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Alfonso Reyes, el glotón, y el robo de mazorcas

Julio Aguilar| El Universal
Domingo 27 de diciembre de 2009
Por culpa de Pedro Henríquez Ureña fue espartano en su juventud, al soltar las riendas se hizo un sibarita contumaz

cultura@eluniversal.com.mx

Don Alfonso además de sabio era goloso y sibarita. Hasta poco antes de su muerte, la mañana del 27 de diciembre de 1959, Reyes le dio gusto al gusto en una cena de Navidad preparada por su esposa, doña Manuelita Mota. “Durante la cena (...) se sintió mal”, recuerda Alicia Reyes en Genio y figura de Alfonso Reyes, una cálida biografía sobre su abuelo.

Hoy, a medio siglo de su fallecimiento, a Alfonso Reyes se lo puede imaginar sentado frente a una mesa, escribiendo alguno de sus textos prodigiosos, pero pocos podrían imaginarlo ante esa misma mesa dándole buen fin a un conejito marinado, digerido con un borgoña chambré (a temperatura ambiente) como él defendía que se deben beber los tintos, o hincándole el diente a unos cangrejos a la mora acompañados de un blanco fresco.

Del sibarita Alfonso Reyes hay numerosos rastros en sus monumentales Obras Completas. Pero las lecturas obligadas sobre su erudición culinaria son Memorias de cocina y bodega y Minuta (Fondo de Cultura Económica). La primera, una sabrosa miscelánea de ensayos breves; la otra, un divertimento de versos gozosos sobre el inagotable placer de beber y de comer.

Esas evidencias demuestran que, lejos de ser solemne como un pastel de merengue o tieso como una barra de piloncillo, Alfonso Reyes era un hombre de placeres y, de acuerdo con sus propias revelaciones, con gustos de amplio criterio.

 

En defensa de la buena mesa

Antes de Alfonso el glotón hubo un Reyes el espartano. Guiado por el intelectual dominicano Pedro Henríquez Ureña, el veinteañero Alfonso se sometió a la disciplina que exigía su maestro, un introductor en México de los modernos estudios helénicos a principios del siglo XX.

Al parecer, el dominicano fue a Alfonso Reyes lo que Pedro Recio de Tirtea, el médico del Quijote, fuera para Sancho Panza: un prohibicionista que no dejaba comer en paz al hambriento escudero en la Ínsula Barataria.

Pero el joven Reyes en algún momento pintó su raya del severo régimen de Henríquez Ureña. Un episodio que no pasó por alto la investigadora Susana Quintanilla en su libro Nosotros. La juventud del Ateneo (Tusquets). Convencido de que el rigor intelectual no estaba reñido con la buena mesa, el joven escritor dio rienda suelta no sólo al gusto por la cocina, también comenzó a desarrollar interés por crear literatura sobre aquella afición. Y en 1917 empezó a escribir los primeros versos que luego reuniría en la Minuta.

Sobre ese “juego literario en torno a una cena”, Reyes escribió en 1953: “…el consabido subjetivismo de algunos poetas incipientes creyó ver los síntomas de mi irremediable decadencia, y después del cual, en efecto, ya sólo me quedaron fuerzas para escribir poco más de cuarenta libros”.

En el primer poema de la Minuta, titulado “Loa a la cocinera”, Reyes hace una primera defensa del arte de la buena mesa en una “edad pálida y enjuta” al escribir “Hoy es cuando la raqueta/ hoy es cuando las machoides/ el afán de la silueta/ y el mito de los tiroides.”

La esbeltez, que no le quitaba el sueño, fue uno de los temas de las Memorias de cocina y bodega. Ahí, en un ejemplo mínimo de su legendaria erudición enciclopédica y su conocimiento de lo humano, el ensayista publicó hace medio siglo esto que parece escrito para publicarse pasado mañana:

“El hombre, hoy por hoy, casi no anda a pie, y trabaja con sus músculos mucho menos que en otros tiempos. Su régimen de calorías se ha modificado sensiblemente, sin ir muy lejos, en los últimos cincuenta años. La dietética es manía general: todos dan avisos y recetas, recomiendan fórmulas, ejercicios respiratorios y, sobre todo, abstinencia y ascetismo (…) Medio lechoncillo por barba y una botella por cabeza eran cosa que a nadie espantaba antes de la era del automóvil. Nadie resistiría hoy una “tamalada” mexicana en toda su tradicional opulencia”.

