aviso-oportuno.com.mx

Suscríbase por internet o llame al 5237-0800




“No creo ni en Poniatowska”

Mónica Maristain| El Universal
Viernes 24 de abril de 2009
Pasó de ser un escritor de culto a uno muy visible en la literatura mexicana. El autor de “Vidas perpendiculares” prepara una novela larga que se llamará “Decencia”

 cultura@eluniversal.com.mx

 

Tiene un aire al Mickey Rourke pre-operación estética y si su apariencia le preocupara tanto como la escritura, preservaría ciertos rasgos cercanos al todavía joven Ethan Hawke. Álvaro Enrigue, sin embargo, nacido en la ciudad de México en 1969, parece haber nacido sólo para escribir, que no para mirarse al espejo y mucho menos despabilarse absorbido por preocupaciones literarias. Una cosa es la escritura, otra muy otra el corpus a veces fantasmagórico que regentean intocables como Carlos Fuentes o Sergio Pitol, bajo la sombra no siempre amena del sempiterno Octavio Paz, del inolvidable Juan Rulfo.

El autor de Vidas perpendiculares (Anagrama), ya había amenazado con ponerse de moda con su proverbial antología de cuentos Hipotermia (Anagrama) y quizás por ese desparpajo que despliega en torno a las cuestiones “literarias”, ha traído al mundo de la literatura en español, una frescura y un tono personal que le permiten transitar por una ruta propia, no original ni rotundamente nueva, sino suya, de él.

Entre el humor inteligente y la tierna ironía de quien nunca abandonará a sus personajes en el desierto (no al menos sin indicarles la dirección del oasis más cercano), Enrigue ha sabido entregar con Vidas perpendiculares, una novela que permite el tránsito de sus criaturas principales por varios tiempos. Entrar a la atmósfera de Jerónimo Rodríguez Loera, el hijo deforme y hermano con mala fortuna, el rechazado y aislado de su familia, es meterse en los espejos de Alicia, no para encontrar conejos amables, sino para entablar sabrosas conversaciones con un monje del Siglo XVII, una doncella griega o un anarquista asturiano en Buenos Aires.

Álvaro Enrigue ha vivido entre el Distrito Federal y Washington. Ha sido profesor de Literatura en la Universidad Iberoamericana y de Escritura Creativa en la de Maryland. Se dedica desde 1990 a la crítica literaria y ha colaborado en revistas y periódicos de México y España. Ahora cuenta las palabras, una por una, para ver si un golpe de suerte le permite llegar al punto final de una novela larga que no terminará a tiempo y que llevará por título, Decencia.

Se sabe que Enrigue escribe y que también mira árboles.

“Hice un esfuerzo consciente por conocer por nombre la flora de la ciudad de México y obligo a mis pobres hijos a conocerla. Dylan, que tiene dos años, dice: Mira, un ahuehuete. Nada en el mundo me honra tanto”, confiesa el hermano del también escritor Jordi Soler.

Pertenecer a una familia literaria tiene su puntito divertido para el autor de Muerte de un instalador, una novela de 1996 en la que Enrigue analizaba la condición artística.

“Creo que nos reímos más de lo normal. Sobre todo de los invitados. Lo bueno es que es una familia muy bien entrenada para darle giros sutiles al lenguaje, así que los invitados muchas veces no se dan cuenta de que la botana seguía en la mesa aun cuando ya había pasado el café.”

“Con mi hermano hablamos mucho de libros y nos quejamos juntos de los editores, pero no leemos cada uno los originales del otro. Demasiada cercanía genética, supongo. Sería de plano pornográfico”.

De hijos escritores salen padres lectores, aunque con el tono elegante de no verse obligados a preferir a uno sobre otro. “Mis padres se esfuerzan —generosamente— por no tener preferencias. A estas alturas, ya no me importa tanto que la crítica celebre o crucifique mi trabajo, pero si supiera que mi padre me considera un escritor mediocre, me pegaría un tiro”, admite dramático el benjamín de la familia Enrigue.

“Nuestro padre es una especie de estrella del derecho internacional. No un diplomático, pero sí un viajero prolongado y, por lo mismo, siempre se iba con nuestra madre. Se quedaban por periodos largos en Bruselas o en DC, en Berlín o Constantinopla. Crecimos los cuatro jóvenes un poco al garete en la casa de Coyoacán. Como los hermanos de El siglo de las luces, de Carpentier. Es apenas natural que, ya de adultos, nosotros tengamos también la pulsión por las mudanzas”, evoca.

Adicto a la televisión y al béisbol (“Mis pobres Orioles son tan medianos que nunca los transmiten por cable, así que los veo por Internet”), fiel seguidor de la serie Lost, el escritor que en la encuesta de EL UNIVERSAL fuera elegido el autor a seguir en el 2009, se declara “amnésico” a la hora de recordar qué rol personificó en sus vidas pasadas y escucha música, aunque en la función shuffle del iPod.

“Es una salvajada porque en realidad uno no escucha nada, pero sirve de una manera zen: permite una concentración mayor en la escritura porque entretiene a una parte del cerebro fuera del denso ritual de contar algo”, explica.

Aunque su celebrada Vidas perpendiculares habla de las vidas pasadas, él no cree en nada de eso. “Por supuesto que no. Ni en las vidas pasadas, ni en la salvación del alma, ni en el psicoanálisis, ni en la lucha de clases, ni en Elena Poniatowska, ni en nada.

¿Ha tenido malos agüeros que se han cumplido?

Escribí un cuento sobre ese asunto, se llama “Gula” —creo— y está en Hipotermia. Te juro que lo que narra es verdad. Nunca jamás ni me leo las cartas, ni me echo las runas, ni me hago limpiezas esotéricas ni nada, pero un día me encontré a un amigo astrólogo y por primera vez en la vida le pedí que viéramos mi carta astral, dado que estaba por empezar otra mudanza y en esta ocasión ya tenía un niño. Me dijo cosas espantosas y cómo evitarlas: escribiéndolas. Las cosas se fueron cumpliendo una por una en las fechas previstas, pero en versiones light; como si fueran registros plásticos de las desgracias mayores que iba evitando mientras las escribía. Parte de El cementerio de sillas es el relato de esas desgracias evitadas.

¿La memoria es un registro del dolor?

Si eres budista, sí. Aunque sería del sufrimiento, más que del dolor. Yo no soy budista.

¿Es que usted no guarda recuerdos de la felicidad?

Por supuesto, pero la felicidad no es un valor literario. Como Jefferson, yo aspiro a la felicidad, pero la novela es heredera de la épica y la tragedia; no hay espacio ahí para el contento. Por otro lado, Vidas perpendiculares tiene final feliz… para que veas que no soy ningún azotado.

¿Llora a menudo?

Soy una nena.

¿Con lágrimas y fruncimiento de labios?

Suspirotes y todo.

¿Cuándo fue la última vez que lloró sin consuelo y por qué?

Durante la transmisión de alguna película, supongo. Las de presos políticos nunca las puedo ni terminar de ver de tanto que lloro.

¿Es mejor perseguir lagartijas que presidir congresos?

Te digo que no tengo el chip de la política. Y no es mala definición de lo que hace un novelista: perseguidor de lagartijas. Escribir es estar a ras de tierra y con los ojos pelones.

¿O presidir congresos de lagartijas?

Eso pasa cuando ya perdiste la fe en tu escritura y optas por la carrera de funcionario cultural.

 

 

 



Ver más @Univ_Cultura
comentarios
0