Análisis. El drama de las obras
La secuencia es conocida: un político anuncia con bombo y platillo que arrancará una importante obra pública, sea ésta una plaza, un refinería, una carretera, una ciudad administrativa, un centro cultural, una presa o un monumento. El político coloca la primera piedra y anuncia los millones de pesos que se invertirán y promete una fecha en que se inaugurará. Lo que no puede (o quiere) anticipar es que, para poner la segunda piedra, será necesario obtener licencias, hacer manifestaciones de impacto ambiental, comprar el terreno faltante, conseguir las cotizaciones, realizar una licitación y resolver las inevitables inconformidades de quien no es ganador. Y, además, será necesario convencer (o vencer) al vecino inconforme, la organización civil que encuentra inaceptable el proyecto y al político que descubre una forma de capitalizar la oposición a la obra.
El segundo momento se desarrolla cuando los grandes planes se enfrentan a una terca realidad: la temporada de lluvias comenzó antes y no pueden echarse los cimientos; los precios de los materiales han subido en el mercado internacional y por tanto el estudio costo-beneficio quedó obsoleto; una de los proveedores resultó una empresa que no cuenta con la solvencia financiera y debe ser reemplazada (tras un engorroso trámite administrativo); el político tuvo una ocurrencia de último momento y hay que modificar el diseño; un funcionario de medio nivel cometió un error o un acto de corrupción y por tanto todos los procedimientos administrativos deben ser auditados; el contralor encontró una factura mal hecha e inhabilita a uno de los proveedores, etc.
Y, por tanto, el desenlace es casi siempre el mismo: la inauguración se pospone en dos o tres veces hasta que el político va a dejar el poder y no quiere salir sin cortar el listón. Un día antes de la inauguración se siguen colocando acabados provisionales (porque los definitivos siguen en alguna bodega lejana), pintando paredes de tabla-roca en lo que da tiempo de colocar las de verdad, plantando arbolitos que morirán en una semana, y preparando un presídium vistoso. Y, pese a tanto esfuerzo, no faltará el periodista aguafiestas que dé cuenta de todo esto, y que diga que los costos superaron por varios millones el presupuesto, que los tiempos no fueron los previstos y que hay un par de funcionarios prófugos por desvíos.
Este drama se repite en cada obra pública. Todas las instancias del Estado lo padecen pero aún así nos sorprendemos. Cada año, las auditorias detectan irregularidades, sobrecostos, materiales distintos a los pagados, desvíos y plazos no cumplidos. No es un problema aislado. Y no se resolverá mientras no se invierta en capacidades reales para hacer proyectos ejecutivos, en fortalecer los procesos de revisión ex ante, en cuidar la ejecución con procesos de ejecución, y en rendir cuentas por cada oferta no cumplida.
La historia tiene un epílogo: el político se va feliz con la portada del periódico con su foto en la inauguración; los funcionarios de medio nivel que cometieron irregularidades encuentran un hueco en la norma para librar cualquier sanción, las arcas del Estado sufren una pérdida, y los beneficiarios de la obra deben aprender a convivir con una realidad que es distinta de lo prometido.
Profesor del CIDE