Aquel San Pedro mío de los Pinos
LECTOR. Imagen de 2002, en la que el autor muestra parte de su gran biblioteca personal. (Foto: ARCHIVO EL UNIVERSAL )
Nací en Guadalajara pero cuando
abrí los ojos ya estaba en San Pedro de los Pinos. Era un barrio semiperdido
entre los antiguos pueblos de Tacubaya y Mixcoac, hoy ancudo y peligroso.
Pertenecía a lo que fue en algún tiempo el rancho de Nápoles y cuentan los que
le pusieron De los Pinos porque sus primeros fraccionadores llenaron de pinos
la cuadrícula de sus manzanas; pinos que luego fueron talando los colonos, entre
ellos mi padre ya que ensombrecían las fachadas y eso favorecía el ocultamiento
nocturno de parejitas en celo, retorcidas sobre los troncos y frenéticas de
caricias, o de rufianes en espera del momento propicio para saltar bardas y
escurrirse por las azoteas.
Era peligroso vivir en San Pedro de
los Pinos en aquellos finales de los años treinta y principios de los cuarenta
que mal recuerdo ahora. Rumbo a su chamba en los restoranes de San Juan de Letrán donde era
socioempresarial, encargado de la caja de y espantaborrachos cuando se ofrecía,
mi padre salía empistolado muy de madrugada, prevenido para cualquier asalto
callejero, mientras mi madre permanecía tiritando en su cama oyendo ruidos y
brincos y pisadas de ladrones que saltaban de casa en casa levantando ropa de
los tendederos o buscando la manera de violar ventanas o sirvientitas
desapercibidas en sus cuartuchos de servicio. A veces amanecía gallinas
degolladas en el corral que se extendía al fondo de la casa, pero eso eran
crímenes de cacomixtle —nos explicaba mi madre—: un animal horroroso como gato
pelambrudo, escurridizo y voraz. Yo nunca vi al cacomixtle pero sí a las
gallinas asesinadas en nuestro cachito de rancho pletórico de gallinas
ponedoras y pollos asustadizos y guajolotes para cocinar en Nochebuena y alguna
vez, un gallo de pelea de los de verdad y otra vez un chivo cornudo que decidió
comprar mi padre porque lo vio muy simpático pero que en una sola noche tundió a
topes media docena de gallinas: peor que el cacomixtle.
Al extremo poniente de ese
corral-patio-jardín —donde en tiempos de vacaciones mis hermanos y yo leímos
todos los cuentos de hadas de la editorial El Molino de Buenos Aires, las obras
casi completas de Julio Verne (desde Miguel Strogoff), hasta La isls
misteriosa, Sandokan y El león de Damasco de Salgari, y el Huckleberry Finn de
Mark Twain)— se avecindaban dos accesorias que veían a Calle Nueve y que mi
padre alquilaba a un carbonero y a un dueño de molino de nixtamal, comerciante
español de apellido Felguérez.
El carbonero siempre andaba
negrísimo, era lo normal: desde la punta picuda de una gorra, de estambre hasta
las suelas torcidas de sus zapatos chaplinescos. Me asustaba verlo así, de
pronto, como una aparición. Sobre todo cuando desde todo lo negrísimo que era
abría los ojos, y los ojos brillaban entonces con una luz venida desde sus meros
adentros, parecía. Nos miraba el carbonero: muchachitos metiches; luego pelaba
los dientes apenitas para irradiar una nueva luz, y al fin los cerraba y
agachaba la cabeza hasta convertirse otra vez en una pura sombra de sí mismo
ocupada en palear montañas de hulla y despachar a regañadientes dentro de bolsas
de ixtle el un kilo o el dos kilos que llegaban a comprarle a las clientas de
Calle Nueve.
