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NL: Alcalde crea red social contra el crimen

Ignacio Alvarado Álvarez/Enviado| El Universal
Martes 24 de mayo de 2011
NL: Alcalde crea red social contra el crimen

DURO. En año y medio de funciones, el alcalde Jaime Rodríguez Calderón cerró 250 lugares en los que vendían droga. (Foto: JORGE SERRATOS EL UNIVERSAL )

Cuando mataron a su secretario de Seguridad Pública, despidió a todos los policías. Hace unos días decretó el retiro masivo de taxis “pirata” y mantiene comunicación con los ciudadanos a través de su BlackBerry. Uno de cada 10 pesos del presupuesto lo dedica a becar estudiantes y quiere construir el parque más grande del estado. Es Jaime Rodríguez Calderón, el munícipe de García que ha sobrevivido a dos atentados

ignacio.alvarado@eluniversal.com.mx

MONTERREY, NL.— El alcalde de García, Jaime Rodríguez Calderón, atraviesa de tres zancadas la pequeña antesala donde una docena de ciudadanos aguarda pacientemente para verlo en su despacho. Detrás suyo van un par de cámaras de televisión que han estado tomándolo desde temprano, mientras respondía a los reporteros que lo entrevistaron a cerca del más reciente golpe de timón que sacudió a este municipio de 150 mil habitantes, localizado al poniente de la capital del estado: el retiro masivo de taxis pirata.

Sale ante el alboroto de esos taxistas y sus familiares. Le reclaman por ser injusto, pero él va a explicarles con su lenguaje poco ortodoxo por qué tomó esa decisión. “Tú deberías ponerte a barrer. ¡Si estás cojo, hombre! No me digas que andas manejando con una sola pata”, le suelta al que más grita. “Aquí te doy chamba. Yo les doy chamba, pero no me pidan que los deje andar en el taxi de manera ilegal”.

La protesta terminó en menos de 10 minutos y el alcalde priísta volvió a la oficina, observado en todo momento por siete guardias armados con fusiles de asalto. El lunes, dos días antes de esa pequeña manifestación, sostuvo un encuentro formal con los líderes de los taxistas, a quienes convocó en la sala de cabildo. Los mismos guardias que lo cuidaron en la explanada descubrieron que dos de los presentes tenían abiertos sus Nextel para que alguien al otro lado escuchara la sesión.

“Eran halcones”, dice sin mayor sorpresa. “Mis guardias luego luego los sacaron a flote. Les quitaron los nexteles y vimos allí que uno era un tal Flaco y el otro un tal Hugo. Ya hasta nos burlamos de ellos. Son los jefecillos. Así que tomamos los radios y les dijimos: Ahí vamos por ustedes, cabrones”.

La ciudad quedó vacía de taxis. Todos operaban de manera irregular. Según el alcalde, el servicio al público era un trabajo extra para muchos de ellos, que en realidad patrullaban y daban reporte a los narcotraficantes de lo que veían. El gobierno estatal no quiso o no pudo resolver la ilegalidad con la urgencia debida y Rodríguez decidió solucionarlo desde la instancia municipal, tal y como ha hecho con problemas anteriores.

“Ya no me frustro, ya pasé por eso”, dice. “Primero voy a buscar al (gobierno del) estado y luego a la federación. ¿No me resolvieron? Pues, chinguen a su madre, lo resuelvo aquí. Es cuestión de voluntad, compadre”.

La voluntad se le ha vuelto algo obsesivo. En la campaña política que inició hace dos años solía platicar con los pequeños comerciantes y de ellos escuchó historias que le parecían increíbles: ninguno pagaba el servicio de recolección de basura, por ejemplo, pero a cambio cubrían puntualmente las extorsiones de criminales y policías.

“En ese momento yo decía: ¡puta, qué ando haciendo yo en este pedo! En serio, te lo juro. Pero ya andaba metido y decía: ahora qué hago. Entonces fui caminando, recorriendo la ciudad y les decía a los comerciantes y a los ciudadanos: cuando yo llegue vamos a arreglar este pedo. Y se me quedaban viendo. ¿Será uno más de los que vienen y dicen pero no hacen nada? Pero no. Yo les decía: lo voy a hacer”.

