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Vida querida

Alice Munro| El Universal
Viernes 11 de octubre de 2013
Vida querida

INSPIRACIÓN. Munro encuentra en el amor el tema que la lleva a escribir esta colección de cuentos. (Foto: ESPECIAL )

Este es el adelanto de un cuento de la Premio Nobel, que da título al libro Mi vida Querida, el cual llegará a México a fin de mes bajo el sello Lumen, de Random House Mondadori

Vivía, de pequeña, al final de un camino largo, o que a mí me parecía largo. Al volver a casa de la escuela, y más tarde del instituto, dejaba atrás el pueblo de verdad, con su trajín y sus aceras y las farolas para cuando oscurecía. Marcaban el final del pueblo dos puentes sobre el río Maitland: uno estrecho de acero, donde a veces los coches no se ponían de acuerdo sobre quién debía ceder el paso, y una pasarela de madera en la que de vez en cuando faltaba un tablón, con lo que al fondo se veían las aguas brillantes, presurosas. A mí me gustaba mirarlas, pero con el tiempo siempre venía alguien a reponer el tablón.

A continuación había una pequeña hondonada, un par de casas destartaladas que se inundaban cada primavera, aunque siempre había gente, gente distinta, que iba allí a vivir de todos modos. Y luego otro puente sobre el canal del aserradero, que no era muy ancho pero sí bastante profundo para ahogarse. Después el camino se bifurcaba: un ramal se iba hacia el sur, pasando una montaña antes de volver a atravesar el río y convertirse en una carretera; el otro bordeaba el recinto de la antigua feria para girar al oeste.

Ese camino hacia el oeste era el mío.

Había también un camino hacia el norte, con una acera corta pero acera al fin, donde se alineaban varias casas una al lado de la otra, como si estuvieran en el pueblo. En la ventana de una de ellas se conservaba un cartel de “Tés Salada”, prueba de que alguna vez allí se habían vendido comestibles. Después había una escuela, a la que fui dos años de mi vida y que hubiera querido no ver nunca más. Al cabo de esos dos años, mi madre hizo que mi padre comprara un viejo cobertizo en el pueblo, para que pagáramos impuestos allí y yo pudiera ir a la escuela municipal. Al final no hubiera hecho falta, porque ese año, el mismo mes que empecé a ir a la escuela del pueblo, se declaró la guerra contra Alemania y las cosas se calmaron como por arte de magia en la otra escuela, la escuela donde los matones de la clase me quitaban el almuerzo y amenazaban con pegarme y donde nadie parecía aprender nada en medio del alboroto. Pronto solo hubo un aula y un maestro, que probablemente ni siquiera tuviera que cerrar las puertas con llave durante el recreo. Los mismos chicos que siempre me preguntaban retóricamente si quería follar, aunque yo me asustaba de todos modos, por lo visto tenían tantas de ponerse a trabajar como sus hermanos mayores de alistarse en el ejército.

No sé si para entonces los lavabos de aquella escuela habrían mejorado, porque eran lo peor de lo peor. No es que en mi casa no recurriéramos al retrete del patio, pero estaba limpio, y hasta tenía un suelo de linóleo. En aquella escuela, por desacato o por lo que fuera, nadie parecía molestarse en apuntar al agujero. Aunque en muchos sentidos tampoco lo tuve fácil en el pueblo, porque todos los niños de mi clase iban juntos desde primero, y además había muchas cosas que yo aún no había aprendido, fue un consuelo ver los asientos del inodoro limpios y oír el noble sonido urbano de las cisternas.

En la escuela primaria no hice un solo amigo. Una niña a la que llamaré Diane llegó a mediados de mi segundo año allí. Era más o menos de mi edad, y vivía en una de las casas con acera. Un día me preguntó si sabía hacer el baile de las Tierras Altas y, cuando le dije que no, se ofreció a enseñármelo. Con esa idea fuimos a su casa al salir de la escuela. La niña se había venido a vivir con sus abuelos porque su madre había muerto. Me explicó que para bailar aquella danza tradicional escocesa se necesitaban zapatos que hicieran ruido, como los que ella tenía y por supuesto yo no, pero calzábamos casi el mismo número y nos los pudimos intercambiar mientras trataba de enseñarme. En un momento dado nos entró sed y su abuela nos dio de beber, pero era agua de un pozo cavado a mano con un gusto horrible, como la de la escuela. Les hablé del agua tan buena que había en mi casa, porque teníamos un pozo artesiano, y la abuela, sin ofenderse lo más mínimo, dijo que ya quisieran ellos uno igual.