Del molino de nixtamal de gachupín
Felguérez escapaban rumbo a nuestra casa las ratas invasoras: chiquitas o
enormes, siempre horribles. Nunca faltaban ratoneras por dondequiera, y cuando
caían descoyuntadas por la guillotina mi padre nos enseñaba cómo darles la
puntilla ahogándolas en cubetas y tambos. A veces nos sentíamos soldados de la
guerra mundial y nos armábamos de valor. Veíamos asomar sus cabezas temblorinas,
acechantes, y corríamos a parapetarnos en el pretil de la escalera para
dispararles desde ahí con aquellos rifles de municiones que apenas lográbamos
sostener con nuestros brazos enclenques. Disparo tras disparo contra las
malditas ratas, como si fueran los perfiles plateados de un tenderete de tiro al
blanco que de cuando en cuando, junto con toda una feria pueblerina, llegaban a
montar en el parque Pombo frente al templo de San Vicente Ferrer de los
sacerdotes dominicos.
El parque Pombo y el templo fueron
siempre el corazón de San Pedro de los Pinos. Tardé en averiguar por qué el
parque se llamaba así, hasta que hace poco pusieron una placa sobre el pasto
maltrecho que consigna la razón. Un año antes de morir, don Luis Pombo, abogado
oaxaqueño (1838-1905), donó a la naciente comunidad sanpedreña el predio donde
habría de conformarse el parque, en un acto de alguna manera fundacional para la
colonia. De niños le decíamos parque Bombo, y todos los domingos, a la salida de
misa de una, los veíamos llenarse de sanpedreños y sanpedreñas en edad de noviar
mientras una banda de música tronaba sus metales desde el kiosko.
Hace muchos años que se extraña la
música dominguera en el kiosko del parque Pombo. Alguna vez, en los años
ochenta, mientras caminábamos por el barrio como lo hacemos a diario, Estela me
sugirió solicitar a Kena Moreno que la delegación Benito Juárez —de la que ella
fue titular durante el gobierno de De la Madrid— llevara música al parque Pombo.
los domingos al medio día.
Le di el mensaje a Kena Moreno y
ella respondió que sí, que cómo no, pero que fuéramos nosotros, Estela y yo,
quienes nos encargáramos de conseguir la banda, de organizar las tocadas, de
publicitar el acontecimiento dominical. La delegación pagaría el costo, por
supuesto.
Ahí se quedó el proyecto, y en lugar
de un área de conciertos, el parque se fue convirtiendo desde entonces en un
minúsculo centro de diversiones —brincolín de cinco pesos por cinco minutos,
carritos y motocicletas infantiles, juegos de feria concesionados— y sobre todo
en un patio periférico a donde todo mundo lleva a lavar sus autos mientras todo
mundo se mete a comer, en las fondas del mercado, los mariscos que han dado fama
a San Pedro. Más que un mercado, el mercado de la colonia es eso: un enorme
restorán cuyas decenas de establecimientos gastronómicos superan en número a los
puestos de legumbres, frutas, carnes, abarrotes.
La que si permanece fiel a su espejo
diario, desde que en 1922 el arquitecto Arnulfo C. Cantú la erigió frente al Pombo,
es la iglesia de San Vicente Ferrer. Costó grandes esfuerzos construirla —según
nos contaba mi padre— porque el dominico Manuel no conseguía completar el
presupuesto con las magras limosnas de una población de sanpedreños entre clase
mediera y proletaria. El proyecto era ambicioso: la facha del templo
consistía en un retablo neobarroco de cantera
y ladrillo, con su gran puerta al centro coronada por un arco de medio punto y dos pares
de columnas corintias. De la techumbre emergía y emerge una rebosante cúpula
octagonal, como vientre embarazado, y se
calcularon dos torres que en 1922 no se
iniciaron siquiera. Tuvieron que transcurrir 35 años —ya muestro padre Manuel—
para que todos los dominicos lograran, sufragar el costo de una sola torre,
medio escuálida a la vista, construida por Carlos Cantú, el hijo del arquitecto
Arnulfo, y que de ninguna manera compensa estéticamente la inmensa mole,
bellísima la verdad, de esa cúpula octagonal visible desde las azoteas del
rumbo.
