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Violencia mina salud mental

Ignacio Alvarado Álvarez| El Universal
Lunes 17 de octubre de 2011
Violencia mina salud mental

ANGUSTIA. Escena de un crimen en Nuevo León. Expertos detectaron afectaciones mentales en testigos de asesinatos. (Foto: )

Asesinatos y secuestros elevaron la hipertensión, la diabetes, la ansiedad y la depresión envarias ciudades. Investigadores estudian esta otra secuela de la batalla al crimen

politica@eluniversal.com.mx

MONTERREY, NL.— Sentado sobre el camastro del cuarto en el que pasa el día entero, nadie diría que este hombre de 75 años pudiera ser víctima de un secuestro. Sus ropas son tan pobres como su pequeño taller, en la azotea de un vecindario próximo a la central de abastos, desde donde puede verse el templo del que fue capellán hasta una madrugada de principios de mayo, cuando un grupo de hombres armados lo sustrajo violentamente para llevárselo en la cajuela de un automóvil.

“Querían que les dijera si había cosas de valor en la capilla”, dice.

Fue una experiencia brutal y devastadora. Don José tenía como refugió esa capilla, después de que cuidó de su madre hasta que murió, hace 25 años, y de que sus once hermanos fueron perdiendo la vida. Era un solitario al servicio de los dos sacerdotes del templo, ninguno de los cuales dio aviso a la policía al momento de los hechos. Los criminales lo sometieron a golpes hasta ovillarlo en el cajón del carro donde ya iban una madre y su hijo adolescente, también ensangrentados.

Los tres fueron llevados a la cima de un cerro, en la colonia Cumbres, al noroeste de la ciudad. Allí había por lo menos otra veintena de mujeres, niños y adultos sometidos por sujetos con fusiles de asalto y pistolas. Eran amas de casa, estudiantes y trabajadores por quienes sus captores exigían dinero a cambio de liberarlos. Casi al amanecer, don José y un menor de 15 años fueron abandonados en una calle del sector, desnudos y heridos. Dice que tuvieron suerte, porque ninguno tenía familia para sobornar. El trauma, sin embargo, le produjo un fuerte cuadro depresivo, ansiedad y elevó sus índices de glucosa en la sangre.

Su vida es otra. “Me siento con susto todavía, temeroso, así como si me volviera a pasar. Oigo ruido de camiones y todo eso, y sí, me siento mal”, cuenta don José.

Lleva cuatro meses hiperalerta, fijándose en quién pasa a su lado. El miedo lo ha hecho aislarse. No escucha radio ni ve televisión; tampoco lee periódicos. Dice que es la manera en que evita cualquier información que reviva el trauma. Tras el ataque perdió el trabajo y quedó sin seguridad social. Lo que hace cada día es trabajar en la reparación de figuras religiosas, metido en esa habitación donde además del camastro, tiene una pequeña mesa de trabajo. Sus altos niveles de glucosa nadie los controla.

Un mal colectivo

La depresión de don José es severa y puede empeorar, explica Javier Álvarez, profesor investigador de la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL), que ha tomado su caso como muestra de una investigación sobre los efectos de la violencia en la salud. El desamparo y la impunidad es el complemento para que no sólo don José, sino miles de mexicanos confrontados con la violencia, generen lo que éste y otros especialistas llaman “enfermedad colectiva”.

Muy lejos de Monterrey, en Culiacán, Mario Carranza, coordinador de la Unidad de Posgrado y Formación de la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS), lleva registro de los estragos de la violencia en la salud mental y física de un segmento poblacional, en dos de los municipios con mayor índice delictivo asociado al narcotráfico, Navolato y San Ignacio.

Carranza encabeza un grupo de 16 especialistas que operan un par de centros de atención psicosocial en las comunidades de Villa Juárez y Coyotitán. Con medio centenar de pacientes por semana a lo largo de una década, el doctor dice tener una muestra clara de lo que la violencia está provocando en la salud de los habitantes de esos poblados.

“Hemos visto cómo ha ido aumentando la violencia, la inseguridad, la delincuencia y con ello un conjunto de cosas que van desintegrando el tejido social, los lazos sociales de muchas de las comunidades del estado”, advierte. “Muchos de los actores con los que trabajamos, han sido testigos o víctimas de situaciones violentas que les han dejado secuelas en sus aptitudes psicológicas. El homicidio es ahora la primera causa de muerte en Sinaloa, y la secuela de dolor profundo que dejan estas muertes comienza a reflejarse en la salud del resto de la población”.

El centro de Coyotitán se especializa en atender personas con algún tipo de discapacidad física. Carranza tiene allí un ejemplo dramático de la transformación que él mismo refiere. A comienzos de la década, la mayoría de sus pacientes sufrían mutilaciones o cuadriplejias derivadas de accidentes. Hoy abruman los sobrevivientes de atentados. La severidad del trauma alcanza a todos quienes componen el primer círculo social del paciente, explica. Es una onda expansiva que a la vuelta de los años invade al resto de la comunidad.

La consecuencia de ello, dice el especialista, es un repunte en los casos de depresión y ansiedad aguda entre la población joven, que comienza a incidir también en hipertensión y diabetes prematuras, afecciones que se multiplica en proporciones de alarma entre los adultos.

“La diabetes por sí misma es una enfermedad que va en ascenso. Pero cuando hacemos el análisis de los acontecimientos, siempre los casos están asociados a una situación de orden emocional nacida de actos violentos y trágicos. Tenemos pacientes con los que hemos trabajado durante meses que son papás, hermanos o familiares de alguna persona que perdió la vida, o que la levantaron o desapareció, y también personas que fueron testigos de un hecho así, o forma parte de una comunidad en la que algún hecho provoca un impacto colectivo”, dice.

