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Algodonero, un dulce oficio

Víctor Adrián Espinosa| El Universal
Domingo 06 de enero de 2013
Algodonero, un dulce oficio

TRADICIÓN. Juan Carmona lleva más de 40 años en este oficio, lo aprendió de su padre. (Foto: LUIS CORTÉS Y YADÍN XOLALPA )

Quienes hacen y comercian estos caramelos afirman que están orgullosos de su labor. Sin embargo, aseguran que la preferencia de los pequeños por golosinas de fábrica y el alza en los costos del azúcar han mermado su negocio. Algunos han ampliado la oferta de sus productos vía internet

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Juan y Melitón trabajan en la misma ciudad. Los separan 20 kilómetros. No se conocen, pero llevan vidas paralelas.

Ambos nacieron en el Estado de México. No conocen a ciencia cierta el origen de su oficio, pero tienen en común que ninguno de los dos pierde la esperanza de que su labor sobreviva: venden algodones de azúcar.

Cuando se les pregunta los motivos, afirman que sus ventas han disminuido hasta en un 40% en la última década. Aseguran que la preferencia cada vez más común de los niños por los dulces de fábrica, además del alza en los costos del azúcar, ha influido en la caída de la venta de este caramelo.

Para hacerle frente a esta situación, Juan Carmona vende algodones por Internet, donde ha conseguido que salones de fiesta, centros comerciales y colegios de la delegación Cuajimalpa sean de sus clientes más asiduos. Sus hermanos también laboran en el negocio virtual, unos contestan los pedidos, otros los van a entregar y algunos más crean nuevos sabores, como canela o chicle.

Melitón García, de 75 años, considera que este oficio depende de la suerte más que de la tecnología. No trabaja en un lugar fijo, caza ferias callejeras donde instala su máquina para hacer algodones de azúcar.

Viene de una familia dedicada a estas verbenas populares, recuerda que la primera que visitó en su vida fue la de San Pedro Xalpa, en Azcapotzalco.

Ahora trabaja en una romería decembrina instalada frente a la Alameda Central. Pese a todo, cada vez es más difícil encontrarlos en calles de la capital. Algodoneros entrevistados estiman que sólo restan 500 vendedores de este tipo instalados en parques, plazas y mercados públicos, además de ferias callejeras.

Trabajan sobre todo en delegaciones como Cuauhtémoc, Benito Juárez, Azcapotzalco, Gustavo A. Madero, Coyoacán e Iztapalapa.

Lecciones de familia

Juan lleva en este oficio más de 40 años, lo aprendió de su padre. Recuerda con orgullo lo duro que fue tener que aprender la labor a los seis años de edad, en colonias como Doctores o Moctezuma, o en el barrio de Tepito.

Hace tres años, cuando observó que los algodoneros y las ventas de este dulce eran cada vez más escasos, decidió retomar la preparación de esta golosina tradicional y darle un giro para convertirla en el medio de vida de su familia. Explica que usar Internet como herramienta publicitaria ha permitido que el crecimiento de su empresa se dé de forma acelerada.

Ofrece más de 30 sabores y colores diferentes de algodón, además de varias opciones de envoltura para entregarlo como botana en espectáculos, fiestas y empresas. Por los pedidos que recibe llega a cobrar hasta 2 mil pesos. Le llegan de 3 a 5 solicitudes por semana, la mayoría para fiestas infantiles.

Entre trozos de algodón que flotan en el aire, confiesa que sigue en las calles por hobby: vende algodones al cruce de Paseo de los Laureles y Bosque de Tabachines, en Lomas de Vista Hermosa. Aunque no hay niños que transiten a diario por ese cruce, sí lo hacen sus papás; uno solo, cuenta este señor de 58 años, llega a comprarle los 200 algodones que carga en su poste de madera.

Triste, lloroso, trae a cuenta una de esas lecciones que jamás olvidará de su padre. De 75 años, don Celestino regresó de vender algodones y tomó asiento algo agitado, cansado, en su sillón preferido de la sala. Juan también volvió del trabajo y lo pasó a saludar. “Mi papá salió de la casa a las 10 de la mañana y volvió al anochecer con su poste vacío”, recuerda. Pero en ese momento, don Celestino dijo adiós a las calles. “Fue su último día de trabajo, mi papá descansa en paz desde entonces”, relata con voz queda, antes de hacer una pausa.

Rompe el silencio para confesar que a partir de ese momento tomó la decisión de continuar con el oficio. “Venderé algodones hasta que la muerte me lo impida, como mi padre”, afirma con un tono firme, pero a la vez tranquilo. Su negocio en la red lleva por nombre: algodonesdoncelestino.com.

Caravana algodonera

En uno de sus días en la feria, Melitón, entonces de 30 años, observó las máquinas tradicionales algodoneras, que fueron inventadas en la Inglaterra del siglo XIX. Fue entonces que ideó la manera de producir otras más sencillas y de fácil manipulación.

Hoy, diez de sus familiares también cocinan y venden en esas máquinas en la romería de la calle Valerio Trujano.

El proceso de elaboración de un algodón, explica Melitón, interrumpido a veces por el ruido del motor de su máquina, consiste en mezclar azúcar con colorante y colocarlo en el centro del aparato, donde hay un pequeño cuenco que rota a gran velocidad y tiene una fuente de calor para derretir el dulce.

La fuerza centrífuga logra que el líquido se filtre, el azúcar entre en contacto con el aire, se solidifique y se formen hilos muy finos.

Este comerciante de manos nudosas, ásperas, teje en su puesto algodones que suelen ser muy grandes, por lo general mayores que la cabeza de un adulto y resultan enormes pero atractivos para los niños. Cada una de estas golosinas cuesta 20 pesos.

La familia de Melitón convierte su vida a bordo de caravanas de feriantes en su espectáculo. Pero aquí no hay ni enanos, ni siamesas, ni mujeres barbudas, sino una familia de tres generaciones dedicada a la fabricación y venta de algodones de azúcar.

Estos capitalinos con espíritu nómada han recorrido ferias en barrios de las 16 delegaciones, también en Otumba, Tulancingo y hasta la orilla del mar, en Acapulco. Desde sus padres y abuelos, la familia lleva más de 100 años de feria en feria ofreciendo sus productos. Hasta mediados del siglo pasado, Melitón llegaba a vender entre 300 y 400 algodones por noche. Pero de esos buenos años no queda mucho. “En dos o tres horas sacaba mil pesos por los tantos algodones que vendía, ahora eso lo ganamos, a veces, en 13 ó 14 horas”, relata con voz queda. Este hombre visita con su familia hasta 70 ferias al año.

La experiencia de desempeñar uno de los oficios más antiguos de la ciudad no es nada fácil, pero Juan y Melitón se dicen afortunados y agradecidos por continuar con esta tradición. Por no rendirse a veces por la mala paga. Por continuar dibujando sonrisas en niños y grandes. En definitiva, dicen, porque el algodón de azúcar les ha permitido sacar adelante a sus familias.

“¿Cuánto tiempo más piensa resistir en estas condiciones a la falta de clientela?”, se le pregunta a Melitón. El algodonero inclina su mirada, también su cabeza. Silencio total.

Varios segundos después, responde con un rezo de su padre: “El secreto está en no aburrirse, en ser pacientes, como todo en la feria, al final, siempre hay un premio”, asegura.



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