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Robert Langdon regresa a las andadas

Claudia Ramírez| El Universal
Viernes 30 de octubre de 2009
Robert Langdon regresa a las andadas

ORGULLO. José Calafell, director de Planeta, muestra la portada del libro en la presentación oficial para México. (Foto: YADIN XOLALPA EL UNIVERSAL )

Tuvieron que pasar seis años para que los seguidores de Robert Langdon conocieran sus nuevas aventuras, narradas en El símbolo perdido, la nueva novela del escritor estadounidense Dan Brown

Tuvieron que pasar seis años para que los seguidores de Robert Langdon conocieran sus nuevas aventuras, narradas en El símbolo perdido, la nueva novela del escritor estadounidense Dan Brown 

En México, el lanzamiento oficial se llevó a cabo en la librería Gandhi ante la presencia de José Calafell, presidente de Grupo Planeta en México y de decenas de fanáticos de la publicación que compraron inmediatamente su ejemplar.

En entrevista para KIOSKO, Calafell comentó que la empresa tiene grandes expectativas en el libro, pues las anteriores publicaciones del autor fueron las más vendidas de los últimos tiempos. “Se destinaron más de dos millones de ejemplares para el mercado hispano. En México el primer tiraje es de 200 mil copias, pero esperamos tener para fin de año unos 250 o 300 mil libros"  

LOS HECHOS

En 1991 el director de la CIA escondió un documento en su caja fuerte. Hoy en día el documento todavía permanece ahí dentro. En su críptico texto hay referencias a un antiguo portal y a una desconocida ubicación subterránea. El documento también contiene la frase “está enterrado ahí fuera, en algún lugar”.

Todas las organizaciones que aparecen en esta novela existen, incluidos los Francmasones, el Colegio Invisible, la Oficina de Seguridad, el SMSC y el Instituto de Ciencias Noéticas.

Todos los rituales, ciencia, material gráfico y monumentos que aparecen en esta novela son reales.

PRÓLOGO

Casa del Templo

20.33 horas

“El secreto es cómo morir.”

Desde el principio de los tiempos, el secreto siempre ha sido cómo morir.

El iniciado de treinta y cuatro años bajó la mirada hacia la calavera que sostenía en las palmas de sus manos. Era una calavera hueca, como un cuenco, y rellena de un vino rojo sangre.

“Bébetelo —se dijo a sí mismo—. No tienes nada que temer.”

Tal y como era tradición, había comenzado este viaje ataviado con la vestimenta ritual de los herejes medievales que conducían al cadalso: la camisa abierta para dejar el pálido pecho al aire, la pernera izquierda del pantalón arremangada hasta la rodilla y la manga derecha hasta el codo. Además de una gruesa soga alrededor del cuello: el «cable de remolque», lo llamaban los hermanos. Esta noche, sin embargo, al igual que los demás hermanos presentes, iba vestido de maestro.

Los hermanos que lo rodeaban iban todos ataviados con el atuendo completo: delantal de piel de cordero, banda y guantes blancos. Alrededor de sus cuellos colgaban joyas ceremoniales que brillaban cual ojos fantasmales en la tenue luz. La mayoría de estos hombres ostentaban posiciones de gran poder en la vida real, y sin embargo el iniciado sabía que sus rangos mundanos nada significaban dentro de estas paredes. Aquí todos los hombres eran iguales, hermanos jurados que compartían un lazo místico.

Mientras contemplaba la intimidante asamblea, el iniciado se preguntó quién en el mundo exterior se podría imaginar a este grupo de hombres congregado en un mismo lugar… O que lo hicieran en este lugar. La sala se asemejaba a un santuario sagrado de la antigüedad.

La verdad, sin embargo, era mucho más extraña.

“Estoy a sólo unas cuadras de la Casa Blanca.”

Este colosal edificio, situado en el 1733 de la calle Dieciséis NW de Washington, era una réplica de un templo precristiano: el templo del Rey Mausolo: el mausoleo original… un lugar que se ocupaba al morir. En la entrada principal, dos esfinges de diecisiete toneladas vigilaban las puertas de bronce. El interior era un ornamentado laberinto de cámaras rituales, pasillos, criptas selladas, bibliotecas e incluso un muro hueco en el que se ocultaban los restos de dos seres humanos. Al iniciado le habían contado que todas y cada una de las salas de este edificio escondían un secreto, aunque él sabía que ninguna sala contenía secretos más profundos que la gigantesca cámara en la que ahora estaba arrodillado con una calavera en las palmas de sus manos.

“La Sala del Templo.”