Si algo faltara a este cuadro, Carranza señala la desatención de miles de individuos tocados por el efecto de la violencia.

“Lo que hace el sistema de salud es poco. El problema es que todos los centros de atención están concentrados en la zona urbana. En Culiacán, por ejemplo, hay una serie de oportunidades que ofrece la procuraduría para atención a víctimas. El problema es que la gente no sabe cómo acercarse y cuando puede acceder a ellas es insuficiente porque la procuraduría no tiene las unidades necesarias para atender a las víctimas o testigos de hechos criminales. Y en el medio rural, sus residentes están total y absolutamente desprotegidos”.

Trastornos emocionales

En 2010, Ciudad Juárez se convirtió en el municipio más asolado por la violencia. Tres mil 120 personas fueron asesinadas ese año, un promedio de una por cada dos horas y media, según registros de la Procuraduría estatal. Paralelamente, la cifra de extorsiones, secuestros y robos con violencia se multiplicaron hasta provocar el éxodo de unos 300 mil ciudadanos y el cierre masivo de establecimientos comerciales. La vida fue trastocada en forma drástica y, según especialistas en comportamiento humano, estallaron enfermedades psicológicas.

Hugo Almada, presidente del Centro de Atención de Crecimiento Humano y Educación para la Paz en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, calcula que 95% de los habitantes del municipio sufre algún trastorno emocional, derivado de la larga exposición a la violencia de que han sido víctimas. El grado de ansiedad es tan agudo en muchos de los casos, que impide al sujeto funcionar con normalidad.

Es un impacto fuerte, que al menos cuenta con un registro formal. En septiembre, Marcos Araujo, director de los Sistemas de Salud en Chihuahua, informó que la solicitud de atención psicológica en instituciones como IMSS, ISSSTE y hospitales de la Secretaría de Salud, alcanzaron la cifra de 30 mil, lo doble que en 2010. La capacidad de respuesta fue desbordada, dijo el funcionario a medios locales. Esa falta de capacidad afecta, sobre todo, a la población infantil.

De hecho, la violencia mantiene con niveles de alta tensión y cuadros depresivos a los estudiantes de primaria, en grados que inquietan al dirigente de la Sección Octava del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, Jesús José Rodríguez Torres.

“Anteriormente la preocupación de maestros y padres de familia era que el niño aprendiera, que llegara a la escuela alimentado, que hubiera cobertura, que no hubiera deserción, pero ahora la problemática se agrava porque ahora tenemos niños con estrés, niños que tienen miedo de vivir en su propia casa”, declaró el funcionario en agosto, en una entrevista para EL UNIVERSAL.

Sistema ineficaz

Los síntomas que alertan a los especialistas de la frontera son similares a los que ocupan a los investigadores de Culiacán y Monterrey.

El aislamiento social al que condena el miedo y el encierro de infantes suele agudizar la depresión y violencia en casa, dice Patricia Cerda, investigadora de la UANL que ha documentado por siete años las causas del suicidio en Monterrey y su zona conurbada. La conclusión de sus investigaciones deja claro que la causa principal del suicidio entre niños y adolescentes guarda relación directa con el abatimiento emocional que nace del conflicto intramuros. Basada en ello, sostiene que el recrudecimiento de la violencia en esa región del país está impactando los índices crecientes de suicidios entre la población más joven.

“La gente está atemorizada y el miedo crea tensión, y los aspectos de tensión están vinculados directamente a agresiones dentro del hogar, que son la causa principal que orilla al suicidio entre menores de edad”, afirma.

Este cambio radical de conducta colectiva obedece también a la violencia que ejercen policías federales y fuerzas militares. Los asesinatos, desapariciones forzadas, extorsiones y abusos de autoridad en contra de la población civil, jamás son investigados y ello anima el desánimo general, dice Consuelo Morales, fundadora de Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos (CADHAC), a quien Human Rights Watch distinguió este año con el premio Alison de Forges.

“Desde el 27 de agosto, cuando llegaron más elementos federales y empezaron a barrer todos los domicilios en zonas populares y municipios rurales, esto ha generado una tensión y un miedo espantoso. Entonces la hipertensión, la diabetes, todo eso se está exacerbando de una manera muy importante”, señala.

Debido a ello, CADHAC abrió un área para brindar atención psicológica a niños y adultos que presenciaron el asesinato o secuestro de algún familiar. El registro de uno de los dos terapeutas, Rodolfo Salazar, es igual que el que lleva Mario Carranza en Sinaloa o Hugo Almada en Ciudad Juárez: altos índices depresivos.

Lo peor, dice Javier Álvarez, el investigador del área de psicología de la UANL, es que el sistema de salud es un elefante que no se mueve de acuerdo a las condiciones.

“Si analizamos el esquema de salud de forma general vemos que no existen mecanismos para enfrentar un problema como el que se tiene. El sistema de salud en general está diseñado para que tú vengas a él. Pero este es un caso de excepción y los sistemas no se han movido en ese sentido. Si estás viendo que hay un montón de problemáticas, no esperes que la gente venga a ti desplazándose cuando lo que tienen es un miedo terrible a salir. Entonces, el sistema tendría que volcarse”, apunta.

La última medición de glucosa que se realizó Don José sobrepasó los 175. Han pasado cuatro meses desde entonces. No sigue ningún tratamiento. Ni para eso ni para contrarrestar el colesterol y el ácido úrico. Esa tarde de viernes la ha pasado sentado en su camastro, abatido. En realidad trabaja poco. Básicamente va y se esconde allí, porque todo le provoca miedo. Es uno de miles que no acude en busca de ayuda médica ni terapias, como señala el investigador de la UANL.

Solo espera: “Yo mismo hago por salir adelante, como sea ahí lo voy superando, ¿qué más puedo hacer?”.



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