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La amenaza del creacionismo

Para acabar con el debate entre ciencia y religión basta con dar al César lo que es del César, a Dios lo que Dios... y a Darwin lo que es de Darwin
México, DF | Viernes 13 de febrero de 2009 Antonio Lazcano Araujo | El Universal
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En 1837, mientras Charles Darwin navegaba de regreso a Inglaterra después de haber pasado varios años a bordo del Beagle, una pequeña orangután de apenas tres años llamada Jenny fue vestida con blusa, calzones y faldas y presentada, con toda pompa y circunstancia, a la duquesa de Cambridge. A diferencia de la duquesa, Jenny no había sido adiestrada para hacer reverencias o servir el té, pero saludó a los invitados, comió galletas y golosinas y su presencia gustó tanto a quienes acudieron a la velada, que al verla sentada en un diván un sacerdote exclamó: “Si habla, la bautizo”.

Desafortunadamente, Jenny la orangutana no fue conducida a la pila bautismal, sino al zoológico de Londres,  donde la vendieron a un precio elevado. Muchos acudieron a visitarla, incluyendo el propio Darwin, quien la observó con fascinación. Cuando nació su primogénito, Charles Darwin lo describió como “un prodigio de belleza e intelecto”, pero su espíritu paternal no le impidió comparar a su hijo con Jenny. Tenía razón, porque no hay duda de los lazos familiares que nos unen con los orangutanes, los gorilas y, sobre todo, con los chimpancés. Esta es una afirmación que algunos encuentran perturbadora, pero que ha sido confirmada una y otra vez, y que demuestra que la evolución es un hecho irrefutable.

La similitud externa se refleja también en la información genética. La comparación de las secuencias del ADN de los chimpancés con el de los humanos ha demostrado que las diferencias que nos separan son menores a 2% en los genes que codifican para proteínas. Parece una diferencia minúscula, pero es extraordinariamente importante. Ni los chimpancés son humanos que se quedaron a medio camino ni llevamos oculto un gorila debajo de la piel. No descendemos de chimpancés, orangutanes o gorilas, sino que ellos y nosotros somos primates que compartimos ancestros comunes, lo que resulta extraordinariamente perturbador cuando recordamos el trato que estas especies, que están en peligro de extinción, reciben en circos, tiendas de mascotas y zoológicos públicos y privados.

De hecho, la mezcla de compasión, curiosidad y carcajada que nos despierta la contemplación de un simio apenas logra disimular la confusión que nos provoca el vernos reflejados en el espejo de otras especies de primates. La imagen que vemos nos permite reconocer parte de nuestra propia naturaleza, pero hay rasgos que son exclusivos de los humanos, y reconocerlo no significa caer en los laberintos metafísicos de quienes niegan la evolución, sino aceptar, como lo hizo Darwin una y otra vez, que el reconocer que hay preguntas aún pendientes ni significa que nunca las vayamos a resolver ni implica que debamos apelar a explicaciones religiosas.

Sin embargo, en 1925 el profesor John Scopes fue conducido en Estados Unidos ante los tribunales de Tennessee por enseñar y discutir la teoría de la evolución. La situación en Tennessee no era excepcional: en muchos estados del sur de Estados Unidos existían leyes equivalentes, que muchos legislaturas locales fueron anulando discretamente después del ridículo que atrajeron sobre sí quienes se lanzaron en contra de Scopes.

El escándalo de la derrota de los creacionistas en Tennessee también provocó que muchos personajes y organizaciones fundamentalistas se retiraran de la vida pública estadounidense. Entre 1930 y 1980 los sectores más conservadores de las iglesias protestantes mantuvieron un perfil discreto, pero no se extinguieron. Se reagruparon creando nuevas congregaciones y multitud de iglesias evangélicas, modernizaron su organización y su lenguaje, fortaleciendo sus finanzas, creando escuelas y universidades privadas; fundaron revistas, diarios y cadenas de radio y televisión y organizaron redes de financiación y reclutamiento con las que aumentaron sus seguidores en forma impresionante. Surgieron de nuevo al amparo del proceso de derechización de la sociedad estadounidense que llevó a Ronald Reagan a la Presidencia de Estados Unidos.

