Estábamos en el cine. Por Lulú Petite
Cuando la relación entre cliente y prestadora, es prestarle al cliente lo que traes bajo los chones, ir fabricando una relación de amigos navega en la frontera entre el sexo, el coqueteo y el piquete de ombligo.
Lulú Petite Naturalmente, le dije que no fuera marrano, que no íbamos a dejar el cine oliendo a pescadería. (Foto: Cortesía de Lulú Petite )
Querido Diario:
En toda arte, oficio o profesión que se ejerce en el libre mercado, quien la ofrece va formando una agenda de clientes especiales. Aquellos a los que ves más a menudo, los que compran más o los que tienes más tiempo atendiendo. Desde luego, muchas veces con esos clientes se van formando lazos que no se limitan al objeto del arte, oficio o profesión. Poco a poco se van convirtiendo en tus amigos o en cómplices de tus travesuras. Naturalmente, eso también sucede en el mundo de las acompañantes ejecutivas (sí, ya sé que en tu pueblo nos dicen de otro modo).
Cuando la relación entre cliente y prestadora, es prestarle al cliente lo que traes bajo los chones, ir fabricando una relación de amigos navega en la frontera entre el sexo, el coqueteo y el piquete de ombligo. Es imposible cogerte a alguien una, otra y otra vez y no comenzar a sentir algo por esa persona. No digo que amor, pero sí, al menos, confianza. Las primeras veces desnudas el cuerpo, pero conforme pasa el tiempo y los encuentros, ambos vamos desnudando otras partes de la intimidad.
Es una relación más profunda que la que se tiene con el amigo, el confesor, el médico, el psicólogo o el abogado, literalmente conoces tan a profundidad a esa persona, que se construye un cariño difícil de describir, una fina línea entre echar pasión y tener a un amigazo del alma. No es que se pueda llamar romance, pero ¿Qué secretos puedes guardarle a un cuate con quien después de ir al cine, tienes una espléndida sesión de sexo oral?
Tengo pocos clientes a quienes veo de un modo tan íntimo. Uno de los más quiero se llama Rafa. Pocas veces he escrito sobre él aquí en El Gráfico, sin embargo es una persona padrísima, a quien tengo varios años viendo, con quien me entiendo deliciosamente en la cama y que se ha convertido en un entrañable amigo. A veces creo que escribo poco sobre él por egoísmo, porque nuestra amistad es de esas historias que prefiero guardar para mí.
Estamos en comunicación casi todos los días y, para coger, nos vemos seguido. Es un hombre serio, inteligente, chambeador, atlético, agradable, muy buena persona y mi pelón favorito (sin albur). Ha ideado un modo para mantener nuestra relación negocio-amistad en un sano equilibrio. Cuando me habla para saludar, para invitarme al cine, a comer o a cualquier cosa como amigo, lo hace directamente y es muy atento, no intenta tocarme ni un pelo (tampoco el cabello). Cuando anda calenturiento, me pide que “le pregunte a Lulú si puede verlo a las nueve de la noche, a las diez o a la hora que salga de chambear”. Nos ponemos de acuerdo, fijamos una hora, un lugar, le caigo en el motel y le ponemos, bien y bonito. Besos, caricias, pasión y todo lo que podrían tener un par de amantes cachondos.
Hace unos días me invitó a salir. El plan era ir primero al cine y después meternos a un motel a darle gusto al cuerpo. El caso es que pasó por mí a las diez de la noche, la película empezó a las once y salimos del cine a la una de la madrugada. La película estuvo padrísima, la compañía inmejorable y me la pasé maravillosamente, pero a esa hora de lo último que tenía ganas era de coger, así que aunque mi buen amigo hizo el intento, de plano le dije que a Lulú tendría que verla otro día. Me dejó en mi casa, nos despedimos como siempre y a dormir. Sé que no es bueno dejar a alguien con la calentura, pero ni modo, ya era tarde y la infalible y cariñosa Manuelita Palma, siempre está disponible para atenderlo.
Al siguiente día, me llegó al twitter un mensaje de Rafa: “Ayer me quedé pensando” decía “Hubiéramos aprovechado que estábamos solos en la sala. Nos divertíamos, al mismo tiempo que veíamos la película, además me ahorraba lo del cuarto". Rafa tiene el cinismo y el tacto para decir con cierta gracia sus guarradas que con el paso del tiempo he aprendido a soportárselas. No se las reviro, porque en eso del albur siempre me gana, pero si lo mando al cuerno con la franqueza que sólo una buena amistad sabe entender.
Naturalmente, le dije que no fuera marrano, que no íbamos a dejar el cine oliendo a pescadería. Lo que no esperaba era que en la noche, cuando me quedé dormida, soñara con él.
Estábamos en el cine, viendo la película. En la sala sólo éramos él y yo, la luz del proyector pegaba en la pantalla dejándonos apenas distinguir nuestras siluetas. La película era en blanco y negro, pero no recuerdo que tratara de nada. De pronto, sentí su mano en mi pierna y volteé a mirarlo sorprendida. Él se acercó a mí y, sonriendo, me besó los labios. Nuestras butacas, que en el cine real eran asientos reclinables, en mi sueño se habían convertido en un par de espléndidos camastros. Rafa me besaba, me tocaba con destreza, abría mi blusa, levantaba mi falda, me arrancaba la lencería y allí mismo, con esa delicadeza rústica del sexo en público, del amor urgente, entraba en mí, tomándome con cierta brusquedad encantadora. Entonces sonó mi teléfono. Desperté a mitad de un beso y con su sexo ardiendo en mi cuerpo, que se esfumó al abrir mis ojos. Levanté el celular. Era un mensaje de texto de Rafa. Es la primera vez que me interrumpe la persona con la que estoy cogiendo.
Hasta el jueves
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