“Jamás he dejado a los míos”

García colinda con municipios subordinados a la delincuencia, como Escobedo, Hidalgo y Santa Catalina. Está a unos cuantos kilómetros de Monterrey y es famoso por sus grutas y sus casonas de más de un siglo de antigüedad. Hasta hace unos años la plusvalía de sus terrenos era elevada, pero poco a poco fue diluyéndose ese atractivo debido al aumento del crimen. En año y medio de funciones, Rodríguez dice que cerró 250 lugares en los que se vendía droga y que clausuró todas las cantinas, bares y salones de baile en los que se ejercía la prostitución, hasta dejar sólo tres de ellos abiertos.

“No creas que soy moralista. Yo también voy a las cantinas y me gusta ir a los antros, me gusta echarme una cerveza o agarro el pedo de vez en cuando. Es siempre y cuando cumplan la ley”.

Aquella primera ronda en la que prometió retornar la legalidad, tuvo consecuencias. Un día que estaba solo con su hija de un año, un grupo de desconocidos tiroteó su casa. Luego corrieron rumores de que secuestrarían a la niña; una amenaza que sigue rondando. Rodríguez ganó los comicios con amplia ventaja, y cuando creyó que eso terminaría con la ofensiva de los criminales, asesinaron al general que había nombrado como secretario de seguridad, cuatro días después de tomar protesta como alcalde.

“Me dio un coraje de la chingada”, dice Rodríguez, exaltándose ante el recuerdo. “Después de que matan al secretario, lo enterré. Junté a la policía: Se me van todos a chingar su madre. Corrimos a 160 de 160. A 27 los metí a la cárcel porque confesaron estar coludidos con la delincuencia”.

Unos meses después, esos 27 policías fueron puestos en libertad. El alcalde no se enteró sino hasta el medio día del 25 de febrero, cuando fue atacado a balazos mientras se dirigía a Monterrey. Tres de los pistoleros que lo atacaron quedaron sin vida y a uno de ellos lo identificó como uno de los agentes a los que él llevó a prisión.

El atentado del 25 de febrero los tomó por sorpresa. Rodríguez creyó que el asesinato de su jefe de policía había sido el máximo atrevimiento de los narcos locales, así que su escolta era hasta cierto punto modesta, de cuatro elementos y una camioneta blindaba. Cuenta que pudo ver cuando se aproximaban los pistoleros hasta ponerse al parejo y descargarle sus armas. Las balas rebotaban como granizo. “Fue una experiencia muy cabrona”, resume. La impresión del segundo ataque fue mayor. Ocurrió cinco semanas después, al comenzar la noche del 29 de marzo.

Los pistoleros formaron una barricada con sus camionetas, al borde de la avenida por la que iba a pasar, y otro grupo los cercó por detrás (“Nos estaban esperando. ¡Y los ves, cabrón!”). La camioneta blindada del alcalde de García era seguida por las dos camionetas de sus ocho escoltas (“militares de entre 20 y 30 años, que saben lo que hacen”). En segundos una de las camionetas se estrelló y la otra saltó por el camellón con las llantas destrozadas. Supo que nadie había muerto porque pudo verlos bajarse, disparando los cuatro fusiles y las cuatro pistolas que portaban. Ordenó al chofer regresarse, en medio de la granizada.

Dejó la camioneta blindada como escudo ante los que tiraban desde enfrente y la otra los protegió de los pistoleros que venían por detrás (“como en siete camionetas”). Los peritos recogieron mil 600 cartuchos del perímetro donde estaba el alcalde. Su camioneta quedó con 76 impactos de su lado y otros 78 del lado del chofer. Su escolta disparó tiros de precisión, ahorrando balas. Los agresores (“eran como 40”) se despacharon con la cuchara grande. El ataque duró unos 20 minutos. Rodríguez vio caer a varios atacantes, muertos o heridos, pero a todos se los llevaron en la huída. De su parte, dos escoltas fueron alcanzados. Uno de ellos, Agustín, salió del pertrecho cuando los otros ya se retiraban y le pegaron en la pierna. Murió desangrado.

La camioneta del alcalde es una pick-up de doble cabina. Con las llantas destrozadas y la carrocería abollada lograron llegar hasta su casa, con todo y heridos. Allí lo esperaban agentes del Ministerio Público, un teniente coronel del Ejército, su jefe de policía y varios de los 72 militares de elite que forman su cuerpo táctico de seguridad municipal, a los que bautizó como Águilas, “porque son más chingones que los halcones”. La menor de sus hijas tenía una semana de nacida. Con todo el personal metido, la esposa intentaba dormir. Lo llamó a mitad de un interrogatorio para que cambiara a la niña mayor. “Mi esposa es muy fuerte, pero la vi ya quebrada. Me senté y empezó a llorar. Le agarré la cabeza. Le dije: no llores, hombre, para qué llorar si todavía no me he muerto”.

