José Emilio fue un hombre muy generoso y lleno de sentido del humor; esto último, rasgo de su conversación que, por desgracia —o quizá por decisión propia—, no siempre pasaba a su escritura. Mis recuerdos de él poco tienen que ver con la vena grave o trágica de su poesía: están llenos de luz, de fraternidad y de cordialidad.

Su novela Morirás lejos y las piezas de sus dos primeros libros de poesía (Los elementos de la noche y El reposo del fuego) forman parte de mis tempranas experiencias con una literatura mexicana moderna, cosmopolita, nada adocenada. Sus Inventarios forman una parte medular de la educación literaria de mi generación. Sus traducciones son un modelo de dedicación: es ejemplar la versión que hizo de los Cuatro cuartetos, de T. S. Eliot.

Me lo presentó mi padre. Ahora los veo juntos, conversando sobre la luz del Valle Metafísico —a Efraín Huerta y a quien éste llamaba “mi joven maestro”. Apenas puedo agregar nada más. Sólo esto: un abrazo condolido a Cristina y a las dos hijas de José Emilio. Otro abrazo al poeta Marcelo Uribe, editor ejemplar de Pacheco y amigo suyo entrañable.