´Breve historia de Ahuatepec´
Parte I
Una tarde, a mediados del mes de abril de 1957, llegó a mi casa la mujer de Guerrero Galván. Venía acompañada de dos mujeres y un hombre. Eran campesinos de Ahuatepec, Enedino Montiel, Rosalía Rosas Duque y Antonia Ramírez. -Son los que están peleando con los despojadores -dijo Deva. Los observé con atención. Ellos parecían mortificados, de pie, con los ojos bajos. Enedino tendría unos cincuenta años. De estatura media, bigote negro, pelo entrecano y unos ojos extrañamente melancólicos. Sus pantalones de manta y camisa alforzada estaban llenos de remiendos. Todo él tenía un aire muy antiguo, casi bíblico. Antonia, la mujer de Enedino, era la imagen misma de la miseria. Estaba asustada y sin saber hacia dónde mirar ni qué decir. Rosalía era la de más aplomo y la mejor vestida. Sonriente, mostraba sus dientes, postizos. Me extrañó en una india. Pronto supe el porqué de aquellos dientes falsos. -¡Cuéntale! -dijo Deva, mientras encendía un cigarrillo, segura de que el relato que iba yo a escuchar me dejaría asombrada. -¿Qué le vamos a contar que no se sepa ya? -dijo Enedino con serenidad. -¡Cuenten las amenazas, los despojos, los crímenes! -insistió Deva. -Siempre ha sido igual -respondió Enedino- ... antes ahora, ya no nos marcan con hierro, como marcaron a mis padres. Pero, al paso que vamos, pronto lo veremos... Las palabras pausadas del indio me impresionaron. Lo miré a los ojos, él me devolvió la mirada en la que había más melancolía que ira. ¡Los marcaban con hierro! -me dije-, y a pesar mío, sentí una gran vergüenza, no sólo por mí, sino por todos nosotros, los culpables. Recordé sin querer, mi viaje a la Indochina, y comparé la actitud de los franceses con la nuestra respecto a los "nativos". También a los indochinos los golpeaban, los encarcelaban y los despojaban de sus bienes los colonos franceses. ¡Pero, eran colonos!... en cambio nosotros somos mexicanos, igual que estos indios indefensos que estaban en mi casa. -Tienen la fuerza aunque no el derecho... -dijo Enedino. Sin querer, vi sus pies gastados de tanto andar entre las piedras, aquí, sobre la alfombra de mi casa. -A mí, los pistoleros mentados, me mataron a golpes, y estuve muerta todo un día. Cuando reviví fue para saber que estaban enterrando a mi muchacho... -dijo Rosalía con inocencia. -¿Cómo que la mataron? -pregunté. -Sí, señora, fue una mañana, un veinte de agosto del año pasado (1956). Estaba yo trabajando en mis tierras, cuando llegaron los mentados asesinos, acompañados de unos ingenieros, a medirlas. -¿Qué vienen a hacer aquí? -¡Cállate vieja jija!... ¡Mis tierras son mis tierras, desde mis bisabuelitos y no me las van a quitar! -Estas tierras van a ser para don Agustín, ya lo arregló en el Departamento Agrario, me contestaron. Entonces, yo agarré un montón de piedras para sacarlos de allí, y los asesinos se me vinieron encima, me golpearon, me lastimaron la lengua -luego me la engraparon en la Cruz Roja de Cuernavaca-, y me dejaron por muerta. Mi hijo, se vino corriendo a defenderme y lo mataron de un balazo en la frente. ¡Tenía diecisiete años! (...)
Parte II
Enedino Montiel, Rosalía Rosas Duque y Antonia Ramírez, guardaron silencio. Pacíficos, fumaron un cigarrillo, mientras veían a través de las grandes ventanas cómo empezaba a oscurecer sobre la ciudad. Yo no sabía qué decir, ni por dónde empezar. ¿Qué hacer? Me parecía imposible que nadie se hubiera preocupado ante un atropello semejante. Después de todo, había un muerto y una mujer gravemente herida. -¿Cómo se llamaba el joven asesinado? -pregunté. -Mauro Ocampo Rosas -contestó Rosalía. -¿Y existen pruebas de que fue asesinado? -¡Como no! ¡Las actas están en Cuernavaca! -dijo Endino rápido. -¿Y el asesino está preso? -¿Preso? -preguntó Enedino con amargura. -¡Si somos indios! ¿Quién va a meter a la cárcel al asesino de un indio que defiende sus derechos? -Anselmo Paredes, el asesino de mi niño, ahora es policía -contestó Rosalía rencorosa. -¡Lo premiaron! -contestó Enedino. Por lo visto el caso de Ahuatepec era el reflejo de una situación que se prolonga en México, desde los tiempos de la Colonia. ¿Quién no ha escuchado desde la infancia, los epítetos más despectivos sobre los indios?: "Los indios mugrosos", "los malditos indios", "feo como un indio", "todos los indios son asesinos", etc., etc. Mi experiencia en este caso de Ahuatepec iba a confirmar lo que siempre he creído: que hay dos Méxicos: uno, minoritario, que goza de todos los privilegios; y el otro, el indígena, que vive privado de todo derecho y toda garantía. Sé muy bien que afirmar esto, es un atentado. Sobre todo desde que la Revolución declaró a los indios bandera de la Patria. Pero, desgraciadamente, la verdad oficial está muy lejos de la verdad. ¿Cuáles son los pecados de los indios? Los pecados de los indios en México, son los mismos pecados de los negros en Estados Unidos. Hay una diferencia: mientras los norteamericanos publican abiertamente sus prejuicios raciales, nosotros los ocultamos cuidadosamente. -Ya lo dijo don Porfirio: "El mejor indio, es el indio muerto" -dijo Enedino Montiel, como si leyera mis pensamientos. -¿Quién es el responsable directo de estos atropellos? -les pregunté. -Agustín Legorreta -contestaron a coro. Yo no sabía quién era este señor. Tomé su nombre a fin de investigar si realmente era él, el iniciador del desorden en Ahuatepec. -¿Cómo saben que es Agustín Legorreta? -Porque fue el primero en presentarse en el pueblo. Antes de que él llegara vivíamos muy en paz. Fue por el año de 1952, cuando llegó acompañado de un administrador suyo llamado Pontones, y de un profesor llamado Rafael González de Alba, entonces director de la escuela Cristóbal Colón de Cuernavaca. Dijo que quería comprar tierras. Nosotros le dijimos que eran tierras comunales y que no se vendían. -El profesor fue el que le propuso el negocio -agregó Rosalía. -Aconsejado por el padre Martín, el que dice misa en Ahuatepec -siguió Enedino-. Le pareció fácil comprar tierra comunal a veinte centavos metro, para luego venderla a ochenta pesos metro. Ahuatepec está muy cerca de la autopista. Seguro el lugar les gustó para hacer casas de lujo. Ahora ya hicieron hasta un tiro de pichón y Legorreta se construyó una casa muy grande a la que va en compañía de su familia los sábados y los domingos. (...) -Pero, ¿entonces logró comprar la tierra? -¡Seguro! En la Asamblea, el primer día que se presentó, dijo que ya tenía todo arreglado con el gobierno, y que nos iba a llevar la orden por escrito, sólo que todavía no la ha llevado... -¿Y el padre Martín? ¿Qué tiene que ver con todo esto? -El padre Martín empezó a negar la comunión a los comuneros que no queríamos vender la tierra. -Sí, -dijo Rosalía muy seria- y desde que mataron a mi muchacho, ya no puedo pararme en la iglesia... -Todos los domingos amenaza con el infierno, al que no venda sus tierras -agregó Antonia. (...)