El templo de San Vicente Ferrer
estuvo ligado siempre a nuestra vida familiar. Mi madre aseguraba que su
matrimonio con mi padre, bendecido precisamente por el dominico Manuel, fue el
primero que se celebró en San Vicente. Nosotros, los seis hijos de esa pareja,
fraguamos ahí buena parte de nuestra evolución religiosa. Corriendo salvábamos
la cuadra y media que nos separaba del templo para ir a ofrecer a la Virgen
durante el mes de mayo, y despacito y con las piernas de hilacho la caminábamos
las vísperas de los primeros viernes cuando se hacía inevitable ir a confesar
pecados que nos parecían horrendos. Si andábamos cargados de culpa y
remordimiento —yo porque soñaba con verle los calzones a la miss del kinder—, mi
hermano Luis y yo elegíamos de confesor a un padrecito anciano que en actitud
humildísima se mantenía siempre con la cabeza gacha, abrumado por el peso de su
espalda; tenía sobre todo la maravillosa cualidad de estar punto menos que
sordo. Con decir de corridito y con voz lo más baja posible el inventario de
pecados resultaba suficiente para salir del trance. Por desgracia, frente al
confesionario del curita sordo se formaban colas muy largas de penitentes y
entonces no había más remedio que ir con el padre Benito, un cura rígido y
regañón del clero diocesano que además de gritonearnos por las faltas acusadas,
nos hacía preguntas complicadísimas del catecismo de Ripalda y nos coscorroneaba
por no recitar con tino el Dios te salve reina y madre, madre de misericordia, o
el señor mío Jesucristo, Dios y hombre verdadero.
Lo mejor de la iglesia de San
Vicente Ferrer era el teatro adjunto, instalado en la cada habitación de los
dominicos. Ahí un muchacho piadoso de apellido Garnica, pretendiente platónico
de mi hermana Celia, proyectaba películas clasificadas en A por la Liga de la
Decencia. Lo sensacional, sin embargo, eran las esporádicas funciones de teatro
con las que se pretendía recabar fondos para los retablos de madera y oro del
interior del templo. Las montaban un grupo de aficionados sampedreños y el
teatrito reventaba de espectadores. No olvido dos obras que me impresionaron
para siempre: La mal querida
de Benavente —aún recito de memoria la copla delatora— y Rigoberto, una comedia
argentina que había sido gran éxito comercial de Luis Sandrini en Buenos
Aires.
Afuera de nuestra casa de Avenida
Dos, castillo de la pureza o edén de una infancia prologadísima, San Pedro de
los Pinos era una pura red de calles como trincheras: impresionante lodazal
plegado de charcos y de pozos apenas llovía. Se atascaban de pronto los taxis
nocturnos. Ya cayó uno: ¡cataplum! Desde la cama, a media noche, escuchábamos el
incesante pujido de los motores tratando de sacar al auto del mazacote. Daban
ganas de levantarse para ir a reírnos del percance, con la misma curiosidad con
que veíamos bajar desde los llanos de Cristo Rey, donde se construía la fábrica
de cemento La Tolteca, el regreso de las vacas lecheras a su establo de Calle
Nueve. Bajaban ocupando todo el ancho de la vía con la del cencerro por
delante: vacas infladas, pachorrudas, columpiando sus ubres, remasticando
mechones de hierba, levantando sus miradas perrunas hacia los transeúntes que
detenían sus bicis para dejarlas pasar: imponentes, retadoras, fecundísimas. Con
esa leche desayunaba todo San Pedro. Leche que hacía mucha nata para la torta de
la escuela o para embarrar los cocoles que tanto gustaban a mi hermana Juana
María. Leche pura como de rancho, decía mi tía Clemencia, prima hermana de mi
padre, cuando se fue a vivir aquí cerquita, a la vecindad del sexto tramo de
Avenida Dos, junto a la casa de señora Dulce que la señora Dulce, desde los años
cuarenta, pintaba y repintaba siempre de blanco, año tras año hasta que murió.
Ahora la pintan de café rojizo o de un morado brillante.
Todo ha ido cambiando en Avenida
Dos, calle principalísima, calle mayor por ser ruta obligada del camino al
templo, al mercado, al parque Pombo.
En la esquina con Calle Trece ya no
está, por ejemplo. la miscelánea de don León —hace más de 50 años que murió don
León: aquel tendero alto y rubio, de ojos azules, que discutía con mi padre
sobre los avatares de la segunda guerra mundial. Don León era descendiente de
alemanes y simpatizaba con Hitler con una vehemencia tal que obligaba a mi
padre a rebatirlo a gritos, mientras el canijo tendero, muy a la pasadita,
disparaba garnuchos y pellizcos apenas nos sorprendía metiendo mano a los
chunches de vidrio donde exhibía sus caramelos.
