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Bazucazo en puerta de Preparatoria 1 enciende conflicto

Juan Arvizu Arrioja| El Universal
00:36Ciudad de México | Lunes 18 de agosto de 2008


Con un bazucazo, el Ejército destruyó la puerta de la Preparatoria 1 de San Ildefonso, la madrugada del 30 de julio de 1968, y así entró en el conflicto estudiantil con un papel protagónico, pues llevó a cabo 11 operaciones militares, por lo menos, con efectivos equipados para combatir un enemigo pertrechado en gruesos blindajes y responder fuego de alto poder.

A las 0:50 horas, de acuerdo con los reportes de este diario de aquella jornada de disturbios iniciados el día anterior, una tropa de fusileros paracaidistas entró al barrio estudiantil, obstruido con barricadas. A sangre y fuego tomó las preparatorias 1, 2 y 3, y detuvo a unos mil jóvenes.

Hubo 400 heridos que requirieron atención médica, pero no se reconoció muerto alguno. La crónica de los vencidos cuenta que la noche de San Ildefonso, tan sólo al derrumbarse la puerta, habrían muerto 10 jóvenes.

La agitación del movimiento estudiantil alcanzó en ese momento un punto dramático, pese a su corta duración, pues empezaba la novena jornada de confrontación.
La UNAM y el IPN eran cuarteles de los inconformes, infiltrados en sus reuniones por agentes del Servicio Secreto, la Dirección Federal de Seguridad y de Inteligencia Militar, como confirman documentos del Comité Organizador de los Juegos de la XIX Olimpiada consultados en el Archivo
General de la Nación (AGN).

Durante la noche del 29, la fecha anterior al bazucazo, habían ardido autobuses, en las inmediaciones de las preparatorias, La Ciudadela, la Vocacional 7 de Tlatelolco; fue paralizado el transporte público, ya que unos 200 camiones fueron secuestrados y su gasolina se convirtió en producto de cócteles explosivos. Unos 500 litros del petrolífero fueron encontrados dentro de la Preparatoria 1, según los informes militares, que agregaban: las armerías de Donceles y Justo Sierra habían sido saqueadas.

Un reporte de seguridad del Comité Organizador de los Juegos de la XIX Olimpiada, relata el tamaño de los disturbios de la noche del 29, en torno de la Vocacional 5, bloqueada con vehículos en varias calles, como Bucareli y Emilio Dondé, en una jornada de agitación de dos mil participantes.

"Algunos de los muchachos estaban borrachos o drogados", destaca el informe dirigido al coordinador de Seguridad y Vigilancia del organismo, Gabriel Palma Chacón, quien informaba de los riesgos a sus jefes.

En La Ciudadela había personas --agrega-- que no correspondían a la edad de los estudiantes, de 30 a 35 años, bien vestidos y todos, en especial, con gabardina negra. Destacaba: los estudiantes, de 15 a 18 años, no atacaban a transeúntes ni policías.

"Uno de los dizque estudiantes estaba armado con un marrazo de soldado", reporta el servicio de seguridad olímpico desde la Vocacional 5.

La noche fue de combates entre universitarios y granaderos, en el centro, y a la vez se desencadenó una ola de vandalismo en las calles Tacuba, Argentina y Guatemala. En contraste, se desató la persecución de comunistas y estudiantes que serían acusados como "enemigos de México".

Esa madrugada, en avenidas de la ciudad fueron interceptados decenas de dirigentes que preparaban la reacción del nivel profesional. Los llevaron a separos de la Policía en la plaza de Tlaxcoaque, coinciden testimonios diversos, donde fueron encerrados por decenas. No había más lugar.

Al día siguiente, en persona Miguel Nazar Haro, de la Dirección Federal de Seguridad, dirigió las acciones, no de interrogatorio, sino de levantamiento de cargos. A uno de los estudiantes, de acaso 20 años, el policía del régimen le aventó contra el pecho un rifle M-1, y en acto reflejo el detenido tomó el arma. Fotografías del momento fueron publicadas después, como ejemplo la conjura.

