¡Excepcional! por Lulú Petite
Me pareció sexy su deseo pasivo y, lejos de calmarlo, lo alenté, jugué con él. En cualquier circunstancia, me habría acercado a besarlo o a hacer que entrara en confianza, en cambio, comencé a platicar con él, desde lejos
Lulú Petite Él me cogió de la cintura, yo puse mis manos en sus mejillas y metí mi lengua a su boca. Fue un beso dulce, cachondo, rico. (Foto: Lulú Petite )
Querido
Diario:
Tratándose de
sexo las apariencias engañan. Hay gente con apariencia de lobo que en la cama
termina siendo un cachorrito domesticado y otros que aparentan ser mansos
corderitos, pero a la hora de coger se vuelven portentosas máquinas sexuales.
Hace tiempo, por
ejemplo, conocí a un tipo que me puso de lo más cachonda. Fue en un antro,
apenas lo vi, disparé a su cuerpo las flechas de mi lujuria. Era un tipo
tremendo, moreno, con cara de árabe, de esos rostros que tienen algo entre
varonil y libidinoso que abre de inmediato el apetito sexual. Apenas nos dieron
mesa, le eché el ojo. A las dos horas, ya estábamos fajando en un rincón del
bar.
Sé que yo
también le gusté y, a no ser por ese pudor inútil que a veces me obliga a
llevar las cosas más despacio, aquella noche habríamos terminado en la cama. No
cogimos, pero estoy segura que después del antro se hizo una chaqueta en mi
honor. Al menos yo lo hice. Entre la inercia del faje y el calor de la
madrugada, al tenderme sobre mi cama, separé las piernas, cerré los ojos, puse
mi mano entre mis muslos y pensando en él, en sus besos tímidos, en lo rica que
debía tenerla y en la delicia que nos estábamos perdiendo, comencé a lubricar,
puse el dedo donde sólo yo sé y, jugando en círculos, me retorcí de placer
gritando su nombre.
No lo hago a
menudo, pero ese cuate me había gustado tanto que, cuando nos volvimos a ver,
entre copa y copa, le pegué las tetas, acerque mis labios a su oído y,
acariciándole el muslo, lo invité a seguir la fiesta en mi depa. Después de
todo, vida sólo tenemos una y hay que aprovecharla. Quedarnos con las ganas de
algo que podemos tener, no es sólo un derroche, sino una torpeza.
De inmediato el
árabe pagó la cuenta y me siguió en su coche hasta mi depa. Comenzamos a
desnudarnos en el elevador. Entre besos y caricias urgentes, entramos a mi
departamento atropellándonos, arrancándonos la ropa. No llegamos a mi cama, en
la sala sucedió todo.
Desafortunadamente
fue un evento lamentable. El hombre era de lo más torpe para coger.
Afortunadamente todo fue breve. Nos quedamos un rato viendo la tele y después
nos despedimos. Me buscó un par de veces, pero no lo volví a ver.
Hace unos días,
en cambio, atendí a un dentista. Muy bajito, con tacones yo le sacaba un par de
centímetros. Era un hombre de cuarenta y tres años, cabello corto, rizado, ojos
chicos, muy delgado, nariz afilada, lentes y bigotito a la Mauricio Garcés.
Cuando llegué, el hombre era un manojo de nervios.
Vestía una
camisa blanca y pantalón kaki, se veía apesadumbrado, como si nunca antes
hubiera tenido sexo por dinero. Se sentó en la cama mientras yo me paseaba por
la habitación, acomodaba mis cosas y guardaba el dinero que acababa de pagarme.
Mientras, él me miraba con lujuria, me comía con las pupilas, ardía en deseos
de cogerme. Sentía el peso de su mirada ansiosa viéndome pasear por la
habitación con descaro.
Me pareció sexy
su deseo pasivo y, lejos de calmarlo, lo alenté, jugué con él. En cualquier
circunstancia, me habría acercado a besarlo o a hacer que entrara en confianza,
en cambio, comencé a platicar con él, desde lejos, de diferentes cosas, nada
que tuviera que ver con sexo, pero sí contoneándome provocativamente, luciendo
mi escote, estirándome, acariciando mis nalgas. Me divertía viéndolo desearme
sin atreverse a pedir lo que fui a darle.
Cuando vi en su
mirada la desesperación de quien no puede contenerse más, cuando vi que corría
el riesgo de que el deseo se convirtiera en mal humor, le di la mano y lo
invité a ponerse de pie. Entonces le di un beso de esos que parecen de mujer
enamorada.
Él me cogió de
la cintura, yo puse mis manos en sus mejillas y metí mi lengua a su boca. Fue
un beso dulce, cachondo, rico. Tanto posponer las caricias nos calentó la
cabeza y la entrepierna. Él no podía encubrir el bulto que se alzaba bajo sus
pantalones ni yo contener el deseo bajo mi falda. Algo había pasado durante ese
juego de estira y afloja que me puso completamente libidinosa. Sentía unas
ganas tremendas de ser penetrada, de ser poseída por ese hombre de apariencia
bonachona.
Me quité el
vestido y le mostré las tetas. Su reacción no se hizo esperar. Se lanzó sobre
mí para comerme los pezones como recién nacido. Fue muy excitante ver cómo
temblaba, cómo a pesar de su edad, parecía un adolescente que estaba conociendo
las mieles del sexo. Me gustó ver cómo lo disfrutaba, pero sentía cada vez más
la necesidad de que me la metiera. Lo deseaba con una calentura que no siempre
me llega.
Me arrodillé
para ponerle el condón. Tenía un miembro perfecto. Limpio, dispuesto, con una
erección lo suficientemente grande como para sentirla, pero no tanto que
llegara a lastimar. Completamente desnuda, abrí las piernas para ofrecérmele
completamente. Él, volviendo a besar mis senos, apuntó su sexo al mío y, sin
clemencia, se clavó de una estocada.
No sé cuánto
tiempo estuvimos cogiendo, pero puedo decir que aquel hombre pequeño y tímido,
con quien nunca lo habría imaginado, me hizo pasar una tarde de sexo
excepcional.
Hasta el jueves
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