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¡Excepcional! por Lulú Petite

Me pareció sexy su deseo pasivo y, lejos de calmarlo, lo alenté, jugué con él. En cualquier circunstancia, me habría acercado a besarlo o a hacer que entrara en confianza, en cambio, comencé a platicar con él, desde lejos
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Lulú Petite Él me cogió de la cintura, yo puse mis manos en sus mejillas y metí mi lengua a su boca. Fue un beso dulce, cachondo, rico. (Foto: Lulú Petite )

Ciudad de México | Martes 05 de junio de 2012 Lulú Petite | El Universal08:15

Querido Diario: 

 

Tratándose de sexo las apariencias engañan. Hay gente con apariencia de lobo que en la cama termina siendo un cachorrito domesticado y otros que aparentan ser mansos corderitos, pero a la hora de coger se vuelven portentosas máquinas sexuales.

 

Hace tiempo, por ejemplo, conocí a un tipo que me puso de lo más cachonda. Fue en un antro, apenas lo vi, disparé a su cuerpo las flechas de mi lujuria. Era un tipo tremendo, moreno, con cara de árabe, de esos rostros que tienen algo entre varonil y libidinoso que abre de inmediato el apetito sexual. Apenas nos dieron mesa, le eché el ojo. A las dos horas, ya estábamos fajando en un rincón del bar.

 

Sé que yo también le gusté y, a no ser por ese pudor inútil que a veces me obliga a llevar las cosas más despacio, aquella noche habríamos terminado en la cama. No cogimos, pero estoy segura que después del antro se hizo una chaqueta en mi honor. Al menos yo lo hice. Entre la inercia del faje y el calor de la madrugada, al tenderme sobre mi cama, separé las piernas, cerré los ojos, puse mi mano entre mis muslos y pensando en él, en sus besos tímidos, en lo rica que debía tenerla y en la delicia que nos estábamos perdiendo, comencé a lubricar, puse el dedo donde sólo yo sé y, jugando en círculos, me retorcí de placer gritando su nombre.

 

No lo hago a menudo, pero ese cuate me había gustado tanto que, cuando nos volvimos a ver, entre copa y copa, le pegué las tetas, acerque mis labios a su oído y, acariciándole el muslo, lo invité a seguir la fiesta en mi depa. Después de todo, vida sólo tenemos una y hay que aprovecharla. Quedarnos con las ganas de algo que podemos tener, no es sólo un derroche, sino una torpeza.

 

De inmediato el árabe pagó la cuenta y me siguió en su coche hasta mi depa. Comenzamos a desnudarnos en el elevador. Entre besos y caricias urgentes, entramos a mi departamento atropellándonos, arrancándonos la ropa. No llegamos a mi cama, en la sala sucedió todo.

 

Desafortunadamente fue un evento lamentable. El hombre era de lo más torpe para coger. Afortunadamente todo fue breve. Nos quedamos un rato viendo la tele y después nos despedimos. Me buscó un par de veces, pero no lo volví a ver.

 

Hace unos días, en cambio, atendí a un dentista. Muy bajito, con tacones yo le sacaba un par de centímetros. Era un hombre de cuarenta y tres años, cabello corto, rizado, ojos chicos, muy delgado, nariz afilada, lentes y bigotito a la Mauricio Garcés. Cuando llegué, el hombre era un manojo de nervios.

 

Vestía una camisa blanca y pantalón kaki, se veía apesadumbrado, como si nunca antes hubiera tenido sexo por dinero. Se sentó en la cama mientras yo me paseaba por la habitación, acomodaba mis cosas y guardaba el dinero que acababa de pagarme. Mientras, él me miraba con lujuria, me comía con las pupilas, ardía en deseos de cogerme. Sentía el peso de su mirada ansiosa viéndome pasear por la habitación con descaro.

 

Me pareció sexy su deseo pasivo y, lejos de calmarlo, lo alenté, jugué con él. En cualquier circunstancia, me habría acercado a besarlo o a hacer que entrara en confianza, en cambio, comencé a platicar con él, desde lejos, de diferentes cosas, nada que tuviera que ver con sexo, pero sí contoneándome provocativamente, luciendo mi escote, estirándome, acariciando mis nalgas. Me divertía viéndolo desearme sin atreverse a pedir lo que fui a darle.

 

Cuando vi en su mirada la desesperación de quien no puede contenerse más, cuando vi que corría el riesgo de que el deseo se convirtiera en mal humor, le di la mano y lo invité a ponerse de pie. Entonces le di un beso de esos que parecen de mujer enamorada.

 

Él me cogió de la cintura, yo puse mis manos en sus mejillas y metí mi lengua a su boca. Fue un beso dulce, cachondo, rico. Tanto posponer las caricias nos calentó la cabeza y la entrepierna. Él no podía encubrir el bulto que se alzaba bajo sus pantalones ni yo contener el deseo bajo mi falda. Algo había pasado durante ese juego de estira y afloja que me puso completamente libidinosa. Sentía unas ganas tremendas de ser penetrada, de ser poseída por ese hombre de apariencia bonachona.

 

Me quité el vestido y le mostré las tetas. Su reacción no se hizo esperar. Se lanzó sobre mí para comerme los pezones como recién nacido. Fue muy excitante ver cómo temblaba, cómo a pesar de su edad, parecía un adolescente que estaba conociendo las mieles del sexo. Me gustó ver cómo lo disfrutaba, pero sentía cada vez más la necesidad de que me la metiera. Lo deseaba con una calentura que no siempre me llega.

 

Me arrodillé para ponerle el condón. Tenía un miembro perfecto. Limpio, dispuesto, con una erección lo suficientemente grande como para sentirla, pero no tanto que llegara a lastimar. Completamente desnuda, abrí las piernas para ofrecérmele completamente. Él, volviendo a besar mis senos, apuntó su sexo al mío y, sin clemencia, se clavó de una estocada.

 

No sé cuánto tiempo estuvimos cogiendo, pero puedo decir que aquel hombre pequeño y tímido, con quien nunca lo habría imaginado, me hizo pasar una tarde de sexo excepcional.

 

Hasta el jueves

 

Lulú Petite

 

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