El terror de Estado siguió, pero levantó a miles de estudiantes, y tras ellos, a la sociedad civil: lo que nunca había sucedido, ocurrió entonces.

El general José Hernández Toledo, comandante de batallón de Fusileros Paracaidistas, fue el designado para dirigir las operaciones del Ejército, en ese barrido a balloneta calada de los barrios estudiantiles, que eran teatro de los disturbios más extensos de que se tenía memoria.
Su fuerza estaba combinada con la que manejaba el general de brigada Crisóforo Mazón Pineda, comandante del destacamento militar, y la del general brigadier Mario Ballesteros, jefe del Estado Mayor de la Secretaría de la Defensa Nacional.

Entraron en acción con tanques ligeros, provistos de cañones de 101 milímetros, una tropa equipada con bazucas, cuyas granadas tenían poder para destrozar un blindaje de acero de dos pulgadas. Lo que no llevó ese detacamento del Ejército fue autorización de Congreso para actuar.

Las comunidades estudiantiles reclamaron en su movimiento violaciones a la Constitución, por la participación del Ejército.

Señalaban que de acuerdo con el artículo 129 constitucional, "en tiempos de paz, ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar". Y había otra violación, al artículo 79 (actual 76), en las atribuciones del poder Legislativo:

Compete a la Comisión Permanente, "dar su consentimiento para que el Presidente de la República pueda disponer de la Guardia Nacional".

Las operaciones del Ejército en torno del movimiento estudiantil, en reemplazo y apoyo de los cuerpos de seguridad pública, las continuó el 31 de julio y 1 de agosto en preparatorias y vocacionales ocupadas.

Al tomar el control de plazas, instalaciones educativas y rutas de protesta, destacan sus acciones en las manifestaciones del 13 y 27 de agosto, así como durante los días 28 y 29.

De igual forma, la tropa salió a las calles de la ciudad, con motivo de marchas el 7 y 13 de septiembre. Operaciones más extensas las inició el día 18, con la toma de la Ciudad Universitaria y el día 23 con el control del Casco de Santo Tomas del IPN.

El 2 de octubre fue la siguiente intervención militar, y todavía actuó en un operativo más, el 13 de diciembre.

Al inicio de sus tareas antidisturbios, el 30 de julio, el Ejército actuaba porque la violencia en el barrio universitario de San Ildefonso se había incrementado y la fuerza pública había sido rebasada por la turba, de acuerdo con la evaluación federal del caso, aportada por el secretario de Gobernación, Luis Echeverría, y el regente Alfonso Corona del Rosal.

La autoría del derrumbe de la puerta centenaria de San Ildefonso, que sintetiza la brutalidad del asalto a esas instalaciones de la UNAM, fue negada después por el secretario de la Defensa Nacional, Marcelino García Barragan. Atribuyó la destrucción a una explosión interna.

La situación al momento del ataque, de acuerdo con Echeverría y Corona, era de peligro, pues los grupos que se protegían en las preparatorias, estaban armados con bombas de gasolina, palos y varillas, pero también con armas de fuego tomadas de las armerías cercanas a las escuelas.

En esa época, diez tiendas de armas de fuego y parque funcionaban en las calles de Donceles, Venezuela, Tacuba. Varias quedaron dentro de la zona de ataque y defensa, entre llamas de autobuses y acometidas policíacas.

En la calle Justo Sierra, una de las cafeterías fue escenario de una escena de la manipulación que había sobre los preparatorianos.

--¡Ahí vienen los de la Voca 5!--, alertó alguien. Y los jóvenes concurrentes a la cafetería de Don Pepe se sobresaltaron, sin atinar a saber de quiénes debían cuidarse.

En una hora el Ejército tomó el control de la zona, y el regente sostuvo la versión de que esa madrugada no hubo muerte de nadie.