Tampoco queda huella alguna de los
hermanos Berumen de Avenida Dos: muchachos relajientos los hijos, pretendiente
de mi hermana mayor alguno de ellos, que en su inmenso patio convertido en ruedo
organizaban corridas como de toros, aunque lo que toreaban eran perros
callejeros para asombro y maravilla de nosotros los escuincles, apantallados
siempre por la gallardía y el arrojo de los hermanos Berumen. En el devenir de
las herencias, la casona de los Berumen, en la esquina con Calle Nueve, se
terminó dividiendo en cuatro. En una de las cuatro nuevas casas vivió el
ingeniero Rafael Rosel, jubilado de Recursos Hidráulicos, el hombre más bueno y
más querido de todo San Pedro. En otra, en la mera esquina, se vino a vivir —ya
como para 20 años— Emilio Carballido.
Una tarde, Emilio cruzó la acera y
timbró en mi puerta: ¿Ya viste al de la barbacoa?, me preguntó.
Sucede que en la casa de Carballido
tiene la esquina tronchada, y en el gran triángulo en que se convierte la
banqueta, justo enfrente de su puerta de entrada, se instaló un domingo, sin
decir agua va, un marchante de barbacoa. Montó su tenderete escenográfico: su
mesa larga, sus banquitos para la clientela, su brasero, sus peroles de
barbacoa, su parasol de plástico, sus triques, y se lanzó al negocio del
almuerzo callejero. Todos los sábados y los domingos ahí: desde muy de mañana
hasta medios día vendiendo tacos y sirviendo barbacoa, y caldo de barbacoa y
pozole y cuanto hay a los sampedreños que van o regresan de misa o del mercado.
Sensacional negocio para el hombre de la barbacoa pero no para Carballido. Qué
lata para Emilio, pensé, tener ahí un tenderete oloroso todos los fines de
semana, qué contrariedad. Y así se lo dije: Qué lata para ti, Emilio.
Pero no, Carballido no me visitaba
para quejarse del hombre de la barbacoa sino para todo lo contrario: para
instarme a firmar una carta, en calidad de vecino próximo, donde se hacía
constar que no me molestaba para nada el tenderete y que los inspectores de la
Delegación Benito Juárez no tenía por qué obstaculizar el trabajo de un hombre
honrado. Con esa carta firmada por los vecinos colindantes voy a ir a ver a Kena
Moreno —explicó Carballido— para que de una buena vez lo dejen en paz.
Kena Moreno no solamente atendió la
petición de Emilio sino que lo nombró vecino distinguido de la delegación Benito
Juárez. Hasta 1988 en que terminó su periodo como titular, la delegada se portó
siempre bien con los escritores sampedreños, lo que sea de cada quien. Gracias a
ella quitaron en un dos por tres un poste de alumbrado que dificultaba la
entrada de autos de mi casa, y gracias a ella se rechazó un proyecto del
teatrero Rafael Solana, que proponía cambiar "los nombres insípidos" de la
nomenclatura de la colonia por nombres de escritores, dizque célebres. La
propuesta bien intencionada de Solana —a mí me pareció chocantísma— parecía
tomar en cuenta los muchos personajes de la cultura que han vivido o viven en
San Pedro de los Pinos. Emilio Carballido es ahora nuestro personaje estrella,
pero también en San Pedro —en el San Pedro Viejo, de avenida Revolución hacia
arriba— vivieron Ricardo Garibay y Gustavo Sainz. En San Pedro iba a noviar
Fernando del Paso con Socorro, hasta que se casó con ella, y en la calle Quince
vivió por un rato largo el mogador Alberto Ruy Sánchez. En avenida Patriotismo,
lo antes fue Calle Cuatro por donde pasaba la vía única del tranvía
Tizapan-Primavera, montó su taller de escultura el chihuahuense Sebastián,
mientras que otro escultor famosón, que se hace llamar Jazzamoart, tiene su
departamento en Calle Trece. En esa misma cuadra, muy cerca, el arquitecto
Mauricio Rocha hizo maravillas para remodelar una casa vieja donde hoy habita el
politólogo Jesús Silva Herzog Márquez. El brillante crítico de arte, Alfonso
Neuvillate, vive en Calle Tres. Hacia Mixcoac, pero antes de llegar a lo que hoy
es el horrendo distribuidor vial San Antonio, el historiador hondureño Rafael
Heliodoro Valle vivió y murió en una casona que convirtieron en edificio de
departamentos: uno de ellos ocupa Martha Domínguez Cuevas, memoria viviente del
Centro Mexicano de Escritores.
