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El corazón de la alcachofa por Elena Poniatowska

Elena Poniatowska| El Universal
Lunes 22 de diciembre de 2003

A todos nosotros nos fascinan las alcachofas: comerlas es un acto sacramental. La disfrutamos en silencio, primero las hojas grandes, las correosas, las verdes profundo que la revisten de una armadura de maguey; luego las medianas que se van ablandando a medida que uno se acerca al centro, se vuelven niñas, y finalmente las delgaditas, finas, que parecen pétalos de tan delicadas. Es muy difícil platicar cuando se llevan las hojas de alcachofa a la boca, chupándolas una por una, rascándoles despacio la ternura de su ternura con los dientes.

Llegar al centro es descubrir el tesoro, la pelusa blanca, delgadísima que protege el corazón ahuecado por la espera como un ánfora griega. No hay que darse prisa, el proceso es lento, las hojas se van arrancando en redondo, una por una, saboreándolas porque cada una es distinta a la anterior y la prisa puede hacer que se pierda ese arco iris de sabores, un verde de océano apagado, de alga marina a la que el sol le va borrando la vida.

La abuela nos hizo alcachoferos. A mi padre lo incluyó en esa costumbre cuando él y mi madre se casaron. Al principio papá, que las desconocía por completo, alegó que él no comía cardos. A nosotros, los nietos, nos domesticó a temprana edad. Una vez a la semana, a mediodía, empezamos la comida con alcachofas. Otilia las sirve muy bien escurridas en un gran plantón, trae dos salseras, una con salsa muselina y otra con una simple vinagreta. En una ocasión le dieron a mi abuela la receta de una salsa que llevaba rajas de pimiento rojo dulce, huevo duro cortado en trocitos, pimienta en grano, sal, aceite y vinagre, pero dijo que era un poco vulgar, se perdía el aroma específico de la alcachofa. No volvimos a intentarlo. En alguna casa, a la abuela le sirvieron alcachofas con la salsa encima y entonces sí que los criticó: las alcachofas jamás se sirven cubiertas de salsa, imposible tocarlas sin ensuciarse los dedos. La experiencia más atroz fue en casa de los Palacio ya que la abuela vio a Yolanda Palacios encajarle cuchillo y tenedor, destrozando su vestido de hojas, perforarla desde lo alto y apuñalar el corazón al que dejó hecho trizas. Quedó claro que no sabía comerlas. La pobre intuía que había que llegar a algo, como sucede con los erizos y, a machetazo limpio, escogió el camino de la destrucción. La abuela presenció la masacre con espanto y jamás volvió a aceptarles una invitación. Los Palacio perdieron hasta el apellido. Ahora son "los que no saben comer alcachofas".

Las alcachofas, a veces, son plantas antediluvianas, pequeños seres prehistóricos. En otras ocasiones, bailan en el plato, su corazón danza en medio de múltiples enaguas como las mazahuas que llaman vueludas a las suyas. En realidad, las plantas dan flor, pero las hojas se comen antes. La flor las endurece. La flor, final de su existencia, las mata. Al llegar al corazón hay que maniobrar con suma pericia, para no lastimarlo.

La abuela llegó a la conclusión de que la única casa en el Distrito Federal de 22 millones de habitantes donde se sabe comer alcachofa es la nuestra.

El rito se inicia cuando colocamos nuestra cuchara bajo el plato. Así lo inclinamos y la salsa puede engolfarse en una sola cuenca para ir metiendo allí el borde de las hojas que chupamos con meticulosidad. Nos tardamos más de la cuenta; si hay visitas, su mirada inquisitiva nos observa. Al terminarlas tomamos agua: Después de comer una alcachofa, el agua es una delicia sentencia la abuela.

Todos asentimos. El agua resbala por nuestra garganta, nos inicia en la sensualidad.

