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Samuel Beckett, el despoblador

Javier Barreiro Cavestany*| El Universal
Jueves 13 de abril de 2006

"Nada que hacer."**

Es una de las muchas, memorables, frases de inicio que ponen fin a cualquier pretensión de explicar, comentar, interpretar los textos de Beckett, el escritor irlandés, nacido un 13 de abril de hace 100 años, en Dublín, y que en 1969 recibió el Premio Nobel de Literatura.

Frases, decíamos, que anulan toda tentación epigonal -y son legión los que aún se esfuerzan en iniciar allí donde sólo hay un punto final. Tal es el legado de un autor que supo construir su obra con la música de los descartes.

Epígono él mismo de una ilustre tradición, no es que después de Beckett no quede nada por decir, sino que su grandeza estriba (entre otras cosas) en recordarnos -en esta época de hueco parloteo estridente- el insustituible valor del silencio. Casi toda su obra (novelas, poemas, teatro) podría leerse como una batalla secreta por renunciar a la palabra, por demostrar la imposibilidad de decir.

Y aún así, la palabra se impone. De ahí que su magisterio sea un continuo aprendizaje a partir de la propia desorientación, porque muy simplemente, "la sabiduría consiste en saber qué queremos decir". Por eso, atribuirle grandeza a quien pasó la vida eludiéndola, para buscar la expresión más llana y básica, sería un insulto.

Su ideal parece ser la invisibilidad. Como esa voz en la oscuridad que invita a imaginar ("A voice comes to one in the dark. Imagine". -Compañía, 1980) lo que sucede bajo el "cielo gris sin nube ni un ruido nada se mueve tierra arena gris ceniza" (Sin, 1969). En esa "estancia donde los cuerpos van buscando cada cual su despoblador" (El despoblador, 1970).

Desde sus primeras novelas -Murphy, Watt y, luego, la trilogía: Molloy, Malone muere, El innombrable- hasta sus dramas más conocidos -Esperando a Godot, Días felices-, su obra es un lento, inexorable trabajo de zapa de quien está decidido a quitarlo todo (incluido el suelo bajo los pies) para alcanzar un palmo de esa verdad tan incierta como ineludible, ya no para justificar la propia presencia, sino como huella desnuda del tránsito por una tierra desolada.

Hace 40 años, Nicola Chiaromonte dijo que Beckett era un predicador feroz, cuya salmodia obsesiva y cruel nos recordaba que ante la muerte (más o menos inminente) no hay de qué enaltecerse. De poco sirve ostentar nuestras precarias conquistas, cuando sólo queda la imposibilidad de encontrarle sentido al vivir.

En esta época de equívocos relativismos posmodernos, su actitud constituye una lección tan incómoda como necesaria, que invita a rechazar las tentaciones de la fe y a recuperar ese mínimo de honestidad indispensable para intentar pensar algo auténtico. O, por lo menos, para dejar de enarbolar ideas en las que nadie cree.

Por eso no sorprende que, a nivel escénico, muy pocos estén a la altura de las encrucijadas que plantean sus palabras. y sus silencios. Tristemente (sin la risa atragantada que provocan Estragón o Winnie), demasiados incautos creen poder adornarse con plumas que terminan siendo lápidas. Porque es muy difícil acercarse a Beckett sin recoger el guante de la autoconmiseración que sus payasos protagonistas esgrimen como estandarte de la propia desgracia.

Autoconmiseración que nos abofetea -como burla o como vértigo- al final de cada frase/verso, cuyo esplendor es fruto de ese despojamiento de toda veleidad que aún palpita en sílabas tan certeras como tambaleantes. Porque el torrente de palabras que Beckett descarga, antes que sobre el espectador/lector, sobre el actor/narrador, revela la impotencia de las palabras para dar cuenta de nuestra precaria condición. Y no hay manera de seguir adelante, pero se sigue igual, de manera inexplicable. "Inténtalo otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor" (Worstward Ho, 1983).

Hacia el final de su vida, la escritura de Beckett fue volviéndose más y más condensada, de una decantada esencialidad poética. Las cadencias de breves relatos como Textos para nada o Mal visto mal dicho, piezas teatrales como Ohio Impromptu o Not I, el estremecedor poema The word., poseen un crescendo rítmico y dramático tan avasallador, que ahí parece radicar la clave para descifrar su sentido.

Pero ni el niño consciente de su eterna soledad (Compañía), ni la niña/vieja obstinada en escuchar su eterna historia (Rockaby), hacen concesiones al sentimentalismo o a las fantasías tranquilizadoras. Como en otro de sus comienzos/finales de intraducible musicalidad: "Birth was the death of him. Again. Words are few. Dying too" [Nacer fue su muerte. Otra vez. Escasas palabras. Muriéndose también] (Un pedazo de monólogo, 1980).

* Escritor

** Frase inicial de Esperando a Godot (1952).



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