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Nuevo libro sobre Wagner parece una versión burguesa de “Yo, Claudio”

Francisco José Folch / GDA El Mercurio| El Universal
Sábado 02 de enero de 2010
El libro de Carr se llamó en su título original "La saga de la más ilustre e infame familia de Alemania"

cultura@eluniversal.com.mx

Si el lector es de aquellos que perciben algo trascendental e inexpresable, inconmesurablemente superior a lo cotidiano, cuando escuchan ciertos pasajes del Tristán, o del Anillo del Nibelungo, del Holandés errante o de Tannhäuser, Lohengrin, Parsifal, El clan Wagner, por Jonathan Carr (Editorial Turner) nada le aportará para ir más lejos o más alto. Hay otras miles que, desde incontables enfoques -musicológicos, psicológicos, históricos y demás-, lo ayudarán más que este libro en ese adentramiento (o ascensión, diríamos más bien los wagnerianos) en la música wagneriana. Justo es admitir que tal no es la meta del autor, pero resulta difícil olvidar que, sin la genialidad de ella, este libro jamás se habría escrito.

Y si el lector es versado en Wagner -como adorador o como detractor-, difícilmente encontrará a su respecto algo que no consignen ya una o más de obras anteriores. Si es un interesado primerizo, las 87 páginas iniciales son una biografía razonablemente breve del compositor, felizmente ajena al tono hagiográfico, que reconoce tanto su inmensa grandeza creadora como sus abundantes rasgos repelentes. Carr mantiene su texto en un equilibrio que evita el panegírico y la diatriba. Así, el repulsivo antisemitismo de muchos escritos wagnerianos- que tantas veces le es reprochado, como si hubiera sido casi el causante del Holocausto, que Carr descarta-, se presenta en el contexto de su época -de inmensas culpas compartidas con muchos no wagnerianos y no alemanes- y también de las muchas flagrantes contradicciones en que el propio Wagner incurrió con toda desaprensión (y confusión o brutal pragmatismo) en sus relaciones personales con muchos judíos.

Con humor británico

Carr desliza aquí y allá ciertos toques de británico humor, bienvenidos en "el caso Wagner", a menudo tratado con despiadada seriedad. Un ejemplo: el mujeriego Richard, ya añoso (asegurándose de no ser visto por Cósima -su suma sacerdotisa y temible cónyuge-), toma la mano de la atractiva y sustancialmente más joven Judith Gautier y le susurra al oído que "ansía oír todas sus obras estando en brazos de ella". Paréntesis de Carr: ("hazaña que, incluso dándole el tempo más ágil que fuera posible, habría tenido una duración superior a cincuenta horas"). Y otro: Cósima, ya viuda y a cargo del festival de Bayreuth, contrata a Isadora Duncan para que apoye el montaje de Tannhäuser en 1904, específicamente en lo relativo a la bacanal del Venusberg, en la que "la orgía escénica era un fracaso, al no estar a la altura del erotismo de la música de Wagner". Y sostiene Carr que, fiel a sus liberales costumbres, la Duncan "se puso a trabajar en la recreación de la escena en Venusberg tanto en el escenario como fuera", en su propia casa: "toda clase de famosos visitantes acudían a su puerta de noche... y desaparecían al alba".

 

El interés del libro se acrecienta cuando a la conocida grande histoire del maestro sigue la petite histoire de la descendencia que se disputa, ocupa o arrebata el poder en el templo de Bayreuth comenzando por su viuda y continuando por las implacables defenestraciones de hermanos (y hermanas) por hermanos, de tíos y tías por sobrinos, de primos por primos, de cónyuges por ex cónyuges, de madrastras por hijastros, y hasta de una madre por sus hijos y de un hijo por su padre... hasta hoy.

La editorial (sin querer ser ominosa) añade una página de posfacio de 2009, que resume la toma del poder directorial, en 2008, por las hermanastras Eva y Katharina Wagner, hijas de los dos matrimonios de Wolfgang, nieto del maestro.

Yo, Wagner

Por momentos se tiene la impresión de estar leyendo, asesinatos aparte, una versión burguesa de Yo, Claudio, de Robert Graves, sólo que en vez de venenos y puñales, los descendientes de Wagner buscan (y logran) eliminarse unos a otros mediante libros, memorias, declaraciones, entrevistas, discursos, testamentos, maniobras jurídicas y, por cierto, hechos contundentes. Y también como en la que Boito llamó la trágica estirpe de los Julio-Claudios, poderosas mujeres (Cosima y Winifred Wagner son las más conspicuas, pero no la únicas) actúan sin piedad, desde la cúspide o entre bastidores, y triunfan o perecen, al igual que los hombres del clan. Como el trono imperial romano, el de Bayreuth parece no tener espacio para reinados compartidos (¿será excepción el nuevo de las bisnietas Eva y Katharina?).

 

El relato es fluido y da cuenta de los meandros demasiado a menudo oscuros por los que navegan los aspirantes u ocupantes del poder en la Colina Verde, más minuciosamente que su cercana y similar obra predecesora -no aludida en ésta-,Los Wagners - Poder y secreto de una dinastía teatral, de Hans-Joachim Bauer (Bastei Lübbe, Frankfurt, 2001, al parecer, no traducida del alemán).

 

Dada la versación del autor en la historia contemporánea de Alemania, lo más valioso del libro son los extensos pasajes en que examina las relaciones entre el fundador, los descendientes, el festival de Bayreuth y sus protagonistas, y las realidades políticas que enfrentaron durante los seis diferentes regímenes políticos (monarquía bávara, imperio unificado, República de Weimar, el III Reich nazi, República Federal, Alemania reunificada) bajo los que han vivido.

 

Para seguir el intríngulis de pugnas desde los nietos del compositor en adelante, es inapreciable el árbol genealógico que abre la obra. Mera medianía, en cambio, y sin mayores aportes en la selección fotográfica que se inserta, aparentemente sin mayor atención a cuanto podría añadir al enriquecimiento del texto. La traducción es aceptable, aunque la corrección de pruebas muestra aquí y allá un rigor distraído (dos clásicas erratas: “prístino” no significa “puro” sino “originario”, y las dos veces que se usa “espurio”, aparece como “espúreo”.

 

Pero, frente a la obra artística del fundador de esta “dinastía”, sus grandes pecados e innúmeros pecadillos, así como los del clan, tienen un interés más bien secundario. “Humano, demasiado humano”, habría quizás repetido Nietzsche, el más grande (y luego renegado) apóstol wagneriano.

 

 



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