Pero luego enseguida llegó mi madre, después de haber ido a la escuela y averiguar mi paradero. Desde fuera tocó el claxon del coche para llamarme y ni siquiera respondió al amable saludo de la abuela. Mi madre no conducía a menudo, y cuando lo hacía la ocasión cobraba una tensa solemnidad. Mientras volvíamos en el coche me dijo que no pisara aquella casa nunca más. (No me fue difícil, porque Diane dejó de aparecer por la escuela al cabo de unos días: la mandaron a vivir lejos, no sé a dónde.) Le dije a mi madre que la madre de Diane había muerto y dijo que sí, que lo sabía. Le hablé de la danza de las Tierras Altas, y dijo que algún día podría aprender a bailarla como es debido, pero no en aquella casa.

Entonces no supe, y no sé cuándo me enteré, que la madre de Diane había sido prostituta y había muerto de una enfermedad que por lo visto cogían las prostitutas. Había pedido que la enterraran en su pueblo natal, y el pastor de nuestra iglesia había oficiado el funeral. Hubo controversia sobre el texto que eligió. Algunos dijeron que habría podido ahorrárselo, pero mi madre creía que había hecho lo propio.

El precio del pecado es la muerte.

Mi madre me lo contó mucho después, o por lo menos a mí me parecía que hubiera pasado mucho tiempo, en aquella época en que detestaba muchas de las cosas que me decía, sobre todo cuando hablaba con aquella convicción trémula, casi exaltada.

Seguí encontrándome a la abuela de vez en cuando. Siempre que me veía esbozaba una sonrisa. Decía que era estupendo que siguiera estudiando, y me daba noticias de Diane, que también fue a la escuela un tiempo considerable en el sitio donde vivía, aunque no tanto como yo. Por su abuela supe luego que se había puesto a trabajar en un restaurante de Toronto, donde llevaba un traje de lentejuelas. Entonces yo ya tenía edad y malicia suficientes para suponer que seguramente era uno de esos sitios donde también había que quitárselo.

La abuela de Diane no era la única que creía que mis años de estudiante duraban ya más de la cuenta. En mi calle había varias casas un poco más alejadas una de otra de lo que habrían estado en el pueblo, aunque no tuvieran mucho terreno en propiedad alrededor. Una de ellas, en lo alto de una loma, era la casa de Waitey Streets, un veterano manco de la Primera Guerra Mundial. Cuidaba unas cuantas ovejas y estaba casado con una mujer a la que vi una sola vez en todos aquellos años, mientras la señora llenaba el balde junto a la bomba del agua. Waitey solía bromear conmigo diciéndome que había que ver el tiempo que llevaba en la escuela y que era una pena que no aprobara los exámenes de una vez. Y yo le seguía la broma, fingiendo que era cierto, aunque no estaba segura de si él lo creía de veras. Esa era la clase de trato que mantenía la gente en mi calle. Saludabas, y ellos te devolvían el saludo y comentaban algo del tiempo, o se ofrecían llevarte en coche si ibas a pie. No era como vivir en el campo de verdad, donde normalmente la gente visitaba las casas de los demás y todo el mundo se ganaba la vida más o menos igual.

No me estaba llevando más tiempo terminar los estudios que a cualquiera que pasara por los cinco cursos del bachillerato, pero pocos alumnos lo hacían. Nadie esperaba en aquellos tiempos que todos los que empezaban el instituto salieran, atiborrados de sabiduría y con la gramática al dedillo, al final del último año. La gente conseguía trabajos de media jornada que poco a poco acababan en jornada completa. Las chicas se casaban y tenían hijos, en uno u otro orden. En el último curso, cuando apenas quedábamos una cuarta parte de la clase original, se respiraba un ambiente estudioso, concienzudo, o quizá simplemente persistiera una especie de serena impracticabilidad, sin que importara lo que deparaba el futuro.



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