De mis hermanos, Estela es la más tardada. Es una mañosa, porque una vez comida la punta de cada hoja, la repasa hasta dejarlas hechas una verdadera lástima a un lado de su plato. Lacias, en la pura raíz, parecen jergas. Ella nunca pudo darle una hojita al hermano menor, Manuelito, porque nunca le quedó nada. Efrén es muy desesperado y es el primero en engullir el corazón verde casi de un bocado y en sopear un pedazo de pan en la vinagreta o la muselina hasta dejar limpio su plato. "Eso no se hace", le ha dicho la abuela, pero como todos están tan afanados en deshojar sus corolas, la acción de Efrén pasa a segundo plano. Sandra habla tanto como se distrae y muchas veces sostiene la hoja a medio camino entre su mano y su boca y me irrita, casi me saca de quicio, porque la pobre hoja aguarda, suspendida en el aire, como una acróbata que pierde su columpio: el paladar de mi hermana. Me cae muy mal que ingiera como si las formas no importaran; creo, de veras, que Sandra no merece la alcachofa. Se la quitaría de mil amores, nos toca a una por cabeza, una grande, porque las que ponen en la paella, según mi abuela, ni son alcachofas.

Cada uno establece con su alcachofa una relación muy particular. Mi abuela, bien sentada, las piernas ligeramente separadas, la cabeza en algo, conduce la hoja en un funicular invisible del plato a la boca y luego la hace bajar derechito como piedra en pozo a su plato, le rinde un homenaje a Newton con sus movimientos precisos. La figura geométrica que traza en el aire se repite 30 veces porque hay alcachofas con ese número de hojas. Las come con respeto o con algo que no entiendo, porque al chupar la hoja cierra los ojos. Lleva constantemente la servilleta doblada a la comisura de sus labios por si se le hubiera adherido un poco de salsa. Come, el ceño fruncido, con la misma atención que ponía de niña en sus versiones latinas, porque de toda la familia es la única latinista. Y se ve bien con la alcachofa en mano, la proporción exacta, la hoja tiene el tamaño que armoniza con su figura.

En cambio, mi padre y la alcachofa desentonan. Mi padre es un gigantón de dos metros. Le brilla la frente, me gustaría limpiársela pero no lo alcanzo, su frente sigue robándole cámara a la penumbra del comedor. Acostumbra usar camisas a cuadros de colores. La alcachofa se extravía a medio camino sobre su pecho, ignoro si va en el verde o en el amarillo y nunca sé si la trae, porque su mano velluda la cubre por completo. La alcachofa necesita un tono neutro como el de mi abuela o un fondo blanco. Nunca podría mi padre ser el modelo de "Hombre comiendo alcachofa", porque el pintor la extraviaría en el proceso.

Una vez rasuradas por sus dientes delanteros, papá archiva sus hojas, como expedientes en su oficina. Cada pila se mantiene en tan erguida perfección que envidio ese equilibrio, porque las mías caen como pétalos de rosa deshojada.

Mi madre es más casual. Las come entre risas. Fuma mucho, y dice la abuela que fumar daña no sólo el paladar sino las buenas maneras. Antes, mamá tomaba el vaso de agua para extasiarse como el resto de la familia. Quién sabe qué le dijo su psicoanalista, que ahora levanta su copa de vino tinto. La primera vez, la abuela la amonestó: Ese vino mata cualquier otro sabor.

Mamá hizo resaltar un cerillo en la caja para encender su cigarro y la abuela tuvo que capitular.

Un mediodía, en plena ceremonia, papá fue el primero en terminar y nos anunció, solemne, su voz un tanto temblorosa encima de su pila de hojas de alcachofa: Tengo algo que comunicarles...

Como Sandra, hoja en el aire, no interrumpía su parloteo de guacamaya, repitió con voz todavía más opaca: Quisiera decirles que...

¿Qué papá, qué? lo alentó Sandra señalándole con la misma hoja que le cedía la palabra.

Voy a separarme de su madre.

En ese momento, Manuelito bajó de su silla y se acercó a él: ¿Me das una hojita?

Ya no tengo, hijo.

Mamá miraba el corazón de su alcachofa y la abuela también había atornillado los ojos en su plato.

Su madre ya lo sabe...

Lo que no me esperaba, Julián, es que soltaras la noticia en la mesa ahora que comemos alcachofas.

