El padre Chel por Hernán Lara Zavala
A Colin Whithe . Que nadie me denigre al triste papel de seductor lascivo cuando he sido tan sólo un hombre que ama la justicia y la caballerosidad. Reconozco que he tenido algunas dificultades intentado escribir estas líneas. Lo que escribo es un pecado; es un pecado hacer de estos recuerdos palabras y llevar estas palabras al papel. Pero hay algo en mi consciencia que me fuerza a revelar las causas de los males que me imputan; el más común; haber colocado varios pares de tarros, si me es lícito servirme de esta vulgar y penosa expresión, en las testarudas testas de esos timoratos tomados por temibles toros. Dios todopoderoso quiera que el ya conocido recurso de la escritura logre aliviar mis pesares de la manera como yo aliviaba los de mis parroquianos al escuchar sus pecadillos en el confesionarios. Yo llegué a Zitilchén para inspirar una nueva confianza en el ánimo de la gente. Viene a sustituir al honorable padre Emilio García, hombre santo y bueno aunque un tanto mal encarado y gruñón. Sé, por fuentes fidedignas, que el padre García era un hombre viejo. Su edad le impedía esa indispensable comunicación con los feligreses que a mí me granjeó el acercamiento, la simpatía y el agradecimiento de una buena parte del pueblo. El padre Emilio, con su blanquísimo pelo corto sobre la frente y con su nariz aguileña que casi le tocaba su prominente barbilla y con ese tufito que, como diríamos, compungía a los pecadores desde el "Ave María Purísima", era respetado y reverenciado pero, admitámoslo, también era conspicuamente temido, Cada vez que alguien entraba al confesionario él le exigía que rezara el "Yo pecador" en voz alta, hazaña que al principio pocas personas podían lograr, y aun éstas no se veían exentas de algún llamado de atención por omitir alguna línea o por rezar sin suficiente fervor. Me han contado también que si en misa empezaba a llorar algún niño el padre Emilio interrumpía lo que estaba haciendo para reprender a la madre "ya le he dicho decía que si no tiene con quién dejar al niño no venga a misa. Está usted dispensada pero deje que los demás atiendan como Dios manda". La piadosa madre, que se había echado a cuestas a la criatura para no faltar a la iglesia, salía bajo la mirada al principio lastimera, luego sonriente y al final burlona de los propios feligreses. El padre García, pobrecito, era un hombre en extremo rígido y por lo mismo se veía en la necesidad de trocar la devoción por la obligación. Forzaba materialmente a los parroquianos a cumplir con el designio de Dios cuando uno sabe que es tan fácil ser persuasivo si se cuenta con el apoyo divino y si se ha sabido ganar la confianza de los feligreses. El caso es que el padre Emilio García reprendía severamente a aquellos que dejaban de asistir a alguno de los oficios y, sin admitir justificación, los regañaba donde los viera, en público o en privado. Ya podrán imaginarse la impresión que causé al llegar a este pueblo después del fallecimiento del padre García, que en paz descanse. Soy, cómo decirlo, un hombre joven no he cumplido aún los cuarenta años y lleno de vida. He heredado la beligerante tolerancia predicada por el papa Giovanni y me he impuesto la agobiante tarea de ser más comprensivo con los pecadores que mi predecesor. Decía pues que hay en mis venas sangre jovial, y a fuerza de ser tolerante y agradable me han llegado a decir que soy, si no guapo, eso que las mujeres han dado en llamar "atractivo". Por mi pelo rizado y de color claro y mis ojos azules las feligresas me empezaron a llamar respetuosamente, "el padre Chel", apodo que no me molestó y que en todo caso permitió una mayor comunicación y confianza. Toco la guitarra, fumo, me gusta bailar, y, por qué no decirlo, bebo, aunque nunca con la audacia ni en la cantidad con que beben los hombres de este pueblo que, dicho