Esta sala era un cuadrado perfecto. Y cavernoso. El techo se encontraba a unos espectaculares treinta metros de altura y lo sostenían una serie de monolíticas columnas de granito verde. Rodeaba la sala una gradería de asientos de oscuro nogal ruso con piel de cerdo curtida a mano. Un trono de diez metros de altura dominaba el muro occidental y, en el otro extremo, oculto a la vista, había un órgano tubular. Los muros eran como un caleidoscopio de símbolos antiguos... egipcios, hebraicos, astronómicos, químicos y otros todavía desconocidos.

Esta noche, la Sala del Templo estaba iluminada por una serie de cirios cuidadosamente dispuestos. Su tenue resplandor estaba únicamente acompañado por los rayos de luz de luna que se filtraban por el amplio ojo del techo y que iluminaban la pieza más extraordinaria de la sala: un altar hecho de un bloque sólido de mármol belga, pulido y de color negro, que estaba situado en el centro mismo del cuadrado de la cámara.

“El secreto es cómo morir», se recordó a sí mismo el iniciado.

—Ha llegado el momento —susurró una voz.

El iniciado dejó que su mirada se posara sobre la distinguida figura ataviada con una túnica blanca que tenía ante sí. «El venerable maestro supremo.» Este hombre, de casi sesenta años, era todo un icono norteamericano, muy querido, robusto e incalculablemente rico. Su cabello, antaño oscuro, ya estaba encaneciendo, y su famoso rostro reflejaba una vida de poder y un vigoroso intelecto.

—Haz el juramento —dijo el venerable maestro con una voz suave como la nieve al caer—. Completa tu viaje.

El viaje del iniciado, como el de todos los demás, había comenzado en el primer grado. Aquella noche, en un ritual parecido a éste, el venerable maestro le había cubierto los ojos con una venda de terciopelo y tras colocarle una daga ceremonial sobre el pecho desnudo, le había preguntado:

—¿Juras solemnemente por tu honor, sin estar influenciado por motivo mercenario o indigno alguno, que libre y voluntariamente te presentas candidato a los misterios y privilegios de la hermandad?

—Lo juro —había mentido el iniciado.

—Que te remuerda pues la conciencia —le advirtió el maestro—, y te sobrevenga una muerte inmediata si traicionas alguna vez los secretos que te serán revelados.

En aquel momento, el iniciado no sintió miedo alguno. “Nunca descubrirán cuál es mi auténtico propósito aquí.”

Esta noche, sin embargo, le había parecido advertir una aprensiva solemnidad en la Sala del Templo, y su mente comenzó a repasar todas las advertencias que había recibido durante este viaje, todas las amenazas de las terribles consecuencias que sufriría si se le ocurriera compartir alguna vez los antiguos secretos que estaba a punto de conocer: “Me rajarán el cuello de oreja a oreja…, me arrancarán de cuajo la lengua…, extraerán e incinerarán mis entrañas…, las esparcirán a los cuatro vientos…, me extirparán el corazón y se lo darán a los animales del campo…”

—Hermano —dijo el maestro de ojos grises mientras colocaba su mano derecha sobre el hombro del iniciado—. Haz el juramento final.

Armándose de valor para dar el último paso de su viaje, el iniciado movió su musculosa constitución y volvió su atención a la calavera que sostenía entre las palmas de sus manos. El vino carmesí se veía casi negro a la tenue luz de los cirios. En la cámara se hizo un silencio mortal, y pudo sentir la mirada de todos los testigos que permanecían a la espera de que tomara su último juramento y se uniera a sus filas de élite.

“Esta noche —pensó—, dentro de estas paredes está teniendo lugar algo que nunca antes había ocurrido en la historia de esta hermandad. Ni una sola vez, en siglos.”

Él sabía que sería el detonante… y que le otorgaría un poder inconmensurable. Revigorizado, suspiró y dijo en voz alta las mismas palabras que incontables hombres habían pronunciado antes que él en países de todo el mundo.

—”Que este vino que ahora bebo se torne veneno mortífero en mis labios si alguna vez, consciente e intencionadamente, quebranto mi juramento.”

Sus palabras resonaron en la oquedad del espacio.

Luego todo quedó en silencio.

Con manos firmes, el iniciado se llevó la calavera a la boca y sintió el seco hueso en los labios. Cerró los ojos e, inclinándola, se bebió el vino a tragos largos y profundos. Cuando se hubo terminado hasta la última gota, la volvió a bajar.

Por un instante, creyó sentir que se le agarrotaban los pulmones y se le aceleraba el pulso del corazón. “¡Dios mío, me han descubierto!” Luego, tan rápidamente como le había sobrevenido, esta sensación se le pasó.

Una agradable calidez le recorrió el cuerpo. El iniciado soltó un suspiro, sonriendo interiormente mientras levantaba la mirada hacia el hombre de ojos grises que ingenuamente lo había admitido en las filas más secretas de esta hermandad.

