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Cumple 50 años el Museo Nacional de Antropología

Abida Ventura| El Universal
04:40Miércoles 17 de septiembre de 2014

Video. Este edificio construido por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez se ha convertido en el mayor recinto de la cultura mexicana

Los domingos son los das que ms pblico recorre las 23 salas de exhibicin que integran el museo.

ASISTENCIA. Los domingos son los días que más público recorre las 23 salas de exhibición que integran el museo. Familias enteras y turistas nacionales y extranjeros admiran las piezas. (Foto: PATRICIA JUÁREZ / EL UNIVERSAL )

El museo más importante de América Latina, que hoy llega a medio siglo de existencia, es un recinto que nunca duerme; decenas de personas trabajan ahí las 24 horas los 365 días del año

abida.ventura@eluniversal.com.mx

Es domingo a las 6 de la mañana y en la explanada del Museo Nacional de Antropología sólo se escuchan los autos sobre Reforma. En la entrada, elementos de seguridad se ajustan el uniforme para iniciar la rutina. Una escolta alista la formación para entregar la bandera a otros 15 guardias que a pesar de la lluvia permanecen firmes al pie del asta para izarla. La ceremonia es corta y vuelven a sus puestos para esperar pasar la estafeta a sus compañeros que a las 9 de la mañana recibirán a los primeros visitantes.

Ese ritual cívico marca todos los días el inicio de una nueva jornada en este recinto que hoy cumple 50 años. Sin embargo, la vida en el interior del edificio construido por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez no se detiene y continúa las 24 horas del día.

Cuando sus puertas cierran al público, personal de seguridad, mantenimiento y limpieza labora en la noche para hacer funcionar el Monumento Artístico que, con sus casi 15 mil piezas arqueológicas y etnográficas en exhibición y los 2 millones de visitantes que recibe al año, se ha posicionado como uno de los 20 museos más destacados del mundo y el más importante de Latinoamérica. Los 365 días del año, decenas de personas laboran para tener en óptimas condiciones sus 45 mil metros cuadrados de construcción y los acervos que resguarda. Hombres y mujeres que se han convertido en testigos de su historia.

Armando Arbide ha sido jefe de seguridad por más de 16 años. Para él, la prioridad es la vigilancia del inmueble y la seguridad y el bienestar de los asistentes. En este “monstruo de museo”, asegura, nunca se duerme: “Se trabaja las 24 horas, los 365 días del año. En las noches, mientras algunos pulen pisos, otros destapan bombas de agua, cambian focos y vigilan que nadie se meta”.

Antonio Lombardo Ventura es uno de esos vigilantes. Son las 7 de la mañana y su jornada nocturna está a punto de concluir. “Gracias a Dios”, relata, durante sus 18 años como custodio del museo nunca se ha reportado un incidente que ponga en riesgo las colecciones o el edificio. Después del llamado “robo del siglo”, en diciembre de 1985, el recinto reforzó su seguridad; actualmente, alrededor de 250 cámaras de circuito cerrado y cerca de 120 elementos, entre policías auxiliares y custodios, monitorean cada rincón. Los únicos que se atreven a saltar la barda por las noches, dice Lombardo Ventura, son los murciélagos o ardillas del Bosque de Chapultepec; y la única víctima mortal que por ahora recuerda es un pato que se estampó en uno de los cristales de la plaza principal. “A cada rato se estampan los pájaros”.

Hasta “deschicladores”

Han pasado sólo dos minutos desde las nueve de la mañana y en el vestíbulo todo está listo para recibir a los primeros visitantes: un grupo de estudiantes de sexto grado de primaria que madrugaron para venir desde el municipio de Nicolás Romero, estado de México. Mientras los policías se alistan para abrir las puertas, en la entrada una cuadrilla de personal de mantenimiento coloca sobre la fachada la bandera que suelen colocar todos los recintos oficiales durante las fiestas patrias. Ellos son parte de las veintitantas personas que laboran en el departamento de Servicios Generales del Museo, el cual tiene a su cargo el mantenimiento del edificio.