El alcalde se había bebido para entonces litro y medio de tequila, pero no estaba ebrio (“la adrenalina es cabrona”). Dejó a su esposa leyendo El Secreto, de Rhonda Byrne, el libro espiritual que tiene de cabecera. Volvió a la sala con el teniente coronel, que antes lo había criticado por romper protocolos de seguridad. Rodríguez había prometido al militar ceñirse a los cánones en un futuro atentado, pero recapacitó: si en ambos ataques hubiera huido, sus guardias estarían muertos. “Yo te juro que jamás he dejado a los míos en ninguna parte, cabrón, así me cargue la chingada”, dice cuando han pasado unos 40 días desde esa noche.

“Nadie quiere estar a mi lado”

El alcalde despacha vestido con la misma informalidad de sus actos. Lleva un pantalón caqui y camisa a rayas blancas y azules. En su oficina hay un escritorio oscuro amplio , sobre la que permanece encendida una computadora de pantalla plana. En el trinchero a sus espaldas tiene algunas fotografías familiares y estampitas de San Miguel Arcángel y la Virgen de San Juan de Los Lagos. En su BlackBerry no han dejado de llegar mensajes anónimos (unos 10 durante la entrevista) en los que le avisan sobre la presencia de vendedores de droga o sujetos armados, o simplemente lo felicitan y lo alientan.

El día del segundo atentado nadie sabía que iría a la colonia Valle de Lincon. Visitarla fue decisión de último minuto. Fueron los taxistas irregulares, dice convencido. Entonces tomó la decisión de retirarlos a todos, muchas semanas después de que el gobierno estatal desoyó su reclamo. Rodríguez se convirtió en un alcalde en quien la mayoría de sus ciudadanos cree. Esté en su despacho o fuera de él, suele rozarse con la gente. Les pregunta por sus problemas y luego les ofrece una tarjeta personal con su número de celular. “Necesito que me ayudes, reportándome todo lo que pase en tu colonia. Sin miedo. Nomás mándame un mensajito a mí, a nadie más”, les dice.

Ese roce lo aprendió de Fidel Castro, una vez que estuvo tres meses en Cuba en un curso sobre asambleísmo. “Fidel anda en muchas partes. Yo aprendí de eso”, confiesa. “Si tú le abres las puertas de la comunicación a la gente, la gente te comunica lo que pasa en la calle, y si tú sabes lo que pasa en la calle eres más poderoso. La información es poder”. Es lo que ha querido trasmitir a sus colegas alcaldes de Nuevo León, sometidos por el miedo. Pero lejos de escucharlo, le sacan la vuelta (“nadie quiere estar a mi lado, porque creen que traigo a los pelados estos queriéndome matar”).

Extiende su BlackBerry. Quiere que leamos el mensaje que ha llegado: ‘Que Cristo Jesús le dé muchas fuerzas, salud, vida y protección y cubra con su manto su vida y guíe y lo guarde de la maldad. Gracias a hombres como usted’. “Y así hay un chingo, ¿eh?”.

García tiene un presupuesto anual de 200 millones de pesos. Uno de cada 10 pesos lo toma para becar estudiantes de preparatoria y universidad; tiene mil 600 en esos niveles. A los alumnos de primaria y secundaria les otorga uniformes, útiles escolares y desayunos gratuitos. Es la manera de contrarrestar el reclutamiento de los narcos, dice. También construye un parque que, dice, será el más grande del estado.

Alguien en la oficina lo interrumpe. A esa hora, hombres armados irrumpieron en Linares y sostienen un tiroteo con militares. “Eso no pasa en García porque yo tengo el control de la ciudad”, comenta. “Las extorsiones, por ejemplo, están ciento por ciento desterradas. Ya no hay. Y nadie entra aquí sin que me dé cuenta”.

En la sala de espera hay una señora que busca trabajo para su hija, unos pastores y un grupo de vecinos. Pide que pasen los últimos. Los escucha. Instruye a los directores de área para que atiendan la demanda. Toma un mazo de tarjetas personales. Le da una a cada uno. “Anótele ahí mi número de celular y avísenme cuando lleguen los malos”, dice “el alcalde bronco”.



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