Existen más de 140 mil misioneros estadounidenses en todo el mundo y su éxito en Latinoamérica resulta apabullante. Ya hay más de 26 millones de evangélicos brasileños. Situaciones similares se empiezan a dar en México, Centroamérica y en otros países en el cono sur, en donde el flujo migratorio a Estados Unidos ha aumentado las ligas entre las comunidades locales y los evangélicos estadounidenses.

Más de 60% de los estadounidenses se declara seguidor de la interpretación literal del Génesis: Dios creó al mundo en seis días y no hay posibilidades de interpretaciones alternas. Su mera presencia numérica los ha convertido en una fuerza política que pocos se atreven a desafiar. Muy pocos políticos estadounidenses se han atrevido a enfrentarlos abiertamente, y son pocos los que se declaran agnósticos o ateos. Es cierto que en Ohio, Kansas y otros estados se ha logrado frenar judicialmente la enseñanza del creacionismo o de sus variantes como el llamado diseño inteligente, pero la presencia ideológica y los recursos materiales que tienen a su alcance los han dotado de una enorme fuerza para subvencionar colegios privados, becas, congresos, talleres, cátedras e institutos seudocientíficos. Sus estrategias han cambiado, y más de la mitad de los evangélicos desean reemplazar con el creacionismo la enseñanza de la evolución.

Como ocurrió con muchas iglesias protestantes, los cimientos del catolicismo no se cimbraron con la publicación de El origen de las especies. Ello refleja algo muy simple: salvo excepciones puntuales, los exégetas del catolicismo no confunden la realidad con la representación de la realidad, y las sagradas escrituras tienen el mismo peso que la autoridad eclesiástica y las tradiciones e interpretaciones de la Iglesia católica. A pesar de la rigidez de su estructura jerárquica, la Iglesia católica está lejos de ser una estructura monolítica.

En un Estado laico como el nuestro ninguna iglesia, ningún credo religioso, puede imponernos sus certezas y enseñanzas. La única sociedad en donde todos, creyentes o no, con dudas científicas o certezas religiosas tenemos cabida es aquella en donde el laicismo es reconocido como uno de los componentes esenciales del pacto histórico que configura a la nación. La teoría de la evolución es parte de esa visión laica y tiene que formar parte de una educación pública y gratuita. En esto descansa, probablemente, uno de los riesgos mayores que enfrenta no sólo la enseñanza del darwinismo sino el futuro de la sociedad toda: el de la tendencia a la privatización de la educación elemental y superior, unida al debilitamiento del aparato educativo nacional, de lo cual tanto el Estado como la sociedad entera parecen hacer caso omiso. El desdén con que el todos contemplamos la forma en que la educación se despeña día a día por niveles de mayor pobreza y descuido institucional es, probablemente, la forma más eficiente de empujar a la sociedad mexicana hacia un suicidio intelectual y a las manos de la intolerancia religiosa de quienes niegan la evolución.

El número creciente de evangélicos fundamentalistas en Latinoamérica, las pretensiones de un episcopado de hacer caso omiso de la modernidad y la actitud arrogante de una derecha cuyo fracaso político no ha hecho mella en su soberbia nos deben hacer reflexionar sobre la búsqueda de caminos que garanticen la libertad de creencias y de culto, pero que mantengan el laicismo como una condición indispensable para la democracia y para garantizar una educación científica que debe promover, a todos los niveles escolares, el desarrollo de la teoría de la evolución como un componente esencial de la cultura contemporánea. Reforcemos la educación y, en el reparto de almas, beneficios y responsabilidades, recordemos que se trata de dar a Dios lo que es Dios, a César lo que es del César… y a Darwin lo que es de Darwin.

Investigador de la Facultad de Ciencias de la UNAM



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