Divina trilogía: rímel, colorete y bilé
. (Foto: Especial )
¿Enfrentar la vida con la cara lavada? “Ay, pues ni que estuviera enferma, joven”, me dice la despampanante dueña de una tortillería cuyo nombre es revelación y advertencia: “La Coloreteada”. Y así como ella, son millones las mexicanas que, literalmente, antes muertas que sencillas (es decir, sin maquillaje).
Maquillaje es potestad, eso lo sabemos todos, y en la batalla cotidiana por darle la vuelta a la hórrida realidad nacional, necesitamos sentirnos empoderados, aunque esa supremacía sea una máscara que, al final de la jornada, se remueve con Crema S de Pond’s. Pero eso es lo de menos, lo verdaderamente importante es que, mientras estamos ante los demás, hay labios carnosos y coloradísimos, pómulos de escándalo y pestañas que harían parecer las patas de una tarántula como simples hilitos.
El rito mañanero del maquillaje es parte del paisaje urbano. Cada mañana vemos mujeres maquillándose (¿pintándose?) camino a sus respectivos empleos, escuelas o citas clandestinas. ¿Cuál es el escenario obligado para darse la tan necesaria “manita de gato”? El Metro, obviamente. “El Metro es la ciudad, y en el Metro se escenifica el sentido de la ciudad, con su menú de rasgos característicos: humor callado o estruendoso, fastidio docilizado, silencio que es afán de comunicarse telepáticamente con uno mismo, tolerancia un tanto a fuerzas y contigüidad extrema que amortigua los pensamientos libidinosos”, escribe Carlos Monsiváis en su libro Los rituales del caos.
Y en medio de todo este caos sincronizado a la perfección, ¡nomás faltaba!, las damitas hacen lo suyo: ponerse guapas. Con una habilidad que dejaría a Tom Pecheux y a Pat McGrath, dos de los maquillistas más prestigiados del planeta, con el ojo cuadrado, proceden a darnos una cátedra de destreza que conjuga la precisión del cirujano y la rapidez del trueno. Espejo en mano, sin descuidar ni un segundo el bolso (rateros hay por doquier), proceden a:
1. Desenfundar la polvera, es decir, ese clásico de la cultura pop azteca: el Angel Face de Pond’s. Por consejo de Alfredo Palacios, el color del polvo compacto debe ser uno o dos tonos más claro que la piel (de ahí el “efecto pambazo”).
2. Aplicar una generosa cantidad de colorete, ese magistral invento capaz de dibujarle pómulos altivos incluso a la más humilde de las monjas. Y sí, es colorete, no rubor ni blush. Co-lo-re-te, ¿de acuerdo?
3. Hacer uso del arma secreta de toda femme fatale o ni tan fatale: el rímel. La fuerza de este producto es sagrada. Y un rímel que ha pasado de generación en generación sin defraudar a nadie es Great Lash, de Maybelline. Sí, el de la tapita verde con tubo rosa. !Ah!, y por favor, nada de llamarle mascara de pestañas, como en el Gabacho. Aquí es rímel y San Se Acabó. Al que no le cuadre, que voltee para otro lado.
4. La culminación del ritual –perfectamente cronometrada una estación del Metro antes de que la deidad local en cuestión descienda del vagón– llega con el inaplazable uso del bilé. Dos, cuatro, seis capas del más intenso pigmento, cuyo voltaje compite con el aire eléctrico e hipersexuado que flora a su alrededor. Ahora sí, a plantarle cara a lo que venga.
De este modo, la madre de familia que se levantó a las 5:30 AM para prepararle el desayuno a los chamacos y al bueno-para-nada de su marido, ahora es una secretaria de armas tomar, toda artillería pesada, magistralmente producida, con sus correspondientes taconazos, traje sastre de minifalda y media color “natural”. Ella sabe que está a la altura de las circunstancias, sean las que sean. Sabe, también, o al menos lo intuye, que le puede hacer frente a lo que venga, al fin y al cabo su estuche de maquillaje –cofre del tesoro, arcón mágico, botiquín de primeros auxilios, cómplice en las buenas, en las malas y en las peores– no la abandona nunca. Eso es lo que yo llamo contar con un buen amigo.
Hay dos pecados imperdonables en materia de coquetería femenina: falta de misterio y andar por ahí con cara de muerto fresco, sin ni siquiera unas tristes chapitas o, ya de perdis, las pestañas rizadas para que no parezcan de aguacero. No, no hay perdón de Dios, excepto si se tiene un rostro perfecto, una piel de bebé y la madre naturaleza –confabulada con una herencia genética privilegiada– te bendijo con dones sobrenaturales que te permiten ir de aquí para allá sin gota de maquillaje. Pero seamos sinceros, eso NO ocurre de manera cotidiana, ¡vamos, ni siquiera esporádicamente!