Otro enorme maestro de generaciones
y generaciones de la Escuela Nacional Preparatoria, el barbón y sapientísimo don
Erasmo Castellanos Quinto —quien se sabía El Quijote de memoria, según mintió alguna vez
Ricardo Garibay— llegaba desde San Ildefonso hasta San Pedro de los Pinos en el
tranvía que circulaba por avenida Revolución, se bajaba dos palabras adelante de
Tacubaya, y rehuido por una chiquillería espantaba por la facha del chamagoso
maestro de maestros locochón, se hundía en las sombras de una casa atiborrada de
gatos. Nada loco, nada escandaloso, el sabio Luis López Martínez se ha dedicado
a la heráldica y la filogénesis de Avenida Dos con Calle Diecsiete. Mis
sobrinos, los cuatro Castro Leñero —nietos del hermano mayor de mi padre—, se
hicieron excelentes pintores en Calle Nueve Esquina con Avenida Tres.
Además de Carballido, mucha gente de
teatro ha pasado o se ha quedado para siempre en San Pedro de los Pinos. La
productora universitaria Patricia Eguía vivió con el actor Juan Carlos Colombo
frente al otro parque de la colonia, el absurdamente llamado Sufragio Efectivo
No Reelección, donde el PRI solía coptar votantes, a cambio de venderles leche
barata. Con gran frecuencia Carlos Ancira visitaba la casa de los Isunza en
Calle Trece y Avenida Dos. El dramaturgo Tomás Urtusástegui trabajó como médico
de base en la Clínica Nueve del Seguro Social, en avenida Revolución y Calle
Siete. En la Diecsiete tiene su estudio de grabación y su casa, desde hace
añales, Rodolfo Sánchez Alvarado, el extraordinario musicalizador de
producciones teatrales. Mis dos hijas teatreras se quedaron en San Pedro:
Estela, la dramaturga, casada con el cineasta Víctor Ugalde, y Eugenia, la
actriz, casada con el actor Jesús Ochoa.
Ya quedan pocas casas en San Pedro
como la de Sánchez Alvarado: viejas, hermosas casas que construía Lino
Domínguez: un maestro de obras parecido a mi padre por lo que hace a la facha,
al sombrero Tardán y sobre todo al ansia de construir o reconstruir fachadas con
balcones de fierro retorcido y ventanas de copete semiesférico con resabios de
art nouveau. Don Lino
era prieto como mi padre, más gordo y más chaparrito quizá, y andaba de arriba
para abajo por San Pedro en su tarea de constructor y autempresario de bienes
raíces. En cada casa que levantaba o modificaba iba pegando un mosaiquito
amarillo con su nombre y dirección como anuncio. Lo pegó en la de Sánchez
Alvarado y en muchas otras —Calle Trece, Calle Veintiuno—, que luego se
perdieron por culpa de la maldita remodelación.
Ya no quedan casas como las de
antes, comentamos Estela y yo mientras recorremos nuestro San Pedro. Ni siquiera
la nuestra, que ahora nos arrepentimos de haber reconstruido a lo moderno. Pero
lo peor, lo peor de este tiempo acelerado es que la colonia se está llenando de
edificios en condominio, contraviniendo toda lógica, pero sobre todo los
ordenamientos relacionados con el número de pisos y la armonía del paisaje,
urbano. A quien le importa. Casa que se vende: casa que se tira y predio que se
convierte en cajón horroroso de apretados departamentos. Pronto San Pedro será
tan impersonal y tan desabrido como la vecina colonia Nápoles.
Cuadra a cuadra camino con Estela y
recuerdo:
Aquí estaba la pulquería La
Revoltosa donde hacía su parada táctica nuestra sirvienta Mercedes: quédense
aquí, chamaquitos, y se metía al área de Mujeres a empujarse un curado de piña;
salía un buen rato después —cuidadito con chismearle a su mamá— y por las noches
nos relataba historias de espantos que me convirtieron en niño sonámbulo.
