"En La Oculta tal vez pinto un mundo que está por desaparecer"
Héctor Abad Faciolince es autor de libros como El olvido que seremos, Angosta y Basura.. (Foto: ARCHIVO. EL UNIVERSAL )
Bogotá. —La Oculta, una finca (rancho) que existe en la vida real, en el suroeste del departamento colombiano de Antioquia, es el escenario de la novela que lleva el mismo nombre, escrita por Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958).
El autor, que también es traductor y periodista, se vale de su paisaje, su lago y la nostalgia que le inspira para remontarse a las épocas del proceso conocido como colonización antioqueña y hablar del pasado judío de muchas familias que encontraron en esas montañas su tierra prometida.
¿Por qué en esta época de novelas de ciudad toma la vía de escribir sobre una finca?
Porque mi novela típicamente urbana ya la escribí: Angosta. Dije ahí lo que tenía que decir sobre la ciudad contemporánea. Y si algo detesto es repetirme. Cada novela tiene que ser un descubrimiento, un experimento con lo que siento. Y siento un apego muy fuerte, carnal, íntimo, con un paisaje colombiano: el del suroeste de Antioquia. Mi papá, mis abuelos, bisabuelos y tatarabuelos nacieron en un pueblo, Jericó, y en esa región mis hermanas y yo conservamos un pequeño pedazo de tierra y una casa vieja. La novela habla de esa locura del apego a un sitio en las montañas.
¿Le gusta escribir historias de familia?
La familia es la primera forma en que se organiza la vida. Son raros los que crecen en un orfanato o en un internado. La familia puede ser el escenario donde destrozan tu vida para siempre (una mala familia puede hacer mucho daño) o una fuente de seguridad, amor y confianza. Hoy, además, asume muchas formas: la familia homosexual, la de separados con hijos ajenos, la de mujeres solteras. Digamos que la familia Ángel, protagonista de mi novela, asiste a un cambio radical de las relaciones familiares (los colonos de Jericó eran la típica familia tradicional, la de la Biblia) y sus últimos miembros, los que narran la novela, representan a tres tipos de familia distintos.
Durante mucho tiempo tuvo ganas de escribir La Oculta, ¿qué le dio el impulso para hacerla realidad?
Cuando estoy en la región de La Oculta siento que pertenezco a ese sitio. Por esa región camino, nado, monto a caballo, como frutas que arranco del mamoncillo o del mango. Vivo con la tierra, con el agua, con el aire, con el color de los árboles y de los pájaros. En el lago de La Oculta, que existe (es más pequeño y menos oscuro que el de la novela), tuve que buscar y sacar una vez a un hombre ahogado. Nadar a ciegas bajo el agua, buscando un cuerpo inerte, y al fin tocarlo con las manos fue una experiencia fuerte, que me dejó sin dormir muchos días. En ese mismo lago se ahogó un poeta (del movimiento) nadaísta y mal nadador, Amílcar Osorio, y un seminarista y un estudiante.
También una vez caminé (más de siete horas) desde La Oculta hasta Jericó. Ese esfuerzo me hizo pensar en mis antepasados, que eran campesinos y todo lo hacían a pie limpio. Esas imágenes se fueron juntando en mí, como una preñez, hasta que la novela brotó. El primer borrador lo escribí en el campo, en un refugio para escritores en las afueras de Florencia (Italia). Caminando por las colinas toscanas entendí que tenía que escribir una novela con elementos bucólicos, aunque salpicados por ese idilio siempre amenazado que es el campo en Colombia.
¿Cómo fue jugar con tres narradores?
Juego a ser otros. Ese juego es una dicha: pensar como mujer tradicional, en Pilar; pensar como mujer contemporánea, en Eva; pensar y sentir como un gay, en Antonio. No soy mujer ni soy gay, pero el escritor tiene que ser capaz de ser otro. Y es lo que también tiene que hacer un buen lector: ser un personaje, convertirse en otro por un momento. Por ejemplo, no tengo Facebook, pero pensé que si a un gay como Antonio se le muere la mamá, lo primero que hace es poner una foto de ella. Y si una mujer se casa virgen, porque es al estilo de antes, también tengo que imaginar cómo es la luna de miel para una virgen. O cómo es perder la virginidad para otra mujer que, en cambio, lo que quiere es salir de eso.
