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"Los escritores nos alimentamos de los muertos"

Héctor de Mauleón| El Universal
Martes 28 de octubre de 2014

El autor de libros como “Morir en el golfo” y “La guerra de Galio”, en su oficina en la revista “Nexos”. (Foto: LUCÍA GODÍNEZ. EL UNIVERSAL )

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En Adiós a los padres, su novela más íntima, relata la historia del amor roto entre "doña Emma" y Héctor

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Casi cuarenta años sin ver a su padre, sin saber absolutamente nada de éste. Y entonces, una tarde, el fantasma del padre se aparece: es un viernes de noviembre de 1995. Héctor Aguilar Camín llega a la redacción de la revista Nexos. Su asistente, Martha Elba Gallegos, le dice:

—Llamó Héctor Aguilar Marrufo. Me dijo que era tu papá. Que se está quedando en una posada donde no tiene teléfono. Y que él vuelve a llamar.

Ese fantasma había abandonado la casa familiar en 1959, mientras su esposa Emma guisaba en la cocina y su hijo Luis Miguel, que entonces tenía tres años, jugaba con un barco al pie de la escalera. Ese fantasma llevaba una maleta en la mano y se había puesto el dedo índice en los labios para pedirle a Luis Miguel que no hiciera ruido. No se supo de él hasta la tarde en que Héctor Aguilar salió a buscarlo en una posada sin teléfono, y también sin luz, pues en ella la mayor parte de los focos estaban fundidos.

“Apenas lo reconozco entre las sombras del recibidor cuando viene a buscarme. No sé quién es este hombrecito encorvado que me sale al paso. Tengo una vida de no verlo y él una vida de no ser el que yo recuerdo”, escribe Aguilar. El fantasma de su padre lo conduce a un cuarto minúsculo, oscuro. Le muestra los papeles de un pleito judicial y le pide dinero. Lo mira desde la dificultad de una joroba, “con los ojillos chiflados bailándole en el rostro”.

Esa noche viene hasta Aguilar Camín la historia no contada de algo que se ha hallado siempre en el centro de su vida. El amor roto de doña Emma y Héctor. Hasta ese momento él dispone de una sola versión. Pero esa noche, los focos fundidos de la posada comienzan a alumbrar una historia distinta sobre el derrumbe de la casa familiar. Aguilar Camín todavía no lo sabe, pero en la oscuridad de esa posada se agita el tema de la que habrá de convertirse en su novela más personal, y por tanto, en la más íntima: Adiós a los padres (Literatura Random House, 2014).

“Cuando mi padre murió, años después de aquel encuentro —relata en entrevista—, la persona que lo cuidó durante sus últimos días me entregó unos papeles. Llevado por el veredicto de mi madre, siempre imaginé que a partir de su ruptura con ella la vida de mi padre había sido infeliz. La manera en que lo encontré corroboraba esa certeza. Pero en aquellos papeles estaba sugerida otra historia. Eso introdujo cierta luz en una vida que para mí había sido fundamentalmente un fracaso. Me costó mucho, desde luego, mirar aquella luz, pues contradecía todas las sombras que en la versión de mi madre rodeaban a mi padre.

¿Qué clase de papeles eran ésos?

—Señalaban la ubicación de unas tumbas. Así que un domingo de semana santa fui al panteón de La Piedad a buscarlas y encontré la tumba de mi abuelo y encontré, en la misma cripta, la tumba de una adivina, una consultora espiritual, una administradora de los secretos del más allá, muy célebre en los años cincuenta, que se llamaba Nelly Mulley. En esa tumba estaba un epitafio que me mi padre le había dedicado. ¿Quién era ella? ¿Qué clase de historia me estaba contando esa lápida?

¿Comprendió en ese momento que todo eso iba a convertirse en una novela?

—En realidad, el tema me había asaltado en 2004, cuando Héctor y doña Emma cayeron, por los mismos días, en el hospital. Llevaban cuarenta años sin verse, estaban graves los dos, y yo los llevo al mismo hospital. El azar quiere, además, que uno quede exactamente abajo del cuarto del otro. Cuando mi mamá sale del hospital, escribo el primer capítulo de “Adiós a los padres”: el doctor me ha dicho que ella va a durar muy poco y quiero dejar un registro de ella. Pero entonces me sucede una cosa terrible. Cuando me acerco al capítulo cuarto, se desvanecen las ganas de seguir haciendo ese libro, y se desvanece también el gusto mismo de escribir. Me doy cuenta de que he regresado a una edad anterior a la que tenía como escritor, es como una regresión sicoanalítica o algo así: he renunciado a la posibilidad de hacer un libro largo y complejo, y me he refugiado en pequeñas cosas.

¿Y eso por qué le sucede?

—Por cosas que fui descubriendo más tarde. En realidad, porque yo no podía escribir la historia real, no podía escribirla libremente mientras mi madre estuviera viva. Pero luego, cuando murió mi madre, sentí que había perdido la presencia que de alguna manera me demandaba ser escritor, que había perdido el aroma del prestigio interno, íntimo, de ser escritor. La muerte de mi madre me suprimió el tribunal al que llevaba mis cosas literarias para validarlas —porque yo me hice escritor de la boca de mi madre, y digamos que, de alguna manera, era la misma boca la que tenía que decirme si lo había hecho bien o no.