 

El humanista gastronómico

Cuando era posible, Alfonso Reyes no tenía remilgos para ir al campo, en busca de las materias primas con el fin de consumar un sabroso atracón. En sus misiones diplomáticas las oportunidades se le dieron con frecuencia. De su estancia en Argentina, por ejemplo, en sus Memorias de cocina y bodega cuenta cómo se hartaba de cazar liebres y perdices, aunque luego tenía que batallar con su cocinera gallega para que cocinara sus presas.

En aquellos largo exilios al servicio de la diplomacia, Reyes el humanista también fue tentado por algo parecido al síndrome del Jamaicón, al añorar las viandas mexicanas. Si bien no llegó al extremo de tirar la toalla para volver a México a comer una buena birria como hizo aquel pintoresco jugador de futbol, en sus memorias gastronómicas Reyes cuenta cómo empolvó un poco su investidura para meterse sin permiso en una granja y robar las mazorcas que se negaban a venderle en el norte de España, donde el maíz era considerado impropio para el consumo humano.

“’Eso –me decían– es para los cerdos, eso no lo comen los cristianos’ Y si yo me empeñaba en comer elotes a la mexicana, no me quedaba otro recurso que robármelos”, escribe el antojadizo diplomático.

De conocido espíritu universal, este humanista sin embargo le concedía un lugar especial a la cocina mexicana, en donde el mole con guajolote es el rey. Rechazando las leyendas popularizadas por historiadores como Artemio de Valle-Arizpe, quien especulaba que el mole era un invento de monjas poblanas, en un ensayo delicioso en todos sentidos don Alfonso encuentra el antecedente del mole en la salsa mola, una delicia para los dioses en el Imperio romano, que en la Edad Media evolucionó para convertirse en explosivos guisados de cigüeña, cisne, buitre, corneja o pavo real bañados “en unas salsas picantes de jengibre, canela, clavo, pimiento, azafrán, laurel, moscada, comino, almendra, ajo, espliego, almáciga, cebolla…”

Al no tener a la mano aquellos ingredientes picantes, las cocineras españolas echaron mano entonces de otros condimentos como los chiles, y aprovecharon la carne del guajolote, de calidad superior a la cualquiera de aquellas aves tan del gusto medieval. Acompañado de unas tortillas de maíz calientitas, desde entonces contamos con el monumental platillo nacional mexicano.

¿Qué pensaría don Alfonso del minimalismo culinario que hoy se impone en el espíritu de la nouvelle cuisine y sus avatares regionales en todo el mundo? Como el visionario que era, vio venir la moda cuando cayó en su manos el Manifiesto de la Cocina Futurista, “una revoltura de perfumería, química y farmacia, ayudada de aparatos eléctricos y ozonizadores, y desviada constantemente –grave error– hacia las simbologías poéticas y pictóricas. Tendencia general: aligerar el peso del hombre hasta hacerlo digno del aluminio, el material del porvenir”.

Tuétano con caviar, menestra en textura, espuma de alubias, mousse de humo, gelatina de trufa con piel de bacalao o raviolis esféricos son algunas de las grandes recetas del Ferrán Adrià, el cocinero español que se ha convertido en la superestrella de la gastronomía mundial. Don Alfonso ya no está aquí para dar su veredicto sobre esos platillos de nombres tan inauditos como la “Solución de Alaska a los rayos del Sol”, incluida en el menú de la cocina futurista, de la que dio esta opinión: “…a pesar de su escandaloso nombre, no pasa de ser una preparación burguesa, echada a perder por el mal gusto y la charlatanería de adolescentes en juerga”.

Reyes, hombre partidario de un único plato pero sustancioso, y de estar acompañado en la comida por un número de invitados nunca inferior al de las Gracias ni superior al de las Musas, como recomendaba Eça de Queiroz como ley dorada, cumple medio siglo de no estar a la mesa, un lugar ideal para que desplegara su genio, compartiera su ingenio y exhibiera su gozosa glotonería. Ese era don Alfonso, el sibarita.

 

 

 



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