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Hace varios años por Lulú Petite

Yo atendí a un señor muy sonriente de sesenta y tantos años. Nos metimos a una de las recámaras, él se quitó el pantalón y se recostó. Me acomodé a su lado y empezamos a besarnos

Lulú Petite Nos había estado viendo hacer el oso y me esperaba en el baño. (Foto: Lulú Petite )

Ciudad de México | Martes 28 de febrero de 2012 Lulú Petite | El Universal08:03

Querido Diario: 

 

Fue hace varios años, en una de las fiestas cachondas a las que nos mandaba el Hada, pero lo recuerdo como si acabara de suceder. Recuerdo que íbamos cinco chavas y en la casa había unos diez señores, todos bien pedos, celebrando el éxito de algún negociazo que les había llenado los bolsillos de billete.

 

Llegamos entre brindis, chistes y parranda, todos estaban bien briagos y, entre risotadas escandalosas, le hacían la barba Don Pelos Blancos, un señor de unos sesenta y tantos años con porte de sultán, que destacaba no sólo por su donaire de señor feudal, sino porque con la juerga traía las canas más alborotadas que el plumero de la Chimoltrufia. Obviamente era el patrón.

 

El resto eran señores entre los treinta y los sesenta años, todos de billete, pero los más grandes con cara y modales de ser jefes de los jóvenes (de esas veces donde aún entre la peda y el cotorreo, se notan las jerarquías). También estaba allí un chavito de unos diecinueve o veinte años que miraba el espectáculo con una sonrisa de oreja a oreja, pero se limitaba a servir tragos sin pronunciar palabra. No era mesero, se veía más bien como un chavo fresita que hacía lo posible por mantenerse en la fiesta, ser útil y pasar desapercibido, como queriendo echar taco de ojo.

 

De todos modos nadie le prestaba atención, todos destinaban sus mejores esfuerzos en quedar bien y reírle las gracias al de las canas alborotadas. El tipo estaba sentado en un sillón sólo, con las piernas abiertas, los codos sobre el descansa brazos, en la mano un vaso jaibolero y portando una sonrisa de Don Corleone que se inflaba más con cada piropo y adulaciones de sus subalternos.

 

Los fiesteros nos recibieron con gritos y aplausos. Como si hubiera llegado a la fiesta lo único que les faltaba. De inmediato, recibimos instrucciones de la concurrencia de que el primero que debía ser despachado era el Gran Jefe Pelos Blancos. La neta cuando lo cuento, puede dar escalofríos, yo tenía diecinueve años y entrar a una casa con una turba de señores hasta las chanclas con ganas de coger, no suena lindo y es un tipo de servicios que ahora no daría ni a mis mejores clientes, pero en esa época estábamos acostumbradas, así era el negocio y las fiestas eran de lo más provechoso.

 

Todos estaban bien borrachos y nosotras midiendo el terreno, viendo de a cómo íbamos a ir atendiendo a la clientela. Nomás de una ojeada una se da cuenta del tipo de cliente con quien te vas a enrollar. Supongo que eso pasa en cualquier negocio. Cuando trabajé en un restaurante, sabía qué clientes dejarían buena propina y a cuales me habría gustado servirles su refresco con escupitajo. En el negocio del hada era igual, nomás con verlos intuías los gustos de cada cliente.

 

La que atendió a Don Pelos Blancos fue Carmen, una chavita de Iztapalapa, muy morena y con el cabello súper chino. Era naca como una pecsi en bolsita, pero como estaba buenísima, el hada le dio un curso exprés de refinamiento y buenos modales para ponerla a chambear con su distinguida clientela. Además era súper zorrita y tenía el colmillo más retorcido que una serpentina para interpretar las intenciones de los clientes.

 

Apenas terminaron los aplausos, ella se abrió el escote y, delante de todos, se puso de rodillas frente al sillón donde estaba el patrón y así nomás, sin pedir permiso, le bajó el cierre, le sacó un pedacillo de carne colorado y lo sorbió hasta hacerlo crecer en su boca. El hombre comenzó a gemir como chivo, con sus dedos perdidos en los cabellos chinos de Carmen y los ojitos de huevo cocido.

 

Los demás señores empezaron a aplaudir y a echar porras, nosotras nos quedamos mirando y sirviéndonos tequila (agarrando valor para lo que venía). Carmen siguió chupando un buen rato, hasta que el señor apretó los ojos, frunció el cuerpo y ahogó un grito. Carmen se levantó limpiándose con los dedos la comisura de los labios y fue al baño a lavarse la boca. Entonces comenzó la orgía.

 

Yo atendí a un señor muy sonriente de sesenta y tantos años. Nos metimos a una de las recámaras, él se quitó el pantalón y se recostó. Me acomodé a su lado y empezamos a besarnos. El hombre apenas podía. Estaba tan ebrio que, por más que se esforzó, no logró que se le parara ni por un segundo. De hecho traía tan buena borrachera que se quedó jetón antes de lograr que aquello le reaccionara.

 

El hombre estaba de plano roncando cuando me levanté y me acomodé el vestido para salir de nuevo a la fiesta. De pronto escuché un ruido desde el baño de la habitación, cuando gire, la puerta está entreabierta y oí un tronido de labios: “pst, pst”.

 

Era el chavito que había estado en la sala sirviendo tragos. Nos había estado viendo hacer el oso y me esperaba en el baño con una tremenda erección, ojitos suplicantes y una propuesta indecorosa. Pero de esa te cuento el jueves ¿Cómo ves?

 

Un beso

 

Lulú Petite

 



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