A toda madre por Lulú Petite
Con el tiempo, Lulucienta aprendió que en el oficio de ser madres no hay denominadores comunes, cada quien lo hace lo mejor que puede y como se las arreglaLulú Petite Después de aquella primera vez, hubo tantas que el olvido hace imposible registrar los detalles de todas. (Foto: Lulú Petite )
Querido Diario:
Érase una vez una morrita que se llamaba Lulucienta. Hace
muchos años, cuando el periférico nomás tenía un piso, ella tenía un novio que
vivía en un reino muy, muy, pero muy lejano llamado Ciudad Satélite.
Como era una niña acomodada, Lulucienta usaba un gran coche
con chofer. Era un coche enorme, verde y ruinoso, en el que cabían unas veinte
personas sentadas y otra docena de pie, entre las cuales se acomodaba nuestra
niña, para visitar a su príncipe azul.
El chofer y su apuesto asistente, de manga corta y erizada
cabellera, iban de pueblo en pueblo, afinando la garganta con el alegre canto
de “¡Chapultepec-Ejercito-Echegaray-Satélite-Valle Dorado, súbale hay
lugareeeeees!”. Estruendosa, pero coqueta, la alegre música de la ¡Qué Buena!
acompañaba a los pasajeros en su largo peregrinaje, que entre dormidos e
intoxicados, respiraban el vapor ceniciento que escapaba de los mofles de
aquella ruta eterna.
Un par de horas después y aún con “la micro” a reventar,
Lulucienta, de baja estatura y cuerpo de niña, se abría paso entre sobacos,
para tocar el timbre que anunciaba su bajada.
Pegando un brinco en ese último escalón, siempre demasiado
alto, tocaba al fin tierra firme y caminaba un par de calles, ya sin el ruido
de motores y cláxones. Entonces llegaba a la casa de su príncipe y llamaba a la
puerta.
Casi siempre abría una señora de unos cuarenta años,
delgada, con el cabello rizado, las manos suaves y una sonrisa tan dulce que
era como una caricia. Era su suegra, la mamá del príncipe.
En aquella época, Lulucienta había dejado su casa. Tenía
catorce años, pero detrás de ellos una historia sólida de tranquizas y malos
tratos. No estaba acostumbrada a que la acariciaran con sonrisas y menos a los
buenos tratos.
Al príncipe lo conoció una noche, cuando estaba a punto de
hacérsele calabaza el microbús, perdió uno de sus tenis que fue devuelto por el
mismísimo galán de quien quedaría perdidamente enamorada.
Naturalmente, el príncipe y Lulucienta se hicieron novios.
Todas las tardes, en el palacio de aquel reino muy, muy, pero muy lejano al
norte de la ciudad, los novios se metían en el cuarto del galán y le daban
vuelo a sus hormonas.
Él tenía dieciséis y ella quince la primera vez que
cogieron. A pesar de que han pasado tantos años y cosas, ella recuerda aquel
momento hasta en el más insignificante de sus detalles. Era una noche de
octubre, la luna alumbraba el cuarto del galán, donde ellos exploraban sus
emociones. Los besos del príncipe cortaban la respiración de la princesa, sus
manos en sus senos, que brotaban apenas, provocaban que entre sus piernas
corriera una humedad como la de un manantial que nace. Especialmente cuando
sintió pegada a ella el sexo del joven que, ansioso, quería probar los secretos
de su novia.
Ella se dejó desnudar. Se sintió querida, protegida,
deseada, confortada. Cuando aquella joven erección, inexperta y ansiosa, al fin
se abrió paso entre las piernas de la chica, ella sintió como si un hierro
caliente la penetrara, un dolor tan hondo que, literalmente la ocupaba, le
quemaba.
Muchos años han pasado y, después de haber vivido por tantos
eventos similares y haber comparado infinidad de erecciones, ella reconoce que
aquella es una de las más grandes que ha sentido. Ciertamente, después del
dolor vino la calma, el placer, la respiración agitada, los besos, las
caricias, el orgasmo. Después de aquella primera vez, hubo tantas que el olvido
hace imposible registrar los detalles de todas, sino como la suma de episodios
similares, todos intensos, todos espléndidos.
Durante ese tiempo, la mamá del príncipe, atenta y conmovida
por la historia de Lulucienta, se fue convirtiendo en amiga, apoyo y confidente
de aquella niña que había salido de su casa. En los años más difíciles, le
sirvió de soporte y referente, le dio consuelo, le dio calor, le dio cariño. En
aquella buena señora, Lulucienta conoció el amor de madre.
Con el tiempo, como en la mayoría de los cuentos de hadas de
la vida real, el príncipe sacó a relucir lo sapo. Más temprano que tarde, donde
había miel nomás quedó el panal y de abejas bien bravas. Lo que más le dolió a
Lulucienta cuando al fin mandó al carajo a aquel príncipe-batracio fue volver a
la orfandad, perdiendo el calor de aquella mamá postiza que la vida le había
asignado.
En los años siguientes Lulucienta conoció gente buena y
gente mala. Entre las buenas, a muchas que tenían brazos, oídos y vocación de
madres, aún sin serlo de verdad. Un día comenzó a vender caricias y, también en
ese negocio, conoció a espléndidas mamás, algunas con las que comparte
actividad, otras con las que no.
Con el tiempo, Lulucienta aprendió que en el oficio de ser
madres no hay denominadores comunes, cada quien lo hace lo mejor que puede y
como se las arregla. Algunas lo hacen muy bien, otras cometen errores, pero
todas merecen respeto.
Hoy Lulucienta ha podido construir cicatrices y enterrar
rencores. Hoy que es diez de mayo, puede estar en casa de su mamá verdadera,
festejar con ella y desearle felicidad, pero justamente por eso, a Lulucienta
le vienen a la cabeza todas esas mujeres que ha encontrado en su camino y que,
no siéndolo, en algún momento le dieron el consejo de madre o le prestaron
hombro, oídos, atención. Quienes la tengan, aprovéchenla, háganle saber que la
quieren mucho, pues quienes ya no la tienen quisieran hoy estar en los zapatos
de ustedes.
Por eso hoy, a toda madre capaz de cobijar con una sonrisa,
van mis mejores deseos.
¡Feliz día mamás!
Lulú Petite
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