sea de paso, tienen espléndidas gargantas. Cuando llegué a Zitilchén esos mismos hombres festejaron mi carácter que entonces les pareció alegre y jovial. Poco a poco, sin embargo, me fueron retirando sus simpatías. Empezaron a echarme en cara el domingo aquel que no podía salir a oficiar, debido a que una aguda jaqueca acompañada de una aterradora náusea, cuando la iglesia se hallaba plena de feligreses en espera de la misa. Pero en su recriminación pasaban por alto que yo había vendido casi la mitad de los boletos del baile de beneficencia del sábado, organizado precisamente para recolectar fondos para la iglesia y tenía, por lo mismo, compromisos ineludibles con mis donadores. No niego que había tomado algunas copas. Pero fueron mis implacables jueces que por cierto nunca asistían a la iglesia los que me alentaron a tomar algunas más, a que tocara la guitarra, a que les contara algunos cuentos colorados. Ellos, claro, y sus esposas, que en seguida reconocieron al bailarín innato que hay en mí. Pero ese primer incidente les pareció, después de todo, más bien gracioso. Las cosas fueron empeorándose cuando el presidente municipal me pidió que bendijera su nuevo y flamante automóvil. La ceremonia tuvo la pompa y la dignidad que exigen estos acontecimientos y que tanto impresionan a los fieles. A la bendición siguió el festejo en El Ramal, al que fui cordialmente invitado. Las cosas se desarrollaban normalmente y cuando me disponía a retirarme, el propio presidente me pidió que usara su automóvil. No creo en la fatalidad pero, ¿por qué habría yo de chocar esa misma noche contra un árbol en el propio vehículo que horas antes acababa yo de bendecir? Pero su peor incomodidad y desasosiego sobrevino cuando ellos se percataron de que yo, al contrario del padre García, era un apoyo para sus hijas y esposas, y si nunca les ayudé a ellos fue precisamente a causa de que en este pueblo los hombres no se paran jamás por la iglesia considerando que es cosa de mujeres... Por ser precisamente cosa de mujeres ahora me veo en la desgracia. Pero yo preguntaría, buenos amigos, ¿ha de borrar un pecadillo todo el bien que hice en este pueblo? ¿Un solo acto imprudente ha de echar por tierra toda la discreción, el apoyo, la confianza que les brindé a mis feligreses? Triste decirlo, pero así es. No deseo mencionar nombres. Sé ser discreto. ¿Pero será posible que aquella mujer que llegó un día al confesionario pediéndome ayuda haya olvidado que lo hice por ella? Hagamos pues un poco de memoria. Se trata de una mujer un poco mayor que yo. Debe frisar con los cuarenta años. Se acercó a mí en el confesionario. Padre, necesito hablar con usted. Heme aquí, hija mía. No, no me quiero confesar. Quiero hablar con usted, en privado. Ve a la sacristía y espérame. Hablaré contigo una vez que haya acabado de confesar. Llegué a la sacristía agobiado. La noté nerviosa. Le pedí que se sentara. Colocando su mano entre las mías me dijo. Padre necesito su consejo. Dime hija, te escucho. No sé cómo decírselo... Pero usted sabe lo enfermo que está mi esposo. El doctor le ha prohibido todo ejercicio violento y toda alteración nerviosa... Ay padre, qué pena... Pero en las noches tengo sueños muy extraños. Me despierto muy inquieta... Mi marido está molesto pero no lo puedo remediar. Ten paciencia hija, no te asustes. Tu marido es joven aún, se está curando y si sigues las indicaciones del médico pronto se restablecerá. Por el momento toma las cosas con calma y resignación. Así lo hago padre. Pero no le he dicho lo peor. Qué. No es mi marido el que me inquieta... sino usted. ¿¡Yo!?. Sí padre, usted me dijo apretando mi mano entre las suyas... Sueño con usted todas las noches. ¿Tengo acaso que continuar? No, no lo creo. Pero puedo asegurarles que aquella noche mi feligresa durmió tranquila. Y lo que es más; su esposo también. Pero ¿hasta dónde debe llegar mi desprendimiento? ¿Cuál es el mayor pecado que concibe la religión cristiana? ¿No es acaso la falta de claridad? Zitilchén está inundado de sexo. Así como hay lugares donde la pasión de la gente se desborda en la política o en el futbol, en Zitilchén el aire está cargado de una atmósfera carnal. Y, sin embargo, a pesar de uno o dos conatos frustrados, no hay burdeles. Fuera de Kay Kurtz (pavo cantor), el joto del pueblo, y de la Pantera, única que trafica con su nada apetecible cuerpo, no hay quien ejerza, como oficio, la tarea que dicen nos marca como humanos. En Zitilchén el sexo está trabado con la astucia y cada quien tiene que ingeniárselas para procurárselo. Es como un cáncer que ¿debo decir nos? devora tras su apacible fachada. No debió extrañarme entonces que, cuando llegué a este pueblo, un chiquito que no tenía más de cuatro años, se dirigiera a mí para decirme: Padre, lo manda saludar Mito. ¿Mito? pregunté extrañado. ¿Qué Mito?. Mitolete me dijo riéndose y probablemente ignorando el retruécano. Tampoco debí escandalizarme cuando supe del muchacho que había sido descubierto, fornicando con su novia, en el panteón, por unos amigos que, notando su asuidad al cementerio intentaron asustarlo. Las historias se multiplican. En una insólita ocasión entró un hombre a confesarse. Entre sus pecados me confió que había seducido a una de las más castas porque me consta señoritas del pueblo. Me confió que un día paseando por su huerta con esta mujer, a ella se le habían apetecido unas guayabas. Él hizo una temeraria insinuación de trueque y la dama, dominada por su antojo, sorpresivamente accedió. Mis palabras no alcanzan para expresar el dolor que me embargó. Aquella jovencita cuyo rizos caían sobre su frente, de discreto contoneo al caminar, de dulce voz, había decidido entregarse a cambio de unas vulgares guayabas. Luego de escuchar el doloroso pecado dictaminé una ardua penitencia y, debo aceptarlo, me sentía abrumado por los celos y la decepción. Pero cuál sería mi sorpresa al entrar a una cantina, no mucho tiempo después, y escuchar el mismo incidente con distintos protagonistas. Escuché la misma versión, dos, tres veces. Lo único que cambiaba era la mujer, que por lo general estaba totalmente al margen de lo que sobre ella se rumoraba. ¡Ah hombres perversos! O bien me habían tomado el pelo, en un gesto típico de aquellos que sabían de mi natural inclinación hacia aquella damita, o ingenuamente había yo tomado a pie de juntillas la más cara fantasía sexual que reinaba en la imaginación del pueblo. ¿A quién debe suceder entonces lo que sucedió? ¿Cómo ignorar la astucia de la muchachita quinceañera que me exigió que la confesara de frente, "como si fuera hombre me dijo para que se me queme la cara de vergüenza"?. Todas las noches siento mi cuerpo poseído: está inundado de llamas padre, llamas que me queman y me abrazan intensamente. Entonces imagino a un animal. Se me acerca. Primero tiene forma de salamandra. Crece y se convierte en una iguana. Se me va acercando, Crece más aún y se transforma en un dragón grandioso que se retuerce y saca fuego por la boca. Me dan ganas de dominar a ese dragón con mi cuerpo, dejarlo quieto, vacío, inerme. Entonces lo tomo entre mis manos, padre, lo domeño con mi boca, con mis carnes y siento que su fuego, su lava y su magma me escurre las entrañas y me alivio padre... me alivio... ¿Qué hacer al notar que no era su cara sino la mía la que ardía de vergüenza al sentir que entre sus delicadas y cálidas manos esta jovencita tenía atrapada mi propia concupiscencia? Realmente no me explico cómo sucedió; si mi rostro delata el atractivo de mi dolorosa culpa o si hubo alguna chispa de indiscreción que provocó el incendio masivo que mi pobre espíritu con ayuda de mi humilde cuerpo tuvo que apagar una y otra vez. El argumento no era