La aparición del libro prueba que pudo finalmente abandonar esa condición. ¿Cómo lo logró?

—A la muerte de mi madre descubrí que tampoco era posible contar la historia mientras mi padre estuviera vivo. El final natural de ese libro estaba ligado al final natural de ellos. Es decir, era un libro que tenía que ser escrito con ellos muertos, porque es la única manera en que era factible, permisible íntimamente para mí, recobrar la verdad, acercarme a mis padres no como si fueran mis padres, sino como si fuesen unos seres a los que yo tenía que retratar en términos de sus vidas, no en términos de la percepción mítica que yo tenía de ellos.

Su padre muere en noviembre de 2010…

—Así es. Y hasta que no se murió mi padre no regresaron las ganas de contar esa historia. Entre otras cosas, porque los últimos años de su vida habían sido muy reveladores en el sentido de completar la otra parte del relato. Eso me dio un cierto equilibrio sobre la mirada que tenía de la vida de los dos y me permitió incorporar la secuencia de los muertos, el contrapunteo de los muertos, porque el libro cuenta la secuencia de las muertes de los seres queridos.

Usted ha dicho que ve este libro como una caminata hacia la muerte.

—Dicen que los escritores nos alimentamos de los muertos. En cierto modo es verdad. Y dicen que nadie escribe realmente si no ha escrito alguna vez sobre la muerte. A lo mejor también eso es cierto.

Quien desea escribir la historia de su familia tiene que empezar por traicionarla: sacar a la luz los esqueletos ocultos en los rincones más profundos del armario. ¿Qué cantidad de escrúpulos hay que vencer para lograrlo?

—Solo es necesario acercarse con una mirada amorosa, pero dispuesta a explorar las cosas que a los otros quizá les hubieran avergonzado, que no hubieran podido contarle a nadie y que desde luego nunca nos contaron. Lo que descubrí, sin embargo, es que sus secretos mayores no eran grandes secretos inconfesables, solo era la materia humana más rica, esa mezcla de luz y sombra que los mejoraba, porque era verdadera.

¿Cómo se planteó la escritura de este relato? Creo que contra lo que había hecho hasta ahora como escritor, está escrito todo en tiempo presente.

—Sí, las cosas que me suceden a mí, y las cosas que recuerdo, las cosas que vienen del pasado, todo está en alguna forma verbal del presente. Es un modo de hablar muy frecuente en la península de Yucatán: “Y entonces cuando él llega, me dice”, en lugar de decir “y entonces él llegó y me dijo”. Encontré en ese presente muy rápido una gran ventaja: aparta de entrada buena parte de las malas manías del idioma español, aparta todas las cacofonías que tienen que ver con los verbos en tiempo pasado: tenía, seguía, veía, decía, andaba, caminaba, pensaba. Todo eso desaparece en el tiempo presente y quedan las palabras más cortas y sin esa pasión cacofónica que es el pasado en el idioma.

El tiempo presente tiene algo también que aparta la tentación de los adjetivos. Los adjetivos son una de las grandes taras del idioma, son una de las grandes riquezas, pero también una de las grandes taras. Si yo pudiera reescribir mis libros, probablemente lo que quitaría son adjetivos. Hay una fantasía de que los adjetivos expresan. Hay que ser muy buen escritor para que los adjetivos no sean un estorbo. Sería preferible ejercer desde el principio contra ellos una especie de guerrilla sostenida para que queden solo los estrictamente necesarios.

Ese tiempo verbal agrega también una especie de cercanía con el lector. Todo está ocurriendo justamente ahora…

—Yo creo que para que un libro como éste sea verdaderamente honesto le es necesario un lenguaje llano, desadjetivado, sustantivo. Ahora que estoy viejo prefiero a Chéjov que a Rabelais, prefiero a Hemingway que a Faulkner. Estoy más ahora por la precisión y por la transparencia, que por el desbordamiento y por la elaboración. Disfruto mucho más a los escritores esenciales; esenciales en un sentido de naturalidad y rapidez, escritores que interfieren menos con la historia que están contando. Un poco como decía Flaubert, que desaparecen atrás de su historia.

Por cierto, usted logró borrarse entero de Adiós a los padres.

—Yo quería contar la historia completa, pero sin pretensiones de añadirle nada. Al contrario, con la pretensión de restarle, porque la historia se me disparaba en muchas direcciones. ¿Cómo era la historia de mis hermanos? ¿Cómo era mi vida en esos días? Decidí que la primera omisión que debía hacer era la de mí mismo. No entré en ese relato más que en los momentos en que era necesario para introducir a un tema, o para recrear algún momento de la vida de la familia. No era un libro sobre mí, era un libro sobre mis padres, y desde esa distancia debía ser contado. Así que me quité de en medio e intenté contar la mejor historia que podía contar, por mucho, de todas las historias que he empezado, iniciado, sondeado. A lo mejor, la única historia que yo tenía que haber contado como escritor: a lo mejor, todo lo que he escrito no es más que un rodeo para ver si podía contar esa historia.



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