“Pronto perderán todo lo que más aprecian.”

CAPÍTULO 1

El elevador Otis que sube por el pilar sur de la Torre Eiffel va repleto de turistas. Dentro de la atestada cabina, un austero hombre de negocios vestido con un traje perfectamente planchado baja la mirada hacia el chico que tiene al lado.

—Te ves pálido, hijo. Deberías haberte quedado en la planta baja.

—Estoy bien… —contesta el chico, esforzándose por controlar su ansiedad—. Me bajaré en el siguiente piso. “No puedo respirar.”

El hombre se inclina sobre el chico.

—Creía que a estas alturas ya lo habrías superado —y le acaricia afectuosamente la mejilla.

El chico se siente avergonzado por haber decepcionado a su padre, pero apenas puede oír nada por culpa del zumbido en los oídos. “No puedo respirar. ¡Tengo que salir de esta caja!”

El operador hace algún comentario reconfortante sobre los pistones articulados y el hierro pudelado del elevador. A lo lejos, las calles de París se extienden en todas direcciones.

“Ya casi hemos llegado —se dice a sí mismo el chico mientras estira el cuello y levanta la mirada hacia la plataforma de salida—. Aguanta un poco más.”

A medida que el elevador se va acercando al observatorio superior, el hueco empieza a estrecharse y sus enormes puntales a contraerse formando un estrecho túnel vertical.

—Papá, no creo…

De repente resuena un estallido en staccato. La cabina da una sacudida y se balancea hacia un lado de un modo extraño. Los deshilachados cables comienzan a restallar sobre la cabina, golpeándola como si de serpientes se tratara. El muchacho se sujeta de la mano de su padre.

—¡Papá!

Ambos se quedan mirando mutuamente durante un aterrador segundo.

Y de repente el suelo del elevador desaparece bajo sus pies.

Robert Langdon se incorporó de golpe en su sillón de piel, todavía aturdido por la semiconsciente ensoñación. Iba sentado a solas en la enorme cabina de un avión privado Falcon 2000EX que en esos momentos atravesaba una turbulencia. De fondo se podía oír el zumbido uniforme de los motores duales Pratt & Whitney.

—¿Señor Langdon? —crepitó el intercomunicador—. Estamos a punto de aterrizar.

Langdon se irguió en su asiento y volvió a meter las notas de la conferencia en su bolsa de piel. Estaba repasando la simbología masónica cuando su mente había comenzado a divagar. La ensoñación sobre su fallecido padre, sospechaba Langdon, debía de estar provocada por la ines-perada invitación que esa misma mañana había recibido de su antiguo mentor, Peter Solomon.

“El otro hombre a quien nunca he querido decepcionar.”

El filántropo, historiador y científico de cincuenta y ocho años había tomado a Langdon bajo su protección casi treinta años atrás, ocupando en muchos sentidos el vacío que había dejado en éste la muerte de su padre. A pesar de la influyente dinastía familiar y de la enorme fortuna de Solomon, Langdon no había encontrado más que humildad y cordialidad en sus delicados ojos grises.

Por la ventanilla Langdon advirtió que el sol ya se había puesto, pero todavía pudo distinguir la esbelta silueta del obelisco más grande del mundo, alzándose en el horizonte como la aguja de un ancestral gnomon. Los ciento setenta metros de altura del obelisco de mármol señalaban el corazón de esta nación. Alrededor de la aguja se extendía concéntricamente la meticulosa geometría de calles y monumentos.

Incluso desde el aire, Washington emanaba un poder casi místico.

A Langdon le encantaba esta ciudad y, en cuanto el avión aterrizó, sintió una creciente excitación por lo que le esperaba esa noche. El avión se dirigió hacia una terminal privada que había en algún lugar de la vasta extensión del Aeropuerto Internacional Dulles y finalmente se detuvo.

Langdon recogió sus cosas, le dio las gracias a los pilotos y abandonó el lujoso interior del avión por la escalera desplegable. El frío aire de enero le resultó liberador.

“Respira, Robert”, pensó mientras contemplaba los espacios abiertos.

Una sábana de blanca niebla cubría la pista y al descender hacia el neblinoso asfalto, Langdon tuvo la sensación de sumergirse en un pantano.

—¡Hola! ¡Hola! —oyó que gritaba una cantarina voz con acento británico desde el otro lado de la pista—. ¿Profesor Langdon?

Langdon levantó la mirada y vio que una mujer de mediana edad con una insignia y un portapapeles se dirigía apresuradamente hacia él, saludándole alegremente mientras se acercaba. Unos cuantos rizos rubios sobresalían por debajo de un vistoso gorro de lana.

—¡Bienvenido a Washington, señor!

Langdon sonrió.

—Gracias.

