Un virrey que arrasó con los perros
Las órdenes del virrey Miguel José de Azanza, transmitidas a través de la Subintendencia, eran muy claras. Los serenos -antiguos policías de la ciudad de México- debían exterminar una de las plagas que "invadía" a la capital de la Nueva España a finales del siglo XVIII: los perros. En medio de la oscuridad de la noche y armados únicamente de palos, los serenos debieron salir a sus recorridos para encender los faroles, arrestar a los delincuentes y, al mismo tiempo, para matar a los perros callejeros. Sin embargo, sus precarias armas y la fortaleza de los animales, provocaban intensas y ruidosas luchas, cuyo saldo final, para los antiguos policías de la ciudad de México, solía ser desde diversas manchas de sangre en su ropa hasta fuertes mordidas, principalmente en brazos y piernas. Los serenos también debían enfrentarse a insultos o conflictos constantes con los vecinos de la zonas donde se sacrificaban a los caninos, sobre todo, cuando el perro en cuestión tenía dueño, dado que en muchas ocasiones los asesinaban en la entrada de las casas. Aunque esa historia se repitió por tres años, de 1798 a 1801, tiempo en el que mataron a más de 14 mil perros de la capital de la Nueva España, son pocos los documentos que dan cuenta de esos hechos, explica el historiador francés Arnaud Exbalin. Uno de esos escasos expedientes se encuentra en el archivo histórico del Distrito Federal, con el título Matanza de perros, donde se empadrona cada semana a los caninos matados por los serenos durante las noches de 1798 a 1801. Para el especialista de la Universidad de París X-Nanterre, este hecho resulta muy peculiar, dado que en la ciudad de México no había epidemias de rabia, como sucedía en las grandes ciudades europeas cuando se registraban intensas matanzas de perros. "Más bien se trataba de una forma de demostrar el poder del nuevo virrey (Miguel José de Azanza), quien quería sacar de la ciudad de México a la plebe. Por eso, matar a los perros, que siempre acompañaban a la gente más pobre, era un tipo de aviso a esos grupos sociales." Pero el virrey también tenía la intención de transformar a la ciudad de México en una urbe similar en orden a las grandes capitales europeas, por ello el espacio público, lleno de vendedores ambulantes durante casi todo el siglo XVIII, se transformó, en los dos últimos años de esa centuria, para dar paso a plazas muy limpias. El clero pudo haber jugado también un papel importante en la realización de esa matanza, comenta Arnaud Exbalin, porque incluso ellos consideraban que los caninos incurrían en los siete pecados capitales: fornicaban en la calle, no eran útiles, mordían, al igual que la plebe eran violentos, defecaban y vomitaban adentro de las iglesias, eran causas de pleitos entre vecinos, y mal ejemplo para los jóvenes. Sin embargo, las grandes matanzas que se llegaron a presentar durante 1798 disminuyeron conforme avanzaba el tiempo. "Mientras en los primeros meses de este exterminio se llegaba a matar hasta 90 perros cada noche, en las últimas semanas de esta orden sólo se aniquilaban a menos de 10 animales". Para el historiador francés, ése es un hecho que llama particularmente la atención, porque mientras en Europa una orden directa de la máxima autoridad era obedecida completamente, en la Nueva España eso no sucedió, incluso hubo conflictos entre la Subintendencia y el guardamayor, es decir, el jefe de los serenos. "En una ocasión la Subintendencia ordenó que los cuerpos de los perros fuera exhibidos públicamente; sin embargo, el guardamayor ordenó que esos cadáveres se trasladaran fuera de la ciudad." Otro factor que influyó para esa "desobediencia", fue el desconocimiento de las autoridades españolas de las costumbres y creencias de la población novohispana. Mientras para los europeos el perro era una especie de plaga, los americanos estaban totalmente integrados para la convivencia con estos animales, se alimentaban de ellos y eran quienes ayudaban a las almas a cruzar el río para llegar a Mictlán o valle de los muertos. Todos esos factores en conjunto, aunados a la llegada del nuevo virrey Félix Berenguer de Marquina, en el año 1800, acabó con la orden de exterminar a los perros de la ciudad de México en 1801.