Estas personas son también las encargadas de hacer funcionar las tres fuentes: Tláloc, Cuatro Chorros y Paraguas Monumental, las cuales se prenden antes de que el museo abra sus puertas y se apagan hasta que se va el último visitante. Los trabajos de limpieza en cada una de las fuentes se hacen a diario, pero el que demanda más cuidado es el Espejo de Agua del patio central. Ahí, todos los días se retiran hojas, ramas, basura y excremento de peces, mientras que la limpieza general se programa de manera mensual e “incluye el vaciado total del espejo, retiro de lodo y material orgánico, limpieza de las isletas y del fondo del estanque, poda y mantenimiento de cuerpos verdes”; algunos días de la semana hay una persona encargada de cuidar a los peces. “Yo siempre le pido a la gente que no les tire comida porque se mueren”, dice Carlos Rico, un joven de servicio social que está al pendiente de que la gente no maltrate las cabezas del zodiaco chino, obras de Ai Weiwei que allí se exhiben.

Pero desde hace unos meses, el personal de Servicios Generales del Museo tiene la tarea de exterminar una plaga que ha invadido el inmueble: los chicles que, de diversos sabores y colores, se han acumulado en el patio central, en la explanada, áreas comunes y circulaciones exteriores. Para esto, todos los lunes —día en que se intensifica el mantenimiento porque no se abre al público—, una persona se dedica a retirar las gomas de mascar con una “deschicladora”, una máquina que dispara vapor y hace que la goma se desprenda en cuestión de segundos. “Hay de tutti frutti, mora azul, menta, de hierbabuena…”, bromean Alfonso Olivo y Gerardo Peña, personal de mantenimiento.

Esa nueva máquina, explica Antonio Saborit, director del museo, agiliza esa ardua labor. Antes se realizaba a mano, con espátula, un proceso lento en el que podía llevar hasta cinco minutos remover cada chicle y era inevitable dejar huellas de él en el piso. La cantidad de chicles que hay en todo el museo es incalculable pero, según Saborit, tomaría ocho meses, trabajando cinco horas diarias, retirar todos los que hay.

La limpieza constante en las 23 salas de exhibición es otra labor digna de reconocer. En la sala de los grandes monolitos mexicas, la favorita del público, don Gonzalo Juárez Cruz se mueve como si ejecutara una coreografía. Con trapeador y jerga en mano va de un lado a otro. En un día normal, comenta, hay que limpiar la misma área unas cinco veces. Los domingos la afluencia es mayor, por lo que “hay que estar dando vueltas y vueltas unas 10 veces en la sala”. Desde hace seis años, don Gonzalo se mueve entre estelas mayas y monolitos mexicas, pero tiene muy claro que esas piezas no se tocan ni con la punta de la franela. “Tenemos estrictamente prohibido tocarlas. Sólo limpiamos las vitrinas, las bases y el piso. Eso le toca a los restauradores”, dice.

Minutos después de las 17 horas, bajo una torrencial lluvia, un escuadrón de policías baja la bandera del asta. Esta vez una veintena de personas observa la ceremonia y se une a rendirle honores al lábaro patrio. A partir de esa hora, la gente comienza a retirarse, poco a poco el bullicio y ajetreo que se percibía a mediodía en el patio principal comienza a desaparecer. Mauricio Navarrete, uno de los custodios, sólo espera el cierre del museo para entregar su reporte del día. “Hoy no hubo altercados ni cosas extraordinarias, excepto la repentina visita del señor Salvador Corral Martínez, de Hermosillo, Sonora, quien solicitaba permiso para ver el mural que pintó Regina Raull, donde él aparece retratado”. Ese mismo informe cuenta que, entre los 21 mil 215 visitantes que se presentaron ese domingo, “tres periodistas de EL UNIVERSAL recorrieron el recinto con una cámara fotográfica, una de video y un montón de preguntas”.



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