—Soy Pam, del servicio de pasajeros —la mujer hablaba con un entusiasmo que resultaba casi inquietante—. Si tiene la amabilidad de acompañarme, señor, su coche le está esperando.

Langdon la siguió por la pista en dirección a la terminal Signature, que estaba rodeada de relucientes aviones privados. “Una parada de taxis para los ricos y famosos.”

—No quiero avergonzarle, profesor —dijo la mujer con timidez—, pero usted es el Robert Langdon que escribe libros sobre símbolos y religión, ¿verdad?

Langdon vaciló y luego asintió.

—¡Lo sabía! —dijo ella, radiante—. ¡En mi grupo de lectura leímos su libro sobre lo sagrado femenino y la Iglesia! ¡Vaya escándalo! ¡Está claro que a usted le gusta alborotar el gallinero!

Langdon sonrió.

—Bueno, en realidad mi intención no era escandalizar.

La mujer pareció advertir que Langdon no tenía muchas ganas de hablar sobre su obra.

—Lo siento. Hablo demasiado. Supongo que debe de estar harto de que lo reconozcan… aunque en realidad es culpa suya —dijo mientras señalaba alegremente la ropa que él llevaba puesta—. Su uniforme lo ha delatado.

¿Mi uniforme? Langdon miró la ropa que llevaba puesta. Iba con su habitual suéter de cuello alto, un saco Harris de tweed, unos chinos y unos mocasines colegiales de cordobán… La indumentaria estándar para las clases, el circuito de conferencias, las fotografías de autor y los eventos sociales.

La mujer se rió.

—Estos suéteres de cuello alto que lleva están muy pasados de moda. ¡Estaría más elegante con una corbata!

“No lo creo —pensó Langdon—. Son pequeñas sogas.”

Langdon se había visto obligado a llevar corbata seis días a la semana cuando estudiaba en la Academia Phillips Exeter, y a pesar de que el romántico director aseguraba que su origen se remontaba a la fascalia de seda que llevaban los oradores romanos para calentar sus cuerdas vocales, Langdon sabía que, etimológicamente, el término corbata en realidad derivaba de una despiadada banda de mercenarios “croatas” que se ponían pañuelos en el cuello antes de la batalla. Hoy en día, este antiguo atuendo de combate lo seguían llevando los modernos guerreros de las oficinas con la esperanza de intimidar a sus enemigos en las batallas diarias del salón de juntas.

—Gracias por el consejo —dijo Langdon tras soltar una risa ahogada—. Lo tendré en cuenta en futuras ocasiones.

Afortunadamente, un hombre de aspecto profesional y vestido con un traje oscuro salió de un elegante Lincoln Town estacionado junto a la terminal y le hizo una seña.

—¿Señor Langdon? Soy Charles, del servicio de limusinas Beltway —dijo, y le abrió la puerta del asiento de pasajeros—. Buenas tardes, señor. Bienvenido a Washington.

Langdon le dio una propina a Pam por su hospitalidad y luego se metió en el lujoso interior del Lincoln Town. El chofer le enseñó dónde estaban el control de temperatura, el agua embotellada y la cesta con panecillos calientes. Unos segundos después, Langdon avanzaba a toda velocidad por una carretera de acceso restringido. “De modo que así es cómo vive la otra mitad.”

Mientras el chofer conducía el coche en dirección a Windsock Drive consultó su lista de pasajeros e hizo una rápida llamada.

—Servicio de limusinas Beltway —dijo el chofer con eficiencia profesional—. Me han indicado que confirmara el aterrizaje de mi pasajero —hizo una pausa—. Sí, señor. Su invitado, el señor Langdon, acaba de llegar. A las siete de la tarde estará en el edificio del Capitolio. De nada, señor —y colgó.

Langdon no pudo evitar sonreír. “No ha dejado piedra sin mover.” El detallismo de Peter Solomon era uno de sus más potentes trucos, y le permitía gestionar su considerable poder con aparente facilidad. “Unos pocos miles de millones de dólares en el banco tampoco hacen ningún daño, claro está.”

Langdon se acomodó en el lujoso asiento de piel y cerró los ojos mientras el ruido del aeropuerto quedaba cada vez más lejos. El Capitolio estaba a media hora, así que aprovechó el tiempo a solas para poner en orden sus pensamientos. Todo había pasado tan deprisa que hasta ahora Langdon no se había parado a pensar seriamente en la increíble noche que le esperaba.

“Cuánto secretismo el de mi llegada», pensó Langdon, a quien la idea no dejaba de hacerle gracia.

A dieciséis kilómetros del edificio del Capitolio, una figura solitaria aguardaba con impaciencia la llegada de Robert Langdon.

Dan Brown, El símbolo perdido, derechos exclusivos de Editorial Planeta

 



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