Según su versión, el operativo fue preciso, sin excesos de agresión contra los estudiantes, con cateos de viviendas en las calles San Ildefonso, Carmen, Argentina, Justo Sierra. Esas versiones contrastan con la violencia precedente, y con el estado en que los reporteros encontraron San Ildefonso. Había jovenes inconcientes por los golpes.

Este diario informó en su edición de ese 30 de julio, sobre la Preparatorio 1: "La enfermería del plantel estaba tinta en sangre. Paredes, pisos, techos, mobiliario, puertas y ventanas fueron mudos testigos de los sangrientos hechos que culminaron con la participación del instituto armado".

Al día siguiente, el Ejército avanzó a balloneta calada sobre la calle de Bucareli hacia la vocacional 5, y pese a que su fuerza era superior, los muchachos rindieron la plaza despúes de tres horas de choques.

De los disturbios, había reportes de seguridad del Comité Organizador de los Juegos de la XIX Olimpiada, el evento internacional en puerta.

En "Tlatelolco, ocho años después", de Renata Sevilla, el líder estudiantil Gilberto Guevara Niebla analiza:

"Se estaba comprometiendo la imagen de estabilidad que el gobierno se preocupaban de exhibir ante el mundo, con motivo de las olimpiadas".

Con la perspectiva de ocho años, Guevara señala:

"Quizá de no haber mediado la perspectiva olímpica, el gobierno no hubiera tenido reparo en llevar la represión hasta sus últimas consecuencias, desde el primer momento (...) con un saldo de sangre mucho mayor, mucho más impresionante quizá".

Para el comité organizador los primeros días de agitación estudiantil coincidieron con actividades preparativas de los juegos. Por ejemplo, el 28 de julio, cuando los comités de lucha se armaban de argumentos, así como de piedras y palos, en el estadio Olímpico de la Ciudad Universitaria tuvo lugar el simulacro de inauguración, un trabajo que ocupó todo el día.

Además del estadio, las albercas estaban incluidas en las instalaciones bajo resguardo del Destacamento Militar Olímpico.

Por ello, se generaron reportes sobre las asambleas estudiantiles en las facultades de Ciencias Políticas, Química, Medicina, en las que se urgían la libertad de estudiantes detenidos, de Demetrio Vallejo, así como la destitución de los jefes policíacos y protestaban por la autonomía
violada.

Los informes indican: "En las asambleas participan maestros y estudiantes, de la misma forma y también líderes de todas las facultades, que son arsenales de piedras y palos, principalmente la de Ciencias Políticas".

La preocupación olímpica aumentó día a día desde el 26 de julio, y cuando el 29, en el teatro Ferrocarrilero, en el marco del programa cultural de la Olimpiada se presentó un grupo de música de Estados Unidos, en previsión de manifestaciones en contra, se pidieron refuerzos al sindicato de rieleros.

La respuesta fue el envío de un grupo de choque de cien hombres armados con pistolas. Frente al lugar pasó un autobús con muchachos, sin interés en el evento musical.

En las nuevas circunstancias, cobró interés un reporte del 8 de julio, que recibió el secretario general del comité organizador, Alejandro Ortega San Vicente, en el que Gabriel Palma Chacón daba detalles del asesinato de un soldado, Efrén Ramírez, adscrito a la vigilancia de las instalaciones del Palacio de los Deportes, el día 4. Un comando de cuatro atacantes le robaron la metralleta M-2 y la fornitura que portaba.

En la víspera de la aparición de los fusileros paracaidistas de José Hernández Toledo, Gabriel Palma Chacón debió reportar al alto mando olímpico lo que ocurría en el campus universitario, especialmente lo que se decía en las asambleas infiltradas por sus agentes, como en Ciencias Políticas:

"Los estudiantes han manifestado que crearán dificultades al desarrollo de la olimpiada".
Esa noche los granaderos abrieron paso al Ejército, que irrumpió con tanquetas, lanza granadas y perros.



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