No creo que sea el momento. Murmuró la abuela y se llevó el vaso de agua a los labios.

Los niños no han llegado al corazón de la alcachofa reprochó mamá de nuevo.

Sé que mamá y papá se armaron. Lo descubrí un día en que mamá distraída no me respondía. A los niños no se les hace tanto caso. Le hablaba en francés y no oía; en español, menos. Leía una revista Life de los bombardeos de la guerra; iglesias, casas destrozadas, tanques, soldados corriendo entre árboles, soldados arrastrándose en la tierra, los zapatos cubiertos de sangre y lodo, un cráter hondo de seis metros hecho por una bomba, pobrecita tierra. Mamá parecía un buzo metida hasta adentro del agujero negro. Buscaba con una intensidad angustiada, y entonces comprendí que buscaba a mi padre. Y que lo amaba con desesperación.



* * *

Mi padre se casó al día siguiente de que se fue o casi; años después murió la abuela y su ausencia nos lastimó a todos. Intuyo que murió triste. Aunque era muy pudorosa, mi abuela siempre andaba desnudando su corazón. Mamá tiene un curioso padecimiento en el que está implicado el hígado y la curo con medicinas que contienen extracto de alcachofa. Sigue fumando como chimenea, y en la noche vacío los ceniceros en una maceta del patio; dicen que las cenizas son buenas para la naturaleza, la renuevan. A ella, desde luego no la han rejuvenecido.

Contrariamente a lo que pudiera pensarse, mamá y yo no hemos proscrito las alcachofas de nuestra dieta, aunque mamá alega que la vida la ha despojado de todas sus hojas y le ha dejado el corazón al descubierto. Chupar la hoja sigue siendo para mí una exploración y la expectativa es la misma. ¿Será grande el corazón de la alcachofa? ¿Se conservará fresco y jugoso? La finalidad de mis pesquisas es llegar al sitio de donde partieron todas mis esperanzas, el corazón de la alcachofa que voy cercando lentamente a vuelta y vuelta. Amé mucho a un hombre y creo que fui feliz porque todavía lo amo. Después amé a otros pero nunca como a él, nunca mi vientre cantó como a su lado. En realidad amé a los siguientes por lo que en ellos podría hallar de él. A ratitos.

Mi piel ardía al lado de la suya en el café, en la cama, todos los poros se me abrían como las calles por las que caminábamos, él abrazándome; qué maravilla ese brazo sobre mis hombros, cuánta impaciencia en nuestro encuentro. La magnitud de mi deseo me dejaba temblando. Él me decía que ese amor no iba a repetirse jamás.

Una mañana, al primer rayo del sol, entre las sábanas revueltas se inclinó sobre mi cara aún abotagada por el sueño y la satisfacción y anunció quedito: Han pasado dos meses, mi mujer y mis hijos regresan de sus vacaciones.

Sentí que la recámara se oscurecía, que su negrura me caía encima. Él me abrazó.

No te pongas así. Ambos sabíamos que no podía durar. Empecé a sollozar.

Entonces me habló de mi corazón de alcachofa, que todos en el trabajo comentaban que tenía yo corazón de alcachofa.

También dicen que tomas las cosas demasiado en serio.

No volvimos a vernos.

Otilia se fue y mamá y yo lo sentimos porque no hemos vuelto a tener tan buena cocinera. El peso de los ritos alcachoferos ha marcado los últimos años de nuestra vida. Las primeras hojas mojadas en la salsa muselina o en la vinagreta todavía son un placer, nos infunden valor, pero ya cuando vamos a media alcachofa, a media operación en común, mi madre y yo nos miramos, no me quita la vista de encima y yo se la sostengo años y años.

Tiene la mirada del que no sabe para qué vive. Quiere decirme algo... algo herido pero yo no la dejó.

Quizá nos hemos rodeado de hojas más altas que nosotras como las alcachofas, quizá va a asestarme la horrible certeza de haber equivocado la vida, mi única vida.

Se publica con autorización de la editorial. ?Tlapalería?, Elena Poniatowka, Era, México, 2003.



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