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Libros a la guillotina

Michelle Gama| El Universal
Lunes 09 de julio de 2007
Aunque drástica, la destrucción de libros no es por razones represivas, simplemente, para algunas editoriales, es la mejor opción, por cuestiones financieras

¿Qué les sucede a los libros que las editoriales no venden? Las respuestas son variadas: pueden acabar en una bodega, ser dona-dos o rematados, pero la realidad es que una gran parte es destruida.

La última opción parece extrema, pero la biblioclastia sí existe en nuestra época. Aunque drástica, la destrucción de libros no es por razones represivas, simplemente, para algunas editoriales, es la mejor opción, por cuestiones financieras.

La librería es el lugar donde el proceso comienza. Tomamos los casos de El Sótano y Gandhi, por ser dos de las más acreditadas en el ámbito comercial y, por lo tanto, de gran afluencia de público lector.

A todo título nuevo se le da, en las librerías de El Sótano, un mes como mínimo de exhibición en la mesa de novedades. Dos meses es el plazo máximo para que se mantenga ahí, según Alejandro Cabrera, gerente de la sucursal en Miguel Ángel de Quevedo.

En el caso de las librerías Gandhi, Alejandro Ramírez, gerente de compras, menciona que las novedades se exhiben en una mesa específica durante 60 días, Si su venta es buena este periodo se prorroga. De lo contrario, pasan a los anaqueles generales o temáticos correspondientes.

Desde las primeras dos semanas se sabe si el título cubrirá o no las expectativas de venta, ya que, según Cabrera, es el tiempo en que la editorial hace el gasto de publicidad, promoción y presentación del libro. “Después de esto la curva (de ventas) va hacia abajo, a menos que esta curva se mantenga y siga vendiendo un promedio aceptable, pero ya estaríamos hablando de un título long seller”.

Después del tiempo de exhibición, los ejemplares no vendidos se regresan a la empresa proveedora, ya que, regularmente, las ventas en el mundo editorial se llevan a cabo a consignación, es decir, se establece un compromiso de pago únicamente por los ejemplares vendidos en la librería.

En el caso de la librería El Sótano, “las novedades se devuelven en tiempos de 30 a 60 días posteriores a cuando llegan, después de esto se siguen teniendo disponibles, aunque en cantidades menores o mayores, dependiendo del análisis de ventas”, dice Cabrera.

En la situación de Gandhi sucede algo parecido. Según Ramírez, “lo más común es devolver sólo una parte de los ejemplares que queden para mantener el título en existencia”.

Cuando estos ejemplares son devueltos a la editorial, ésta tiene que tomar la decisión sobre qué hacer con ellos. Por un lado, puede mandarlos a bodega —pagando el impuesto correspondiente— debido a que los libros son activos fiscales. Por el otro, puede destruirlos y librarse de ese impuesto.

En el caso del Fondo de Cultura Económica, de acuerdo con información tomada del Sistema de Solicitudes de Información a la administración pública federal (Sisi), número de folio 1124900004605, los libros se dividen en cuatro rubros o líneas. En las líneas uno y dos entran aquellos títulos que más se venden. La línea tres abarca menores ventas y rescata los llamados “clásicos”, con existencias mínimas. La última línea es la cuatro e incluye a los ejemplares en mal estado.

Establece: “Serán susceptibles de dar de baja los materiales bibliográficos o productos culturales que se ubiquen en las líneas tres y cuatro”.

El destino final de estos ejemplares, en el caso de FCE, depende de su estado y puede ir desde su venta por debajo del costo, regalo con una compra, donación o venta como material de desecho o destrucción.

“La destrucción podrá consistir en trituración, incineración, guillotinado o cualquier otro.

“En los casos de baja por destrucción o donación, la subgerencia de Recursos Financieros gestionará ante la Secretaría de Hacienda y Crédito Público lo correspondiente para que el importe de los bienes sea deducible de impuestos.”

Con editorial Tusquets pasa algo distinto. Claudia Galán, gerente comercial y administrativa de esta editorial, explica que por política de la empresa no se destruyen libros. “Los ejemplares que no se venden van saliendo poco a poco. A este tipo de publicaciones se les denomina long sellers, en el peor de los casos se tardan cinco años”.

Los libros de Tusquets se importan de España y no son libros de coyuntura o de “moda”. Galán afirma que se quedan uno o dos ejemplares en cada librería, mismos que se van vendiendo poco a poco. “Aún en el caso de que las librerías regresen los ejemplares no vendidos, después vuelven a pedir cinco o seis”.

Tusquets tiene una bodega en la que los libros se quedan tres o cuatro años, pero como afirma su gerente comercial y administrativa, terminan vendiéndose, y mientras tanto se paga el impuesto que implica tenerlos en bodega.

En el caso de editorial Océano, María de Lourdes Ortega, del área de Relaciones Públicas, afirmó que la destrucción, la selección de los títulos que se destruyen y el lugar en el cual este proceso se lleva a cabo están regidos “por un sistema de seguridad”. Bajo este argumento justificó no proporcionar la información solicitada.

Sobre esta práctica común, pero poco conocida, Paloma Saiz, coordinadora del programa de Fomento a la Lectura de la Secretaría de Cultura del Distrito Federal, cree que se debería reglamentar la destrucción dentro de la Ley del Fomento para la Lectura y el Libro, vetada por el ex presidente Vicente Fox el año pasado.

“Este tipo de temas no se consideran, Se le debe de dar una salida a las editoriales, incentivos fiscales”, señaló.

La creadora del programa Para Leer de Boleto en el Metro considera que existen libros obsoletos y dañados que ya no representan ninguna utilidad, pero también hay otros con un éxito tardío, como lo prueban las reediciones.

El problema medular para Paloma Saiz es que no se conoce el contenido de la Ley del Libro: “Le faltan muchísimos elementos, ¿por qué no está contemplada en ella la destrucción de los libros?

“El libro debería ser declarado un bien cultural, así se exentarían una serie de impuestos”, consideró Saiz, para quien una propuesta viable para aprovechar los libros, en lugar de destruirlos, consistiría en organizar una enorme venta de bodega de las editoriales.



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