servidumbre voluntaria unía a la víctima y al verdugo. “Quien se entregaba a ella se acusaba a sí mismo con el fin de compensar mediante su sufrimiento el placer que el vicio procura al hombre: placer del crimen, del sexo, del desenfreno. Así, la flagelación se convirtió en una búsqueda de lo absoluto –esencialmente masculina– mediante la cual el sujeto ocupaba por turnos el lugar del juez y del culpable”, apunta Roudinesco. Pero a fuerza de recurrir a la desmesura, a las metamorfosis identitarias y a las trasgresiones, los flagelantes acabaron por ser vistos como poseídos por las pasiones demoníacas que pretendían vencer. A finales del siglo XIV se volvieron contra la Iglesia para anunciar la venida del Anticristo. Quizá aún no ha llegado, o tal vez vino y no nos percatamos del hecho. De ser así, sin duda dejó entre nosotros a una representante legal a la que nadie puede ignorar: la moda.



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