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Balalaika, 50 años de vida nocturna0

Amílcar Salazar| El Universal
Viernes 13 de septiembre de 2002
Es uno de los últimos cabaretes que sobreviven de la extinta avenida de Niño Perdido

Balalaika es alegría, verbo fácil, somnolencia, euforia, tinieblas, clandestinidad, bruma... Acompasado el baile, discreto el roce de los cuerpos, sutil la negociación que promete mayor acercamiento, constante la búsqueda de caricias. La tentación aquí está.

¿Bailas?

Serían 10 pesos.

Va.

Y a la pista van, duela pintada de negro, pasos rítmicos o torpes, según; debajo de focos tenues, jardines colgantes de plástico y salsa musical que rebota en muros y pisos de cemento.

Luego, de regreso a mesas de fierro, apuran bebidas que los refresquen o aletarguen. Hay urgencia en la acción. Porque en esta clase de rondas los seres cruzan rápido frente al rostro del asfalto, cortina luida de por medio, y más avanzado el reloj, se enamoran de desconocidos que entre la negrura no les resultan extraños.



La aventura

Y aquí están, hombre y mujer, listos para la charla o la aventura.

Deja, tentón.

¿Por qué tan apretada, güera?

Oh, así soy yo.

Balalaika envejece. Hoy cumple 50 años, cuando la vida nocturna de la ciudad de México ha cambiado mucho y el foráneo téiboldance ha venido sustituyendo a nuestro cabaret bohemio, dicen los conocedores, quienes recuerdan tiempos idos.

De cuando El Burro , El Ratón , o La Burbuja , entre otros cabaretes, formaban parte del cinturón del vicio que alguna vez tuvo forma de glorieta: la del Tío Sam, sobre la avenida Niño Perdido. Tiempos de cuando Uruchurtu regenteaba esta capital. Pero 18 mil 250 días después con sus respectivas noches, el local del Balalaika sobrevive, y quizás aún haga creer a alguien que es 7 de septiembre de 1952.

¿Judith? ¿Así te llamas?

Me dicen Judy.

Así se oye mejor.

Visten los hombres como en el taller, la oficina o el cuartel: playeras, ropa deportiva, camisolas de gabardina en cuyas bolsas tal vez guarden insignias o grados militares, pantalones de dril a la cadera y con la barriga rebosando por arriba del cinturón. Tenis y zapatos industriales no tienen problema para ingresar. Allá está el norteño gritón, con su sombrero amplio, la camisa con estoperoles y las botas puntiagudas. Y también el oficinista que a la salida del trabajo se arranca la corbata y, tras telefonear a casa, reserva el dinero que traerá a la juerga.

Hey... te hablo a ti. ¿Qué traes, mamacita?

No te oía. Creí que le hablabas al mesero.

Sordita, ven, siéntate en mis piernas.

40 mujeres de todas las edades están aquí desde la tarde. Se les pide que lleguen temprano porque también hacen labores de organización y de limpieza del local, además de que tengan tiempo de arreglarse. Hoy, cuando es semana de festividad, no traen minifaldas o escotes, sino vestidos de noche de diversos tipos. Tal fue la instrucción de la gerencia: "Vénganse muy guapas, estamos de gala".

Algunas tienen salario, otras vienen casi por su cuenta. La ficha comienza a las 21:00 horas y sigue hasta las 4:00 del día siguiente, cuando cierran, de acuerdo con el reglamento. Pero éste no les sirve a ellas, que esperan hasta el amanecer para irse a casa.

Si quieres más, dile al capitán.

Oh, sólo te quiero a ti.

Serían 20 pesos... y me invitas una cerveza.

Viernes. Quincena. Salsa, rumba y merengue. El calor sube y los humores se impregnan. El vocalista del conjunto llama a mover el esqueleto y a no deshidratarse. Los meseros se abren paso y muestran cartas con precios a la vista. Cuentas claras... sí, pero luego pedirán triple propina: de mesero, de garrotero y de portero, porque ninguno de ellos devenga sueldo de la empresa, dicen. Aquí pasa mucho y nada. Y el tiempo hace lo mismo. Pero los músicos insisten: beber y bailar... que el mundo se va a acabar.



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