nunca el mismo. Aquellas mujeres que se decían físicamente satisfechas clamaban mi ayuda espiritual, y cuando yo, buena y castamente, intentaba prodígarselas sin reserva alguna, mi esfuerzo resultaba siempre insuficiente. Con persuasión envidiable me argumentaban y me discutían hasta que yo, víctima postrera del ámbito del pueblo, sucumbí, no a la lujuria sino a mi ya conocida debilidad de ayudar a estas menesterosas de cariño, pobres almas desconsoladas sin más a quien recurrir. ¿Qué se puede hacer cuando una mujer se aferra a uno como un náufrago a una tabla de salvación? Soy ante todo un caballero y hay deberes que uno no puede rehuir. No podía dejarlas solas, no, eso sí que no. Cómo iba a hacerlo si sabía que de no ser yo quien las acogía ellas mismas buscarían a alguien más, y ese alguien carecería de mi experiencia, no les ofrecería mi comprensión, ni siquiera sabría ser discreto. No, nunca las dejé solas: mis ovejas. Pero en mis actos había nobleza, palabra de honor. A pesar de que mi propio cuerpo tenía, pecador al fin, sus manías y preferencias y gustaba de algunos ojos con mirada de coqueta intensidad, de algunos labios sensualmente abultados, de algunas papadillas no tan insípidas de las bien dispuestas carnes de algunas damas de mi unida parroquia, yo nunca tuve el anhelo deliberado, la predisposición. Más bien mi cuerpo se dejaba conducir dulcemente por los intrincados argumentos que cada quien fragua cuando conoce sus deseos y no para mientes para consumarlos. Entre mis feligresas había una, llamémosle Azucena, que, pobrecilla sufría ataques de epilepsia. Un soleado domingo de mayo, mes de las flores y de la Virgen María, acabando yo de dar la bendición, esta florecilla, Azucena digo, sufrió un ataque ante la vista de todos. La llevaron a la sacristía. Pedí que alguien fuese por el doctor, que la dejaran sola. Nos quedamos con ella su madre y yo. Recuerdo a Azucena postrada en el diván que las circunstancias me habían obligado a poner en la sacristía. No, no era una mujer bella. Su rostro era adusto, moreno e infantil. Un flequillo gracioso le cubría la frente de oscuros cabellos. Su cuerpo era pequeño y delgado aunque bien... pero basta. Decía pues que pedí que fueran a buscar al doctor Guerrero o a Baqueiro si estaba en en el pueblo, pero sin suerte. Iba a mandar por el boticario, cuando la madre de Azucena me indicó que tenía las medicinas en su casa. La mandé a buscarlas. Me quedé solo con Azucena que, para mi alivio, en ese momento volvió en sí. Pasó el tiempo y hubo un nuevo escándalo en el pueblo: Azucena, soltera, había quedado encinta y se negaba a confesar quién era el padre. Vinieron a darme la queja. Arengué al culpable a que confesara su pecado. Hostigué a Azucena desde el púlpito pero ella prestó oídos sordos a mis reprimendas y a las murmuraciones del pueblo con estoica y ejemplar voluntad. Nació el niño. Yo mismo lo bauticé. El chiquito fue tomando forma paulatinamente. Estaba lindo. Tenía ojos azules. Pero los del pueblo, con saña inaudita, cuando descubrieron que tenía el pelo rubio y rizado, creyeron haber encontrado el culpable. Tal vez Dios Nuestro Señor aprovechó algún desliz de mi alma para castigarme al permitir que cayera sobre mí un dudoso testimonio. Ahora pago mi condena. Desposeído de mi parroquia, de mi honor, de mis hábitos, escribo, torpe e inarticuladamente, mi defensa para reprocharme no mis culpas sino mis debilidades, no mi lubricidad sino mi caridad. Y sólo quisiera preguntarles a aquellas mis ovejas que tan abandonado me tienen: ¿qué creen que importe más para el bien de su pueblo; esos espíritus rígidos, meticulosos y respetuosos de las tradiciones como el del padre García o estos otros atractivos, laboriosos y generosos como el mío? Cuento tomado de La mano junto al muro. Veinte cuentos latinoamericanos; Alfaguara, México, 2003.