En La Revoltosa quemaban judas
gigantes los Sábados de Gloria, y aunque la fachada de la pulquería se mantiene
reconocible, hoy anida en su interior, en lugar de barriles apestosos, una
clínica dermatológica atendida por el doctor Lozano y la doctora Luna.
Aquí vivía y tenía su consultorio el
querido doctor Carlos Gilbert, médico de todo San Pedro y preceptor de una
parvada de chamacos con retraso mental que habitaban en los adentros.
Aquí estaba el mercado Miraflores,
en plena Calle Decisiete, semejante a los mercados sobre ruedas de ahora, antes
de que lo trasladaran al edificio inmenso de Avenida Dos. Sobrevive la cantina a
la que mi tío Bernardo, hermano de mi padre, se escapaba furtivo siempre que
llegaba de visita desde el Tlaltizapán, Morelos, donde era maestro queridísimo
de primaria.
No sobrevive actualmente la
peluquería París, a la que nos llevaban a cortarnos el cabello a la Boston y en
donde hojeábamos la revista Vea de nuestras primeras tentaciones mientras
mi padre jugaba ajedrez con el peluquero prieto en una mesa rinconera.
Aquí sigue estando la tlapalería
Miraflores, aunque ya no es propiedad del señor Carrasco, tan parecido al Flaco
de las películas; como tampoco es propiedad de su viejo dueño español —de gorra
vasca y puro encendido— la tienda abarrotes La Marina, frente al parque Sufragio
Efectivo, etcétera.
Aquí, donde estuvo hasta el mes
pasado la Oficina de Correos, se levantaba La Moderna: el pequeño Puerto de
Liverpool de San Pedro, repleto de ropa, de regalos, de juguetes.
Desapareció el viejo barrio, como
diría José Emilio. Se murieron o se fueron sus habitantes; se borraron para
siempre de San Pedro de los Pinos. Se murió don León. Se murió la anciana madre
de los Massimí, que tenía su huerta en avenida Revolución frente a la esquina
adonde llegaba a recogernos el camión del Cristóbal Colón: la Clave Azul. Se
murió mi tío Enrique y mi tía Conchita y su hija Maruca, la queridísima madre de
los Castro Leñero. Se murieron en padre Manuel y el padre Benito regañón. Se
murió el ropavejero de los sábados, el vendedor de dulces de leche, el cartero
Procopio. Se murió nuestra vecina La Alemana que se ponía frenética cuando las
pelotas de beis colaban a su jardín y nuestro perro León no dejaba de ladrar y
ella trataba de callarlo a manguerazos desde la azotea vecina. Se murió el
doctor Gilbert. Se murió Lino Domínguez. Se murió mi tía Clemencia. Se murieron
la señora Dulce y el ingeniero Rosel. Se murió mi padre hace 42 años, y se murió
mi madre a los 97, hace solamente ocho.
La recuerdo, la miro hoy, ancianita,
78 años en San Pedro. Sale muy poco a la calle. Nada más en las mañanas, a su
misa de ocho en San Vicente Ferrer. Camina despacito pero firme, sin bastón,
guiada por Felícitas, su sirvienta. Avanza hasta la esquina. Se detiene. Deja
pasar el ruidajal de camiones y autos y cruza por fin Calle Nueve. Se repliega
sobre la acera izquierda de Avenida Dos. Pasa frente al taller mecánico de los
Miranda. Llega hasta los escalones del templo. Se inclina para entregar unas
monedas a la anciana limosnera de todos los días. Entra. Oye su misa desde la
segunda banca, a la derecha, en la nave central, y en le momento de dar la Paz
se vuelve hacia tocas sus vecinas, ancianas como ella, y las busca y les
estrecha la mano en el único acto social que celebra en su diaria rutina. A
veces Estela y yo la seguimos, la seguíamos y a discreta distancia la
acompañábamos en la ceremonia matinal. Ahí la miro ahora en la memoria como si
mirara en ella a todo el San Pedro de los Pinos que se ha ido haciendo recuerdo,
cenizas, polvo.