¿Qué aspectos de la cultura antioqueña quiso resaltar?
No soy el antioqueño finquero que sueña con un latifundio en la costa (Caribe), lleno de reses y pocos peones, digamos como El Ubérrimo (la finca que el senador Álvaro Uribe tiene en Córdoba). Me parezco más a los antioqueños que colonizaron el suroeste con el trabajo de sus manos y de su familia. Aunque tampoco soy eso. Soy el descendiente de eso, que no siente vergüenza por su origen campesino y que agradece a sus antepasados por no tener que vivir de trabajar con las manos. Ahora vivo de trabajar con las yemas de los dedos y con la cabeza.
La cultura antioqueña de la región de La Oculta era de las menos desiguales que ha habido en Colombia. El campesino pobre no es un arrodillado ni un servil, así sea servicial. Hay un trato horizontal, entre iguales, incluso entre pobres y ricos. De esa cultura sólo quedan vestigios. Está desapareciendo con la cultura del narco o del ‘paraco’ (paramilitar) o con la ira resentida del partidario de la guerrilla. Tal vez yo, en La Oculta, esté pintando un mundo a punto de desaparecer.
Resalta el pasado judío de la familia Ángel, ¿reivindica así un origen negado por la sociedad antioqueña?
Mi papá recordaba que sus abuelos decían que alguna vez habíamos sido judíos en España. Era curioso, porque al tiempo eran muy católicos, aunque con un dejo de rebeldía y descreimiento: mi abuelo fue masón y lo excomulgaron. En la novela juego con esa posibilidad. Muchos apellidos antioqueños suenan muy de conversos: Ángel, Santamaría, Estrada, el mismo Abad (que también podría ser árabe, pero eso es lo mismo, semita). En el libro esa posibilidad queda abierta. Hace un siglo, a los genealogistas antioqueños los enfurecía que cierta intelectualidad bogotana hablara del ancestro judío de los antioqueños andariegos y comerciantes. A mí esa posibilidad me parece bonita, aunque me siento un mestizo total, mezcla de español, judío, árabe, indígena y negro.
¿Qué tanto lo marca el ancestro judío después de tantas generaciones?
Todo eso es novelesco, inventado. Para mí esto es un juego: en realidad, ¿uno qué es? La progresión es geométrica, dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, 16, 32, 64, 128... En pocas generaciones se amplía tanto que es imposible no tener meretrices, reinas, locos, sabios, príncipes y mendigos entre los antepasados: ‘bisladrones’ y ‘tataraputas’, como se dice. Lo importante es intentar ser uno lo que es, lo que sea, pero dejando un buen recuerdo de nuestro breve paso por el mundo.
Supongo que habrá lectores que buscan más de El olvido que seremos (donde revive la historia de su padre, el doctor Héctor Abad Gómez, y de su asesinato). ¿Cuánta distancia tomó de esa novela?
El origen de El olvido... es una tragedia familiar y un crimen político. Esperé 20 años para poder contar esa historia. Al contarla, hice las paces con ese pasado horrendo. Ahora cuento otras cosas cuyo origen remoto está también en la familia de mi papá, pero no es una novela testimonial, sino ficción, invención, sueño. Para escribir otro libro como El olvido... tendría que vivir otra tragedia, y prefiero morirme antes que volver a vivir una pesadilla así. Me abrió puertas, me ha dado amigos y lectores, pero no pueden esperar que me repita.
En La Oculta les hago un homenaje a los antepasados que hicieron real ese sueño de tener un sitio y una tierra en el mundo. Y lo hicieron aquí. Colombia fue y volverá a ser una tierra prometida cuando estemos en paz y volvamos al campo extenso y bellísimo que no hemos visto porque llevamos 30 años atrincherados en las ciudades. Colombia debe volver al campo, de donde venimos todos. Es la ilusión del campo la que hace ciudades verdes y no estos horrores donde vivimos.